Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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– ¿Por qué tiene que ser una tesis? De eso saldría un buen libro.

– Rosa. Rosa Burger -se reclinó en el asiento, con el codo apoyado en la barra, levantó el pescado de porcelana y volvió a dejarlo.

– Me refiero al estilo de una tesis, a las largas y prolijas notas al pie. Lo que quieres decir queda enterrado.

– Soy maestro. Si no obtengo un doctorado, jamás me darán trabajo en una universidad. Lo tenemos todo calculado… tantos francos en comparación con tantos otros en el lycée. Podemos comprar un terreno en Limousin o en Bretaña. En equis años levantaré una pequeña casa de campo. Para correr el riesgo de escribir un libro tienes que ser pobre y estar solo, no puedes tener niveles de clase media -la cogió de la muñeca persuasivamente, sonriente, como si quisiera hacer caer un arma que imaginaba en su puño-. No te imaginas lo cautelosos que somos los izquierdistas franceses burgueses. Separamos tantos francos cada mes, no tenemos la menor posibilidad de vivir peligrosamente.

Rosa lo observó, atenta y curiosa.

– ¿Quién necesita vivir peligrosamente en Europa?

– Algunos. Pero no los eurocomunistas; no la izquierda que vota. Los terroristas que exigen rescates en un país por los horrores que ocurren en otros. Los secuestradores. Los que pasan drogas. Nadie más.

– Uno de los que tú creías que yo era.

– Sé quién eres.

La tercera vez que se encontraron lo manifestó. No indicó que alguien se lo hubiera dicho, como sin duda lo habían hecho alguno de los amigos de Madame Bagnelli: su padre estaba del lado de los negros, lo habían encarcelado, matado o algo parecido… una historia terrible. Bernard Chabalier se encontraba entre los signatarios académicos y periodistas que habían llenado páginas enteras encabezadas por Sartre, Simone de Bauvoir e Ivés Montand con peticiones para la liberación de presos políticos en España, Chile, Irán, y con manifiestos en protesta por el abuso de la psiquiatría en la Unión Soviética y la represión en Argentina. Una vez había firmado una petición de Amnesty International para la liberación de un líder revolucionario sudafricano, viejo y enfermo, Lionel Burger. «En una oportunidad» (una expresión que empleaba a menudo, no del todo correcta en lengua inglesa, y por lo tanto más ambigua que la acertada) le sugirieron que debía formar parte del comité parisino contra el apartheid. Había pronunciado una breve introducción a una película filmada clandestinamente por los negros, en la que se veía cómo arrasaban sus casas durante los traslados masivos, los datos provenían de los exiliados negros que divulgaron la película en Europa; su principal virtud era la capacidad de comunicarse con ellos en inglés.

– Y la pronuncié como conferencia en «France Culture»; a veces me piden que haga cosas, por lo general sobre las consecuencias sociológicas de cuestiones políticas. Ese tipo de programas…

– Me gustaría ir a escucharte. Si pudiera comprender.

– A partir de ahora te hablaré únicamente en francés; mejorarás rápidamente. Pero nunca me digas nada real excepto en inglés. No quiero renunciar a eso -sin darle tiempo a que interpretara estas palabras, se volvió práctico y entretenido-. Si tuviera un magnetófono te haría una entrevista para la radio. Estoy seguro de que la comprarían. Nos dividiríamos los honorarios. Una buena cifra. ¿Qué haríamos con ese dinero? ¿Cambiar nuestra marca de champagne? -bebían todos los días, sin hacer comentarios, la copa de la amistad del primer encuentro, el mismo citrón pressé. Pépé/Toni/Jacques lo preparaba cada vez como si no supiera cuál sería el pedido: una señal de desdén por la cita heterosexual-. Podríamos comprar dos billetes baratos a Córcega. En el transbordador. Yo vomitaría todo el trayecto… me mareo terriblemente en los viajes por mar. Sé que a ti no te ocurriría -un instante de tenebrosa envidia.

– Nunca viajé en barco.

– Sería estupendo… la gente oiría tu voz y yo traduciría lo que dijeras -las yemas de los dedos juntas en la manifestación de un gesto, enseguida separadas- impecablemente.

– Lo prometí. No puedo hablar.

Arnys se sentó ante su escritorio en cuanto llegó; pasaba la primera hora del día en reflexivo retiro detrás de tres paredes de diminutos armarios y cubículos: sus gafas empañadas colgaban de la pequeña nariz que aparecía en las fotos y sus manos traspasaban facturas en pinchos con la ordenada ansiedad por el dinero de arterias cerebrales endurecidas. Sus voces llegaban a ella como las de tantos que eran o serían amantes, cuyos intensos y abruptos interrogatorios y monólogos de banalidades dichas en tono demasiado bajo para ser detectadas, sonaban como si estuvieran en discusión cuestiones secretas e irrevocables.

Bernard dejó de lado lo que había dicho como si se tratara de una baratija con la que estaba jugando.

– ¿A quién se lo prometiste?

Rosa captó el espionaje abstracto por encima de las gafas de la vieja cantante, diplomáticamente caída como forma de respeto por la intimidad sexual que todos conocen a partir de experiencias y desenfrenos comunes. La protección de la inimaginable vida de Arnys y la vida a la cual el llamado Pépé estaba en ese momento conectado por teléfono, las columnas, la encerrada realidad del espejo, todo lo contenía a buen resguardo.

– Así es como llegué aquí. Como me dejaron salir.

– ¿La policía? -rendido el torpe tono respetuoso de iniciativa.

– No directamente, pero en realidad sí. Oh, no te inquietes… -sus ojos sonrieron, extendió la mano hacia él-. No hablé. Me cercioré de no tener de qué hablar antes de apelar a ellos. Pero hice un trato. Con ellos.

– Muy sensato -la defendió.

Ella repitió:

– Con ellos, Bernard.

– No traicionaste a nadie.

«Opresión.» «Rebelión.» «Traición.» Usaba grandes palabras como suele hacer la gente, sin saber lo que pueden representar.

– Lo solicité. Nadie que conozco lo haría. Hice lo que ninguno de los demás ha hecho.

– ¿Qué dijeron?

– No se lo conté a nadie. Me mantuve apartada.

El trabajaba bien; la regulación de sus días había ocupado su lugar alrededor de los encuentros cotidianos en el bar de Arnys por razones comerciales apenas abierto pero tolerando ciertas necesidades. Rosa vio en el borde de espuma de afeitar todavía húmeda en el lóbulo de la oreja que él había perdido la concentración en el último minuto, sobresaltado en el logro de prepararse para ella. Era supersticioso en cuanto a reconocer el progreso, pero el sereno regocijo con que se deslizaba en el taburete a su lado, o la alegría de sus intercambios con Arnys eran una forma de reconocimiento.

– Me gustaría tenerte en la habitación. Siempre me ha sabido mal tener a alguien en el cuarto mientras trabajo -era una declaración, el ensueño de una nueva relación. Pero se retractó-. El problema consiste en que te haría el amor.

Después del primer domingo, en que cada uno de ellos estaba comprometido a hacer excursiones con otros, el martes fueron directamente desde el bar de Arnys hasta la habitación donde vivía él.

– Pensé en un hotel. Desde el Catorce de Julio he estado pensando adonde podíamos ir -sus anfitriones estaban fuera, pero esta situación no se repetiría con frecuencia-. ¿Conoces el hotelito que está en la calle cercana al gran garaje? Detrás del Crédit Lyonnais.

– ¿Te refieres al que está frente al aparcamiento donde juegan a la boule?

– Me encanta el aspecto de las dos pequeñas ventanas de arriba.

– En una de ellas hay una gran jaula con pájaros.

– Tú también la viste…

– Es el pequeño restaurante donde Katya y yo comemos cus-cús, lo hacen todos los miércoles. Catorce francos.

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