Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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La declaración, a su vez, pareció buscar en Rosa una explicación que no podía dar; pero al manifestarla, la carga de la misma se trasladó un poco, su hombro quedó bajo el de él. No tenían hogar pero vivían prácticamente juntos. Para él la seguridad era casi palpable en el vigor y el reposo del menudo cuerpo de Rosa. Apoyado en ella, Bernard adquirió lo que una y muchas veces Rosa había encontrado en el pecho de su padre, cálido y sonoro con los latidos de su corazón, en aguas tratadas con cloro. Los ojos de Rosa (del color de la luz, creadores de incomodidad: ¿ojos de bóer, ojos de pied-noir?) se movieron por encima de la cabeza de él, entre árboles, transeúntes y -una rápida mirada hacia abajo- una motivación íntima de visión interior, tan alerta y contenida como la mirada de la que su madre había sido igualmente inconsciente al levantar la vista cuando su hija regresaba lentamente, pisando gravilla, de la visita en la cárcel.

El joven rostro terso habló por debajo del suyo, desde lo que había sido y lo que era:

– Eres lo que más quiero en el mundo.

En las reuniones se perdían entre el gentío y luego tomaban conciencia, cerca, de una nuca o una voz: ella oía una versión ligeramente distinta de Bernard Chabalier ofreciendo una versión ligeramente distinta de lo que había dicho acerca del pintor.

– …cincuenta años, fauvismo, futurismo, cubismo, arte abstracto… para él todo pasa como si nada. Para él 1945 es 1895. Quizá lo que está concluido sea intemporal… pero los acontecimientos modifican la conciencia del mundo, ésta se sacude y las sacudidas se registran sismográficamente en movimientos artísticos.

Donna estaba obligada a entretener a un amigo inglés que era propiedad de su familia: el tipo de ejemplo único, escogido en los círculos político-intelectuales cuya existencia ignoran y que es el orgullo de una familia rica. El hombre se tomaba a sí mismo como una tasación de su propia distinción. Esperaba que dieran una fiesta en su honor; Donna había tenido que reunir, entre los asiduos que conocía, a algunos que él considerara en un nivel capaz de apreciarle. Su explicación de lo que era o hacía fue poco certera; había sido miembro del parlamento, tenía algo que ver con el jaleo de la entrada de Inglaterra en el Mercado Común, y también algo que ver con la publicación de un periódico. Ella no recordaba si se manejaba bien en francés; los Grosbois, las lesbianas de la brocanterie y otros de su contingente local francés congregados en una parte de la terraza, contentos de todos modos con su propia fiesta; Didier, con un exquisito traje italiano de color blanco (sólo Manolis supo reconocer la pura seda natural) afirmaba su propio estilo de distinción mientras iba de una lado a otro rápidamente, sirviendo bebidas con el absorto desparpajo de alguien contratado para la ocasión. Su contribución a la correcta apreciación del invitado de honor consistió en asumir instintivamente el papel de sustentar la posición de Donna como anfitriona de James

Chelmsford. Este se presentó en mangas de camisa, pantalones de hilo azul, alpargatas que mostraban sus gruesos tobillos pálidos cruzados por venas azules, pañuelo Liberty amarillo bajo una cara encarnada y pulcramente afeitada. Bebía pastis, dejando bien sentado que no era ningún recién llegado a esa parte del mundo. Donna lo llevó hasta un pequeño grupo que incluía a Rosa y que atrajo a uno o dos más que solicitaban opiniones para tener la oportunidad de manifestar las suyas… un periodista parisino que era huésped en la casa de alguien, un ingeniero de la construcción, miembro de la Société des Grands Travaux de Marsella.

– ¿Por qué fue necesario Soljenitzin para que la gente se desilusionara con Marx? Otros han salido de la Unión Soviética con el mismo tipo de testimonio. Su Gulag no es algo que desconociéramos.

Chelmsford escuchaba al periodista con aire de atención profesional.

– Bien, en este sentido podríamos preguntarnos cómo es posible, desde los juicios de Moscú…

– No, no, porque pertenecen al período stalinista y la izquierda hace una clara distinción entre lo que murió con Stalin, los malos tiempos viejos… Pero a partir de la nueva era, la posterior a Jruschov, el deshielo y otra vez el hielo, todos saben que se repitieron los horrores, que los hospitales son el último modelo de cárcel, nombres nuevos para el viejo terror. ¿Por qué tuvo que ser Soljenitzin el que sacudió a la gente?

– ¿Lo fue?

El periodista dedicó al ingeniero la sonrisa destinada a alguien que carece de opinión. Dirigió su reacción a los demás.

– Sin la menor duda; después de ver a una criatura tan torturada, tan dañada, ¿quién podía mirarlo a los ojos en la pantalla del televisor, cómodamente sentado en un sillón Roche-Bobois con un whisky en la mano? Sé que yo… esa cara que da la impresión de haber sido golpeada, abofeteada, de manera tal que las mejillas ya no experimentan sensación… y esa boca que se vuelve -levantó los hombros, agitó las manos cerradas y apretó la boca hasta que los labios se pusieron blancos-, esa boca que se vuelve tan pequeña por la costumbre de no poder hablar libremente. La izquierda occidental ya no sabe cómo seguir creyendo. No sabe cómo defender a Marx después de él.

– No es fácil responder -el ingeniero habló amistosamente a Rosa, como si sólo lo hiciera para ambos; poseía los modales escrupulosamente tolerantes de algún nuevo tipo de misionero, los pies calzados con prácticas sandalias, la cabeza rubia casi afeitada para recibir un poco de fresco en los terrenos pantanosos de las desembocaduras de los ríos de Brasil y África donde (parloteó) preparaba estudios de eventuales emplazamientos portuarios-. Tal vez sea su enfoque, algo en su estilo. Me refiero a los escritos. Hay en él algo de Victor Hugo que apela a un amplio público, mucho más amplio…

– El público. El público en general siempre estuvo dispuesto, de todos modos, a tragarse que los comunistas sólo son bestias y mostruos… pero la que ahora rechaza el marxismo es la izquierda intelectual.

– Dudo que lo mismo pueda decirse de Inglaterra… claro que también dudo de que pueda decirse que mi país tenga una izquierda intelectual en el mismo sentido. No podríamos proponer a Tony Crosland como candidato entre los filósofos de café… -los franceses no entendieron el chiste.

– E incluso rechazar a Mao… no se puede «institucionalizar la felicidad». ¡Precisamente los mismos que en el 68 fueron los estudiantes que salieron a la calle!

El periodista y el ingeniero se singularizaron, constantemente interrumpidos, por encima de las cabezas de los demás.

– No, no es del todo cierto; Glucksmann ataca a Soljenitzin por decir que Stalin ya estaba contenido en Marx.

– B-bien, montaron una especie de espectáculo poco entusiasta… quiero decir que, por supuesto, uno no se presenta y grita me equivoqué, nosotros, los jóvenes brillantes, los nuevos Sartre y Foucault, nuestras teorías, nuestras premisas básicas… sangre y mierda, eso es todo lo que queda de ellos en el Gulag, éh?

– Claro que no debemos pasar por alto que el pesimismo básico de Soljenitzin siempre ha hecho de él un escritor plebeyo más que socialista…

– ¿Pero cómo cambiaremos el mundo sin Marx? -el ingeniero admitió, como si confesara sonriente haber sido futbolista de primera división, aunque no se le reconociera en la estructura física: «Yo estuve en las calles en el 68»-. Todavía están de acuerdo en que debe cambiarse.

– Lo dudo. Apenas. Incluso eso. No sé qué tienen entre las piernas, para no hablar de lo que tienen en la cabeza. Filósofos políticos. Capitularán por entero ante el individualismo. O se volcarán en la religión. En cualquier caso, terminarán en la derecha.

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