Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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Mío es el rostro y mío es el cuerpo cuando Noel de Witt ve a una mujer una vez por mes. Si alguien en nuestra casa -en esa casa, tal como tú me la has hecho pensar- lo comprendió, nadie lo tuvo en cuenta. Todavía vivía mi madre. Si lo pensó, si lo vio -y al menos ella podría haber considerado esta posibilidad-, decidió no verlo. A solas en la cabaña de latas contigo, cuando no tenía nada más que pensar, cuando callaba, cuando no te interrumpía, cuando no podías sacar nada más de mí, cuando no te prestaba atención, la acusaba. Cortaba ramas en el jardín suburbano convertido en vertedero de basuras donde estaba aislada contigo. Las hierbas rompían filas cuando yo pisoteaba papeles retorcidos sucios de excrementos humanos, botellas y trapos tirados entre los aromáticos matorrales donde solían perderse las pelotas de tenis. Lo acusaba a él, a Lionel Burger, por saber, como sin duda sabía, que yo haría lo que debía hacerse.
Todos los meses me decían qué debía comunicar con el pretexto de mi carta de amor. Por la noche, sentada en la cama de mi antigua habitación en esa casa, fumando cigarrillos cuando todavía no tenía dieciocho años, escribía una y otra vez las quinientas palabras. Nunca sabía si había logrado escribir con el efecto de una simulación (para que él lo leyera como tal) lo que en realidad sentía por Noel tan tierna y apasionadamente. Las fechas de mis visitas debidas estaban señaladas en el calendario de atrás de la puerta de mi dormitorio, iguales a las que marcaban el paso de los días en mi diario, en el que (bien amaestrada) nunca escribía nada que pudiera proporcionar indicios de mi vida. Cuando finalmente llegaba la noche anterior al día propiamente dicho, me lavaba la cabeza; antes de partir hacia la cárcel me ponía perfume entre los pechos y también me frotaba un poco el vientre y los muslos. Escogía un vestido que dejaba mis piernas al descubierto, o pantalones y una camisa que enfatizaban mi femineidad con su ambigüedad sexual. Huéleme, olfatea mi carne. Encuéntrame, recíbeme. Todo ello en un irreflexivo impulso de necesidad e instinto que podríamos llamar inocente y que tú denominabas «real». Siempre llevaba una flor. En general los carceleros no permitían que él se la quedara (de vez en cuando la sentimentalidad de alguno hacia las «noviecitas», o la vicaria excitación sexual que obtenía otro haciendo de alcahuete, lo llevaba a dejar pasar el regalo). Yo mantenía la flor en mi regazo o retorcía el tallo entre las manos, donde Noel podía disfrutar de su visión y saber que era para él.
Leyendo en el coche mientras me esperaba al otro lado de las puertas de la cárcel, mi madre levantaba la vista al oírme volver, con la expresión sagaz, ansiosa, cómplice y acogedora con que me aguardaba de pequeña a la salida de la escuela los primeros días de clase. ¿Lo había hecho bien? Allí estaba mi apoyo, mi recompensa y la garante a quien había contratado para mi actuación. En casa, mi padre, con las manos sobre mis hombros detrás de la silla en la que me sentaba a la mesa (su forma, desde que era pequeña, de acariciarme cuando volvía de ver sus pacientes y se detenía allí un momento) me interrogaba acerca de lo que Noel había logrado transmitir bajo el disfraz del amor. ¿Era verdad que Jack Schultz había sido trasladado a otra sección de la penitenciaría? ¿Habían hecho los presos políticos una huelga de hambre durante dos días la semana anterior? Yo siempre recordaba exactamente lo dicho en el diálogo entre Noel y yo, aunque -como ocurrió más adelante con mi padre- había otros presos que hablaban con sus visitantes al mismo tiempo y muchas voces se cruzaban caóticamente con la suya y la mía. Recordaba palabra por palabra, el giro exacto que Noel había dado a una frase, su cadencia… de modo tal que al descifrar su significado -intercambiando miradas para confirmar la interpretación-, mi padre, mi madre y yo podíamos tener la certeza de que cada matiz había sido deliberado. También contaban con que yo había encontrado la forma de transmitir los mensajes que me habían confiado.
Cuando me dieron el carnet de conducir y empecé a ir sola a la cárcel para visitar a Noel, después de verlo conducía lentamente alrededor de los límites de los edificios de ladrillo rojo enjaulados en alambre de púas, con altas atalayas donde descansaban las armas y las luces. Vueltas y vueltas en primera, tantas veces como me atrevía para no despertar sospechas. Observé que no había escapatoria. Si es que eso era lo que buscaba; tal vez esperaba una señal -detrás de esos muros a cuya base ni siquiera se permitía la proximidad de una hierba, tan imponentes y recónditos y sin embargo tan vulgares- que me informara dónde estaba ahora él, en una celda cuya rendija hueca de malla metálica podía ser ésta o aquélla. Me dejaba atolondrada el esfuerzo de seguir mentalmente sus pasos por los pasillos que había vislumbrado, a través de los olores de desinfectantes para retretes, de cera para suelos, de carne nauseabunda cociendo a fuego lento, cuyos efluvios había percibido. Si apartaba la mirada de los muros y la dejaba posarse en las casas de los carceleros, solía ver a unos niños jugando en los pequeños jardines, mientras chirriaban las cadenas oxidadas de sus columpios. Resultaba más fácil seguirlo hasta otra vida que él podía estar viviendo, conmigo en una granja (la que conocí de niña, con ramas de tabaco fláccidas como guantes vacíos en el cobertizo de secado); él quería ser granjero (yo había reunido toda la información posible) aunque se había licenciado en ciencias y trabajaba en una fábrica de pinturas antes de convertirse en preso político. ¿Por qué razón debía ir yo a Tanzania o ser rescatada por Marcus y su mujer en Suecia? ¿Por qué no podíamos irnos Noel de Witt y yo a cultivar la tierra, a criar hijos míos que se parecerían a él, a plantar zarzos o tabaco o maíz o cualquier cosa que él quería hacer florecer y no podía, así como un nudo de hierba resistente era incapaz de abrirse paso entre los ladrillos de esos muros?
Hice -como tú dices- lo que se esperaba que hiciera. No era una impostora. Una vez por mes iba a donde me enviaban para llevar sus mensajes y recibir los de él; una chica se presentaba ante él con los labios sonrientes, la mirada fija aunque evasiva, los pechos un poco caídos cuando se agachaba, una flor como símbolo de lo que guardaba entre las piernas. No despreciábamos a las prostitutas en esa casa -nuestra casa-: las veíamos como víctimas, por fuerza, mientras perdurara cierto orden social.
Cuando Noel de Witt cumplió la condena, las autoridades carcelarias, como hacían a menudo con los presos políticos, le abrieron las puertas a primerísima hora de una mañana, pocos días antes de la fecha prevista para su liberación, y le dejaron salir con la vieja bolsa de una línea aérea llena de ropa y el reloj que le habían quitado al ingresar dos años atrás. El sabía que lo proscribirían o decretarían el arresto domiciliario una semana después; tenía escondido en la ciudad un pasaporte australiano con el que podría abandonar el país si era lo bastante rápido. No se atrevió a ir a nuestra casa. Desde una de las verdulerías portuguesas que abren cuando llegan del mercado las provisiones, al amanecer, telefoneó a alguien que vivía en la periferia y en quien podía confiarse que ahora hiciera lo que correspondía, como yo lo había hecho antes… alguien que tenía el pasaporte australiano a buen resguardo. Al llegar a Inglaterra, Noel envió una carta a través de otro contacto, informándole a mi padre de estas cosas. Había una nota adjunta para mí, tierna y divertida, en la que me agradecía las cartas que tanto le habían alegrado, las visitas que le habían permitido seguir adelante, los dulces que con zalamerías había logrado que le entregara el jefe de carceleros Potgieter, los libros inteligentemente elegidos que había conseguido hacerle llegar porque eran esenciales para sus estudios. Frases de un veterano de hospital agradecido. Llegaron flores sin tarjeta y me dijeron que Noel había dejado una parte del poco dinero que tenía para que me las enviaran.
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