Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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– Al dormitorio no… no debo moverme ahora que llegué aquí. Manolis, pon los cojines en el suelo.

Madame Bagnelli, agachándose una y otra vez. pesaba sobre sus delgados tobillos, dispuso todo en un santiamén.

– Le quito los zapatos, ¿no?

La chica tomó todo a su cargo, sonriente, la barbilla levantada:

– Arremángate los pantalones. Así no, más arriba. No… llevas los pantalones demasiado ceñidos alrededor de los muslos, quítatelos.

– No es lenta, eh? Bueno, si tú lo dices.

Rieron de él mientras tironeaba hábilmente de su cintura, se desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera. Manolis le quitó los pantalones con el aire de quien prepara un cadáver, provocando nuevas risas. Georges apretó el mentón contra el pecho en una mueca que mostraba sus dientes gastados lateralmente hasta el hueso, poniendo de relieve una vulnerabilidad más personal que el cuerpo que lucía como si fuera una indumentaria que, sabía, causaría buena impresión. El pelo de Rosa Burger había crecido lo suficiente como para caerle por la cara; sólo veían su boca firme en actitud de concentración profesional. Sus manos se movían con el dominio y la sensibilidad de siempre a pesar del largo tiempo en desuso. ¿El médico dijo que la rótula no cruje? ¿Te hicieron radiografías? ¿No había dislocación?

Manolis apeló a todos:

– ¡No encontró nada! Pero fijaos cómo está Georges, ni siquiera puede volverse en la cama.

– Quizá pueda aliviarlo un poco. Dadme media hora.

Se sometieron a ella; Manolis fue a terminar de poner la mesa y Madame Bagnelli arrastró a Bobby a la cocina, donde dio los últimos toques a la salsa.

Varios vasos de vino liberaron la inquietud educadamente contenida que Georges había ocultado a su amante. El tono destinado exclusivamente a él llegaba a Manolis mientras mojaba un trozo de pan en la vinagreta; instantáneamente fijó la atención en su mirada pesarosa (cuando Manolis reía esos ojos brillaban como si estuviera llorando) y apretó los labios para evitar que temblaran.

– Ya está mejor. Quiero decir: creo que está decididamente mejor. Me pondré bien. Puedo mover la rodilla… bien, no lo haré pero siento que podría.

– Pensábamos ir a la Algarve la semana que viene. Un día fabuloso, para poder pasar a Portugal. Hemos esperado tanto tiempo para hacerlo.

Los dos tortolitos llenaron sus vasos en actitud ceremonial.

Madame Bagnelli los tranquilizó:

– Y lo haréis, por supuesto. Rosa irá todas las mañanas para darle masajes a Georges, ¿verdad que sí? Nunca pensé que fuera algo tan maravilloso. Mucha gente que conozco ha ido allí de vacaciones todos los años y siempre han dicho que era tan barato, incluso más que España.

– Jamás se nos habría ocurrido ir en vida de Salazar, ni siquiera gratis.

Bobby eran tan inconsciente de los reproches como de que hacían caso omiso de su presencia.

– Dicen que eso se ha acabado… los comunistas han echado a la gente de sus casas… los ingleses que se habían retirado allí, poniendo hasta el último penique…

Georges se sirvió más salsa y a modo de alabanza arrojó a Madame Bagnelli un beso por el aire.

– Si no pudimos darnos el lujo de visitar Chile con Allende, al menos podemos ir al Portugal de Gomes. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Pero la gente de este pueblo! ¿Habéis oído lo que dijo Grosbois? Si ahora todo está tan bien en Portugal, ¿por qué no se han vuelto todos los portugueses que pican calles aquí junto con los árabes? Quieren la prosperidad de la noche a la mañana y si no la consiguen dicen que la izquierda lo embarulla todo. Un año, sólo ha pasado un año.

Era cierto que Madame Bagnelli aún podía adoptar, como un desafío a todos, algo así como el blasón del atractivo y la sexualidad; una especie de cabriola interior al estilo de la pirueta de un boxeador -fornida, ligera sobre sus pies- a veces lucía en su terraza.

– ¡Qué maravilla cuando todos bailamos en la place el año pasado! ¿Verdad, Georges?

Georges señaló a Katya y dijo a Rosa:

– Tendrías que haberla visto con un clavel rojo en la oreja.

– ¿Y tú? Todos delirábamos. Algunos creían que sólo se trataba de la batalla de flores en Niza… -Manolis y Georges habían llevado un vino blanco especial; Katya sacó del cubo la tercera botella chorreante y dio vueltas con ella en alto-. ¿Y qué decir de Arnys? Rosa… Arnys no conocía ninguna canción revolucionaria portuguesa, de modo que cantó una que recordaba sobre La Pasionaria, de la guerra civil del 36… después lloró conmigo, contándome que había tenido un gran amor en la Brigada Internacional -Madame Bagnelli permaneció con el vaso en la mano, como si estuviera a punto de pronunciar un discurso o de ponerse a cantar-. En la tierra de esta chica, abril significó el fin de los blancos en Mozambique, justamente al lado… ¿comprendéis lo que debió de ser eso?

Manolis observó a Rosa a la manera en que la había mirado cuando se hizo cargo de Georges profesionalmente.

– ¡Qué experiencia! Estar en África en ese momento… eh?

La chica también se levantó y apoyó las palmas en la mesa. Veía el castillo iluminado detrás del brochazo negro de los cipreses; la música y la voces eran el único coro de insectos de la noche estival. Paseó la mirada por todos los que estaban alrededor de la mesa, en impulsos expansivos, incluso cariñosos, incluso conmovedores.

– Allá no hubo claveles rojos.

Pero Georges y Manolis se enorgullecían de estar plenamente informados. La miraron, reflexivos. Amablemente, quisquillosamente, Bobby dijo que quería más pan.

– Los negros estaban estáticos. El Frelimo combatió durante once años… pero si salías a la calle, eso es imposible allá. No te atreverías a celebrarlo. Hubo una reunión de masas y la gente fue a parar a la cárcel.

– No de la noche a la mañana, agitando estandartes y con titulares sobre los héroes en los periódicos del día siguiente, como ocurre aquí cuando hay algún jaleo político -Madame Bagnelli mantenía un contrapunto de enfáticas interrupciones.

Manolis hizo un ademán destinado a acallarla en beneficio de su aprendizaje; llevaba la experiencia de los coroneles griegos en la sangre, aunque no había estado en el país durante su mandato.

– ¿Y los blancos? Supongo que tenían miedo de que ocurriera lo mismo allí, ¿no?

– Los refugiados seguían llegando, gente con el mismo aspecto que nosotros, que podía mirarse a sí misma y mirarlos a ellos… arrastrando a sus abuelas y sus lavadoras, gente blanca -los ojos claros de Rosa eran indiscretos, confiados. Ella era su propio público, alineada con los demás.

– ¿Qué pueden esperar? Se lo buscaron. Permitieron que les lavaran el cerebro hasta creer que son una raza superior. ¡Huyendo con la nevera al hombro! Ya ocurrirá. ¡Trescientos años es suficiente! Te proscriben… te arrojan a una celda hasta la muerte si intentas cambiarlos -Madame Bagnelli tenía el aire de quien se deja llevar por las opiniones de aquellos con quienes se encuentra. Con los Grosbois, participaba igualmente animada en su decisión de comer verduras de cultivo orgánico, o en el interés de Gaby por las reformas que según «Nice-Matin» estaban haciendo en la villa de la hermana del sha de Irán.

– Esta chica podría vivir muy bien aquí. Se ganaría la vida. Lo digo en serio -Georges se inclinó para atraer a todos a la repentina idea de sustentar a su propia refugiada política local-. La gente de los yates siempre siente dolores y malestares de tanto ejercicio… se lesionan practicando el esquí acuático y no sé cuántas cosas más. De verdad, es sorprendente lo bien que está mi pierna, ahora, relajada, los músculos… -la convincente sagacidad de sus ojos azules sondeó a los demás.

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