Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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La maleta nunca deshecha, estaba abierta sobre una silla, donde él hurgaba; calcetines y camisas usadas entre camisas limpias cuidadosamente dobladas a imitación del formato de una caja y calcetines limpios arrollados en pulcros puños. Alguien había incluido hormas para zapatos que ahora usaba para sujetar pilas de recortes y papeles clasificados encima de la cama.

Era exactamente la hora del día en que Rosa había llegado y se había presentado al pueblo en la terraza de Madame Bagnelli. El trasladó sus papeles al suelo, ordenadamente, ya desnudo, con los testículos asomando entre sus nalgas, el trasero inclinado, equino y hermoso. Surgieron el uno ante el otro de repente: nunca se habían visto en una playa, acostumbramiento público a todo salvo a un triángulo genital. Era como si nunca le hubieran ofrecido a una mujer, ni un hombre a ella. Extraordinarias y dulces posibilidades de renovación brotaron entre ambos hasta estallar en la tierna explosión de todo lo que ha definido a la sexualidad, desde la castidad hasta el tabú, la ilícita licencia para la libertad erótica. En una gota de saliva se manifestaba todo un mundo. El hizo girar la punta húmeda de su lengua alrededor de la espiral del ombligo que Didier había adjudicado a una naranja.

En el calor que habían dejado afuera, la gente comía con suave estrépito, risas y olores de comidas que habían sido guisadas de la misma manera durante tanto tiempo que su aroma era el aliento de las cosas de piedra. Detrás de otros postigos otras gentes también hacían el amor.

La pequeña Rose tiene un amante.

Paso menos tiempo contigo: tú comprendes muy bien este tipo de prioridad. Fuiste tú quien dijo, Chabalier, para qué volver a casa, quédate esta noche y partiremos temprano por la mañana. Las pequeñas expediciones para mostrarme algo del lugar son organizadas por vosotros dos ahora. La gran cama del dormitorio que me diste -la habitación cuya sensación mantendré en los momentos anteriores a tenerte que abrir los ojos en otros lugares, así como Dick Terblanche sabía las proporciones de la mesa del comedor de su abuelo aunque era incapaz de recordar una poesía durante su confinamiento en solitario-, la cama de mi encantadora habitación está destinada a dos personas. Una vez cerrada la pesada puerta negra, no deja pasar los sonidos que tú misma has conocido tan bien. Si son audibles a través de las ventanas, se mezclan con el tráfico nocturno de motos y ruiseñores. Cuando los tres desayunamos juntos bajo el sol antes de que él se vaya a trabajar, noto que te maquillas los ojos y te cepillas el pelo por respeto a la presencia masculina y como delicadeza estética de diferenciación de la etapa de la vida de una mujer perfectamente laxa y descuidada de la sensualidad. No puedo dejar de bostezar hasta que se me llenan los ojos de lágrimas, sedienta y hambrienta (compras croissants rellenos con pasta de almendras para satisfacerme y mimarme), volcando en un gesto hacia ti una historia de amor con la que puedo darme el lujo de ser generosa. Bernard me dice:

– Estoy lleno de semen para ti -no tiene nada que ver con la pasión que fue necesario aprender para engañar a los carceleros y tú no eres una verdadera revolucionaria que espera descifrar mis endechas mientras informo como es debido.

Con Solvig, con la vieja Bobby (que divaga sobre sus injusticias desesperanzadamente filosóficas en un inglés brillante: «En una época le hacía toda la correspondencia a Henry Torren. ¡Diez francos la hora! Por ese precio ni siquiera conseguirías a alguien para que te fregara el suelo. ¡Con los millones que tiene! Aunque en realidad no me importa. No quiero nada distinto. Su abuela usaba zuecos y una manopla de muletón, te digo la verdad, querida»), con todas las que tu grupúsculo que una vez vivieron con sus amantes: imagino vuestras voces, desde la terraza o la cocina, una conversación sobre las perspectivas que me esperan y que tan bien conocéis.

Manolis hacía una exposición de sus pinturas sobre vidrio; Georges, invirtiendo los papeles y asumiendo la responsabilidad de las labores domésticas para la inauguración, calculaba con Madame Bagnelli el número de personas para las que iba camino de encargarle amusegueules a Perrin: Donna y Didier, doce, Tatsu… y Henry; tal vez catorce, tú y Rosa y Chabalier, diecisiete. Pierre Grosbois había hecho con sus propias manos una barbacoa y la estrenaron con una fiesta. Nada de madonas y burros alados (recuerda demasiado a Chagall, eh?), los discos de bouzouki que le regala su novio fueron la única inspiración griega, ¿qué te parece? Pero yo también sé hacer cosas con las manos… y la pequeña Rose traerá a su profesor, desde luego.

Imprevistamente Gaby cortó un vestido para ella; hubo ajustes con Rosa de pie en la mesa de la terraza, saludando con la manos a conocidos que levantaban la vista y la veían en lo alto, y los niños del vecindario, curiosos y cohibidos. El mar y el cielo equidistantes quedaban hundidos, desde su posición, por la línea de gravedad, como un reloj de arena, a través del cual una nave envuelta en brumas rosa malva pasaba de un elemento al otro, desplomándose sobre el horizonte. Gaby y Katya prendían alfileres e hilvanaban; mientras Rosa reconocía el transbordador de Córcega o Cerdeña que Bernard identificó cuando paseaban rodeando las murallas, Gaby le hablaba a Katya acerca de un libro que había encargado a París.

La Níénopause effacée; aparentemente si tu médico no es un idiota redomado, puedes evitarla. No tiene por qué ocurrirte, sencillamente -Rosa se partió de risa, sumida en la incontrolada improvisación y parloteo que a veces se volvía compulsivo: Gaby era capaz de charlar en una esquina o ante una puerta, imposibilitada de soltar a su interlocutor-. Puedes seguir siempre. En teoría. No es que a una le interese, santo cielo… con Pierre, monpauvre vieux, no tiene mucho sentido. ¿Y dónde encontraría a otro en este lugar? Imagínate, corno la mujer del dentista de Fierre, ¿recuerdas que te lo conté? Se lleva a un policía al Negresco en su día libre todas las semanas, va a buscarlo a la prefectura de Niza, almuerzan bien… ella paga la habitación -la carcajada se convirtió en un quejido-. Ahora está en la recepción la segunda hija de Madame Perrin, el viejo Perrin dice que la verdad es que hacen las cosas comme il faut… no es como si un tipo te ligara en la playa, se trata de un hombre de la prefectura, un padre de familia. No, pero mírame, mis cejas son cada vez más gruesas, como las de un viejo. Observa las manchas que tengo en las manos…

– Protégete del sol, Gaby.

– ¡Protégete del sol! Ya sabes que el sol no tiene nada que ver, Katya. Según mi médico no hay nada que hacer. Claro, es un hombre y a él no le importa. Pero yo no estoy tan segura. Tendríamos que haber tomado hormonas hace años, Katya… dicen que el deterioro no puede repararse pero sí detenerse. ¡Así está mucho mejor, ésta es la forma en que debe caer la falda… Esta chica no tendrá necesidad de envejecer, ¿quién puede saberlo?

El barco pasaba de lo velado a la solidez, del rosa al blanco, y al escorar apuntaba en un océano trazado como un mosaico romano en onduladas bandas de contaminación hacia los límites costeros. Ella y Bernard Chabalier abordarían una nave, algún día; estarían en cualquier sitio de ese objeto que avanzaba, acercando una vez más las montañas de color lavanda gredoso más allá de Niza y los edificios blancos anidados en los acantilados, donde brillaba una cúpula de tejas en escama de pez, azul, verde o rosa, con la punta dorada, y las torres sobre la playa, hacia Antibes, alzadas por encima del mar, inclinadas, girando lentamente sobre sus ejes el ala del avión, construidas en la espiral -esa ambiciosa figura inacabada- reducida a la escala de su mano en el bar de Arnys. Rosa aspiró una gran bocanada de aire, los alfileres cedieron y las mujeres protestaron con tono indulgente.

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