Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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Cada vez pasaba más tiempo atrincherada en las dos habitaciones cuyas puertas decían ESTRICTAMENTE PRIVADO – STRENG PRIVAAT, en el extremo de la galería. Estas habitaciones no tenían número. Había, en cambio, en el lado exterior de una, un reloj de madera con grandes agujas, un cuco de alambre y plumas, y una inscripción en pirografía: Querido amigo, si viniste y no estábamos, por favor antes de volverte escribe tu nombre. Y la hora. ¡Vuelve! COEN Y VELMA NEL. De una cuerda colgaba un bloc pero faltaba el lápiz. El artilugio era fácilmente reconocible para cualquier chico como algo del propio sistema de significados de la infancia. Más allá de todo talismán hay un mundo personal no relacionado y por lo tanto no afectado por lo que se pierde o se gana, lo que desaparece o es sustituido, en acontecimientos a cuya merced se encuentra el niño. Ella sabía reconocer un símbolo, una contraseña, cuando los encontraba. Nunca salía del hotel de los Nel sin alargar la mano y situar las agujas de madera en la hora de salida. (A ella y a Baasie les habían regalado relojes para navidad. Siempre se acordaba de quitarse el suyo antes de bañarse; Baasie no lo hacía.)

Desaparecía debajo del falso reloj de cuco mientras corría pasillo abajo en medio de un juego con los hijos de los huéspedes del hotel. Niños que también desaparecerían por la mañana. Pero en esas dos habitaciones que mostraban la leyenda STRENG PRIVAAT nadie podía pasar una noche como en los otros cuartos del hotel, dirigiéndose temprano, a la mañana siguiente, al Parque Kruger o a la siguiente parada de la ronda rural de un viajante de comercio, las camas rápidamente deshechas por las camareras Selena y Elsie bajo las luces que dejaron encendidas los que se fueron, la bandeja del café matinal y las botellas de cerveza vaciadas por la noche en el pasillo. Todas las habitaciones numeradas eran iguales, todo el papel higiénico rosa; las alfombras angostas junto a las camas tenían motas color mostaza; entre las camas gemelas una radio sujeta a la pared y encima de cada cabecera una reproducción en colores de una escena callejera con idénticos árboles, taxis, gente bebiendo, chicas con tacones altos, y caniches. Rosa sabía leer muy bien pero los carteles de las tiendas estaban escritos en un idioma extranjero; la única palabra reconocible era «París»… un lugar distante, en Inglaterra, explicó a Selena y a Elsie mientras las seguía de habitación en habitación, hablando alto para que la oyeran a pesar del ruido de la aspiradora y de la radio que dejaban encendida mientras trabajaban.

Las dos habitaciones donde no se permitía la entrada de huéspedes eran tal como cualquier niño habría deseado, como ella misma las habría planeado: abarrotadas, repletas de tesoros cuyo origen era tan individual como anónima la uniformidad del mobiliario del hotel, un mausoleo de fotos de boda y de bebés, souvenirs y curiosidades naturales. No había libros ni flores, no se parecía en nada a la casa -la casa de su padre-, pero guardaba tanta relación con el hotel como el armario lleno de tesoros de un chico con el ámbito de sus padres. La luz se filtraba por los barrotes de las ventanas contra ladrones, acogedoras con sus lianas de cortinas de tul y los sinuosos rododendros. Se tendía en la espesa alfombra del rojo que surge al cerrar los ojos para protegerse del sol, y miraba revistas de mujeres y el «Farmer's Weekly». Con un dedo menos en una garra, un periquito levantaba un párpado y luego el otro. Un cenicero de concha de perlelemoen, un juego de té de Limoges en miniatura, un fragmento de fósil, una caparazón de tortuga, plumas de ibis sagrado con la punta negra que alguien había metido en un vaso de Vat 69… cada objeto cargado de recuerdos que ella sentía sin conocer la historia; el fértil desorden de fines personales perseguidos se encontraba allí, en su lugar.

Aunque nadie podía ir a esos cuartos, Rosa estaba autorizada a entrar y salir cuando quisiera. Por las mañanas, con el perro del hotel caracoleando en tres patas, vagaba por las amplias calles de tierra de detrás del camino principal. No se cruzaba con casi nadie; una mujer blanca que iba a la compra a pie, una bicicleta zigzagueante. Las casas -pequeñas y estropeadas, con techo de hojalata, oscuras galerías y ventanas que nunca se abrían, o a la buena de Dios, con aguilones chabacanos que parecían buñuelos- no daban señales de vida salvo por el cloqueo de las gallinas y el frenesí de los perros que, como el que la acompañaba, estaban emparentados con el común progenitor de un cruce de pomerania y fox-terrier muy ladrador. Un cruce paralelo de jardines producía, a lo largo de las calles, la misma lujuria deslumbrante de buganvillas de color cereza, un dorado diluvio de trepadoras, hibiscos morados, el mismo mazapán rosa y crema rodeado del dulce confeti de sus propias flores colgantes, los mismos helechos aliagas y verdes papayos: los jardines «tropicales» artificiales de elegantes hoteles en balnearios de cualquier otro paraje del mundo. Se desenredaban en manchones de maíz y calabaza donde terminaba la aldea, en metal caqui y herrumbrado fundiéndose con el veld. Cuando llegaba a estos serenos, silvestres y dormidos límites, repentinos crujidos conscientes de ella -la presencia de ratas o culebras, en una ocasión un nido de minimos que bufaron y huyeron- le volvían la espalda.

Pero había mojones. Llegaba hasta un espacio de empedrado roto en el interior de bucles de cadena oxidada donde se devanaba los sesos con las letras grabadas en un obelisco de piedra, aunque ella era, como le decía tío Coen, «una señoritina bóer» que conocía su lengua materna, el afrikaans. La inscripción estaba en holandés y se remontaba a la época de la República Bóer del Transvaal; conmemoraba el emplazamiento de la primera Gereformeerde Kerk [Iglesia Reformada». (N. de la T.) ] del distrito. Otra calle terminaba en la iglesia adonde la llevaba la familia Nel los domingos, con un sombrero prestado. Era un edificio nuevo, de esos que marcaban la existencia de una aldea desde kilómetros de distancia, en cada curva del paisaje. Su punta recubierta de cobre se hincaba en el cielo como un clavo trilátero gigantesco y brillante. La calle paralela al sendero más directo desde el veld hasta la localidad era el sitio donde negros o negras viejos la saludaban como si fuera adulta, donde los niños negros reían entre dientes y hablaban de ella, estaba segura, cuando pasaban a su lado con un pan o un paquete sobre la cabeza. Una vez un grupo que jugaba a una especie de «pilla pilla» rompió un paquete y cuando intentó ayudarles a recoger los gruesos granos de la harina de maíz derramada, se dio cuenta de que no sabían hablar afrikaans ni inglés.

Estaba descansando en el asiento que había descubierto por sí misma -las sólidas raíces superficiales de un marula, otro mojón-, cuando el anciano oom que solía sentarse a charlar en la galería del hotel con quien quisiera escucharlo, pasó por allí. Caminaba tan lentamente, aparentemente usando su rígida cadera como bastón más allá del cual arrastraba la otra pierna, que lo reconoció desde lejos. Se detuvo a su lado y le habló en afrikaans.

– ¿Qué hace una niña fuera de la escuela a esta hora? -ella sólo pudo reír sin responder, como habían hecho los negritos cuando les dirigió la palabra-. ¡Niña mía! ¡Venga! ¡Ve a casa! Tu madre te está esperando. Tu pobre madre espera que vuelvas de la escuela.

Se levantó y se sacudió el vestido. El perro olisqueó los pantalones del viejo y se alejó de un salto, ladrando. Ella no le dijo: mi madre está encarcelada. El no podía entenderlo. La cárcel estaba camino abajo, detrás de la comisaría donde ondeaba la bandera. Un pequeño edificio de piedra y en el patio del fondo, donde guardaban el coche celular, barracas de hojalata con ventanas enrejadas. Los reclusos eran negros descalzos con pantalones cortos y flojos a quienes cualquiera podía ver cortando la hierba con pedazos de hierro afilado alrededor de las oficinas municipales.

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