Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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Bernard encontró a Rosa en el matorral del ensimismamiento de los derechos:
– Para ellos ésta es la forma de animar una fiesta.
Ella se encogió de hombros e imitó su gesto de levantar el labio inferior: para todos nosotros. Le sonrió fugazmente.
Se apartaron como si no tuvieran un destino común, como si estuvieran a punto de separarse para ir a la barra de Didier o unirse a la facción Grosbois, donde incitaban a Darby a refunfuñar alguna historia que hizo caer sobre ella tal bombardeo de carcajadas que Donna los observó, fastidiada. Se movieron mesuradamente, como dos que se encuentran para intercambiar un mensaje bajo la cobertura de la multitud. De improviso él empezó a hablar.
– Es mucho lo que puedes hacer, Rosa. En París, en Londres… Lo suficiente para abarcar toda una vida. Si creemos que debes hacerlo. Aunque empiezo a pensar… -se interrumpió; siguieron andando lentamente-. Oye, mis motivos no son los de ellos -no podría haber dicho lo que dijo en ningún otro sitio, ni a solas con ella; lo facilitó la presencia de la muchedumbre, salvadora de cualquier muestra de emociones liberadas-. Debo decirte que no puedes inscribirte en la causa ni en la salvación de los demás. Fíjate en los idiotas que hace unos años cantaban en las calles con las cabezas afeitadas. Nunca alcanzarán el nirvana hindú -ella tenía la cabeza baja, inclinada hacia él para oírlo mejor. Daban la impresión de estar cotilleando acerca del grupo que acababan de dejar-. Lo sé, no puedo comparar… -se detuvo en espera de una rápida mirada que no llegó- el mismo caso que tu padre y los negros… su libertad. Disculpa que te lo diga… lo mismo ocurre contigo y los negros. No es accesible a ti.
– Sigue -lo fijó al tema sabiendo que él no encontraría el momento ni el lugar para atreverse a retomarlo: una reunión ajena a los amantes Bernard y Rosa.
– Ni siquiera a ti.
Pero tenía miedo. Se perdió en pensamientos en su idioma y la marea de seres humanos estalló a su alrededor. En la visión del mar desde la terraza de Donna desfilaban velas rojas, azules y amarillas de las pequeñas embarcaciones de paseo de los lugareños en una tarde de sábado, que viraban antes las boyas demarcadoras del límite de las aguas protegidas. Vio tambalearse Córcega a través de la distorsión de la distancia.
– Tengo ganas de que vayamos a Ajaccio. Tendríamos que experimentar personalmente la sensación de lo que allí ocurre. El sótano que ocuparon los autonomistas cuando mataron a los dos gendarmes, pertenece a uno de mis pieds noirs. Los francoargelinos están amasando una fortuna en Córcega. Me gustaría hablar con ellos.
– ¿La rebelión fue realmente contra ellos o también contra el dominio francés? Dicho de otra manera, ¿fue deliberada la elección del sótano de ese hombre?
Bernard gozó explicándole lo que le interesaba, disfrutó de su experta comprensión acerca de la forma en que ocurren las cosas en acontecimientos de esa categoría.
– Las dos cuestiones están íntimamente relacionadas, el traslado de los colonos desde Argelia es visto, por el movimiento independentista, como parte de la explotación colonialista de Francia; cuando los echaron de Argelia, se trasladaron a otra de las «colonias» francesas pobres, aunque se supone que Córcega forma parte de la Francia metropolitana… De modo que es lo mismo. Para los corsos, los francoargelinos representan a París. Hasta rechazan a Napoleón como a una especie de traidor: el gran héroe de los franceses, el asimilador. Los hermanos Simeone, que lideran el movimiento independentista, han adoptado como héroe a Paoli. ¿Has oído hablar de Pascal Paoli? En el siglo dieciocho luchó contra los franceses por una Córcega independiente… sería fascinante para nosotros, ahora… y para mi libro. Una revuelta popular que realmente está dentro de su alcance… los disturbios constituyen los problemas más serios de Córcega. El tema daría para un buen capítulo.
– Sería suficiente con que apartaras tu mente del estómago -cuando los amantes no pueden tocarse, se toman el pelo.
– Iremos en avión. Al cuerno con el transbordador.
– Yo querría viajar en ese hermoso barco blanco…
– Santo cielo, no quiero que me veas vomitar. Y no es un hermoso barco blanco. Rosa, sólo es una panza flotante llena de coches.
– ¿Cuándo? Espero no tener ningún problema con la visa. ¿Me dejarán entrar?
– Ya estás dentro. Como te he dicho está colonizada, es Francia…
Le apretó la muñeca, lleno de alegría.
Georges y Manolis se reunieron con ellos. Didier había puesto un viejo disco de Marlene Dietrich e hizo levantar a Tatsu de los cojines apilados en el suelo como en un harén escenificado. Ella no sonreía ni emitía risillas entre dientes mientras bailaba: la expresión de su rostro era otra. Manolis seguía con la mirada los pasos de Didier:
– Le estaba diciendo a Georges… beati, mais tres ordinaire.
Bailando, la expresión de la japonesita era distinta a como había sido siempre; ahora era grave, ensoñadora, plenamente expectante, y sentí lo que ella deseaba: vivir su época. Algo se nos debe. A las mujeres jóvenes, todavía chicas. La capacidad que experimento al bajar corriendo los callejones regados bajo jardineros para ir al encuentro del hombre que me dice que su carne se eleva cuando sus oídos reconocen el deslizar de mis sandalias, los fogonazos de brillantes sensaciones que me zarandearon en el punto desde el que veía el mar, la abundancia que persigo para mí en olorcillos que llegan desde atrás de las cintas de plástico de puertas abiertas de cocinas y los saludos de los barrenderos que se detienen a tomar un vaso de vino en el bar tabac. Los escolares salen a almorzar y un remolino de chiquillos atolondrados se enreda en mis piernas, sujetándose de cualquier sitio que ofrezca un asidero, regateo de un lado a otro como un guardameta, los brazos extendidos…
Veo que todo, todo, tiene que detenerse para acariciar a cada gato que adopta la pose de un león de Grimaldi en un umbral. O voy con los ojos vendados en la oscuridad de sensaciones que acabo de experimentar, sorda a todo salvo a una larga dialéctica de cuerpo y mente que prosigue en mi interior y en el de Bernard Chabalier cuando no estamos juntos. De pronto una mujer apareció ante mí; el otro día, una mujer en camisón me detuvo en una de esas calles cerradas que son la madriguera de mis amores. Una de las chicas, las lesbianas o bellezas de los años treinta. Por un instante creí que era Bobby.
Me cogió del brazo; los nervios de sus dedos se crisparon como pulgas. Las lágrimas formaban arroyos en las arrugas de su cuello. Ayúdame, ayúdame. Me asomé a su necesidad con el encogimiento y la cobardía ante la luz de una hora del día o de la noche que no se reconoce. Y eso era precisamente lo que en ella moraba: ¿Qué hora es? Quería saber si acababa de levantarse o si estaba lista para acostarse; se le habían escurrido las amarras de los días y las noches. Cuando le pregunté qué era lo que andaba mal, investigó mi rostro, la boca abierta y tensa, el lápiz labial manchando los pliegues verticales que interrumpían el contorno de sus labios: eso era lo que andaba mal… que no lo sabía, que no podía recordar qué era lo que andaba mal.
La alejé de la calle, a través de unos dobleces de nilón azul dejaba al descubierto el balanceo de sus oscuros pezones en el extremo de dos alerones de piel. La puerta de una casa pequeña - Lou Souliou escrito en hierro forjado- estaba abierta a sus espaldas. Le ofrecí ayuda para vestirse o volver a la cama (suponiendo que hubiera estado en la cama: ella misma no lo sabía). Pero en cuanto estuvimos dentro empezó a charlar con una animación normal y cotidiana. No mencionamos lo que había ocurrido en la calle. Se puso algo más parecido a un traje de terciopelo que a una bata. Me ofreció café… o vodka. Tenía que haber una botella de vodka en la nevera. ¿Un poco de zumo de tomate? Cuando oyó mi francés macarrónico respondió en inglés con el formal fraseo norteamericano de un personaje de Henry James. Fotografías y recuerdos en una acogedora habitación con tenue luz… como todas las casas de las mujeres que viven por aquí. Una vida de amplio alcance; algunos objetos parecían peruanos, mejicanos… de los indios norteamericanos. El panetiere provenzal con libros y pequeños tesoros detrás de sus barras de madera, el ahusado escritorio con fiorituras cargado de periódicos arrollados, sin abrir.
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