Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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Cuatro días y tres noches juntos en Córcega habían permitido a Rosa Burger y Bernard Chabalier degustar la experiencia de estar solos, una pareja en estado puro, la incomparable experiencia de que no corrían peligro de perder en el intento de prolongación que es el matrimonio. Pero la alegría sin exigencias -porque la presencia constante del otro, la sensación y el ritmo de la respiración, el olor, el tacto, la voz, la vista, la interpretación mutua era la provisión total- se convierte en una única exigencia unificadora. De la pareja; sobre el mundo, sobre el tiempo: volver a experimentar ese equilibrio perfecto. Una resolución impetuosa, fuerte, bronca, de ojos entrecerrados, fundida en deseo, rozando los límites, derribando todo lo que vuelve improbable e incluso imposible el tránsito de la voluntad. Rosa Burger y Bernard Chabalier no tenían muchas oportunidades de vivir juntos días enteros con sus noches mientras sus cuerpos se velaban mutuamente en el sueño como las efigies de tumbas vecinas que representan cuerpos enamorados y desertados por la muerte. Si los días y las noches han de contarse con los dedos, la suma es importante. A Rosa le pareció brillante la idea de Londres porque en un contexto urgente las ideas sólo tienen que ser factibles para resultar brillantes. Estaba en condiciones de complementar la ocurrencia básica de Bernard, su razón para ir a Londres. Un hotel era peligroso; por retirado que fuese, alguien que conociera a alguno de los dos podía alojarse allí; al fin y al cabo siempre existen sobradas razones para buscar lugares recónditos. Ella disponía de un piso… tenía acceso a la llave de un piso en Holland Park, que nunca había usado. Jamás había estado en Inglaterra, en Londres. ¿Le parecía bien Holland Park? A Bernard le encantó la idea de mostrar Londres a la jeune anglaise (los franceses del pueblo donde la había conocido no sabían hacer distinciones de origen entre los extranjeros de lengua inglesa). ¡Holland Park era ideal! Un corto trayecto en metro hasta el West End.
¿Y a qué distancia de la London School of Economics?
Ataques de risa y parloteo.
– Lejos de nuestra ruta, nunca la encontraremos, no te preocupes. Pero mi colega sí que vive en Holland Park y me conseguirá una habitación en casa de unos amigos éh? Será más barato que un hotel… y si alguien llama por teléfono -Rosa entiende la pausa, deduce, la anciana Madame Chabalier ha sufrido un infarto, de hecho dos, y siempre tiene que haber una manera de llegar a su hijo-, no tiene nada de particular que otra persona que vive en la misma casa atienda, ¿no?
Sí. Y otra vez sí. Sí a todo, a medida que empieza a alcanzarse lo que no se podía hacer, con el entusiasmo de las soluciones prácticas seguidas paso a paso y atentamente planeadas, porque la negligencia produce heridas y nadie debe resultar herido si Bernard Chabalier y Rosa Burger han de permanecer intactos e inalcanzables.
El 7 de septiembre Bernard Chabaiier reunió las páginas escritas a máquina y las notas manuscritas dispersas en ordenado desorden por toda la habitación donde había trabajado y hecho el amor, ambas cosas bien… tenía que admitirlo; testigo singular, esa habitación con la que no quería volver a enfrentarse bajo otras circunstancias, nunca… y volvió a París. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en la escuela donde era profesor. Una decisión razonable. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en las escuelas de sus hijos; ésa era la razón. Podía volver un día y entrar en su aula al siguiente… había enseñado muchas veces lo que debía enseñar, pero a sus hijos les gustaba que los acompañara cuando había que comprar lápices y cuadernos y zapatos nuevos como preparativos para el nuevo curso. Había hablado con Rosa acerca de su conciencia de que no sabía, más allá de cierto nivel elemental, cómo debía comportarse para ser lo que él mismo etiquetaba como padre «constante», cómo satisfacer necesidades que debía adivinar; por el momento se limitaba a hacer lo que parecía complacer más obviamente a los niños. No le dijo que la fecha que habían acordado para su partida correspondía a un caso específico. Este era el tipo de cosas que ella adivinaba y tendría que adivinar en la clase de vida que vivían y vivirían; no era necesario plantear el supuesto de que un «profesor» necesita una semana para asumir esta identidad. Amando a la chica, en cualquier sitio ajeno al estado puro, el principio de que nadie debía resultar herido invertía su posición de posible perpetradora en posible víctima. Si nada se decía y no obstante ella comprendía por qué él estaba comprometido consigo mismo a marcharse ese día, éste sería otro de los sobreentendidos que unirían firmemente a Rosa Burger y Bernard Chabalier.
Se fue un día distinto al que especificaba el billete aéreo. Las muchedumbres de vacaciones ya se habían marchado, pero los antiguos huesos de piedra de la aldea contenían la médula estival. El azul del mar, triunfante a pesar de su contaminación, era sólido. Por contraste, las montañas se esfumaban en delicados halos de bruma solar, sin memoria de la nieve, que nunca retornaría. En el coche de Madame Bagnelli aroma a geranios a través de las ventanillas en lugar de vapores de gasolina, y los viejos jugando bajo los olivos en el aparcamiento vacío de coches, tal como Rosa lo vería jugar a él cuando envejeciera. Conducía ella y tal vez su concentración (todavía incapaz de confiar en sus reflejos para mantenerse del lado derecho del camino en vez del izquierdo… como era norma en su lugar de origen) mantuvo a raya la desesperación que acometió a Bernard, de modo que a su lado las manos le temblaban y respiraba con la boca abierta.
Pero dentro de unas semanas se encontraría con ella en Londres. Entretanto le buscaría el apartamento en París, en el quartier del lycée; ella se instalaría en Londres a esperarlo, en el piso que siempre estaba a su disposición. El pediría una semana de permiso -no había faltado por enfermedad ni por estudios un solo día en diez años, le importaba un rábano que el trimestre acabara de empezar- y volverían juntos a París el mismo día, si no en el mismo avión, o sea juntos. No era una separación sino el inicio del compromiso de estar precisamente así: juntos. Ya no eran una de las aventuras de la aldea. El le telefonearía todos los días; una vez más volvieron a hablar de la mejor hora para hacerlo… también ella era muy hábil en los tejes y manejes de la intimidad. Rosa no lloró, pero él estaba impresionado por todo lo que había tenido que pasar con el fin de aprender a no llorar, algo que no podía desaprender. Todo eso cayó de nuevo sobre ella, pero de pronto volvió su pequeño perfil a la manera que se modifica el ángulo de un espejo para mostrar el rostro pleno, los grandes labios serenos, los ojos del color de las conchas de mejillones negros (Bernard tardó semanas enteras, muy influido por el entorno en el que se movía con ella e incluso -¡por fin!- reconociéndose a sí mismo como un ejemplo de la preocupación francesa: las cosas que comían, decidir el color).
– Tú eres el único hombre que he amado entre aquellos con los que he hecho el amor. Por eso siento que tú puedes hacer que todo sea posible para mí.
– ¿Qué cosas?
Rosa cogió la lengüeta del billete que sobresalía del contador en la barrera del aparcamiento del aeropuerto y no reaccionó en seguida cuando aquélla se levantó. El le observó la boca con la apasionada atención de los placeres que allí encontraba. La mandíbula era casi fea; ella se empeñaba tan poco en ocultar algo nada bello como en fomentar las hermosuras de su semblante. Sus labios se movieron en busca de formas para la plenitud: el placer de sí misma, la inocente y jactanciosa confianza de ser, la certeza de dar lo que seria recibido, aceptado sin cuestionamientos. Antes de arrancar lo intentó.
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