Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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Daniel, el camarero del bar que atendía las mesas de la galería, se sentaba en una caja de cerveza volteada, en la acera, cuando no había parroquianos. Usaba una chaquetilla de color rojo con solapas negras de gro que olía penetrantemente a sudor cuando movía los brazos, corbata de lazo, gorra roja y negra con visera, zapatos de charol negro cuyo lustre se agrietaba sobre las extrañas protuberancias de sus pies. Al igual que Selena y Elsie, iba andando a través del polvoriento veld desde la localidad, todos los días. Rosa brincaba en la acera, yendo y viniendo delante de él mientras hablaban. Le describió Johanesburgo, que él nunca había visto.

– Cuando usted se vuelva yo también iré. Iré a trabajar a su casa. Con su padre.

Ella respondió que no, que Lily Letsile trabajaba para su madre y su padre. El le informó que tenía cinco hijos y que enviaría a uno de los chicos a trabajar en su jardín.

– ¿Cuántos años tiene?

– Se está haciendo grande. Me parece que ahora se acerca a los trece.

– Entonces tendrá que ir a la escuela en vez de trabajar en el jardín. Los niños no trabajan. Pero es demasiado grande para ir a la escuela con Baasie y a la mía sólo van niñas.

Daniel rió y rió, como si hubiera dicho algo muy divertido.

De pronto le dijo:

– Mis padres están en prisión.

Daniel bajó y meneó la cabeza, soltó unos gañidos, refunfuñó y le clavó una mirada de reproche.

– No diga eso de sus padres. Siempre la cuidan bien, la envían a una escuela hermosa, hacen todo por usted. No diga eso.

El camarero blanco tenía patillas negras y la piel brillante; usaba un cinturón con una hebilla en forma de cabeza de león. Una vez se lo quitó y persiguió a Tony y al primo para echarlos del bar cuando estaban fastidiando, pero sólo era un juego. Daniel le contó a Rosa que Baas Schutte usaba el cinturón si descubría a alguno de los camareros robando bebidas; éste era el tipo de charla que permitía pasar las horas, en la calle.

– ¿Tú lo viste? -no estaba del todo convencida de que alguien pudiera golpear a un adulto, aunque sabía que alguna gente abofeteaba a sus hijos.

– ¡Allí, en el patio! ¡Lo tenía agarrado y el muchacho no pudo escapar! ¡Baas Schutte es muy fuerte! -Daniel rió otra vez.

– ¿Cuál de los camareros?

Los conocía a todos; le llevaban su comida, entrando y saliendo a paso quedo por las puertas de batiente del comedor a la cocina, con sus ráfagas de olores y ruidos; jugaban por dinero con tapas de botella o se echaban a fumar bajo el sol fuera de la cocina.

– ¿Jack? ¿Era Jack? -había oído una discusión de tía Velma con Jack por la mostaza seca en los potes de metal que ponían sobre las mesas.

– ¿Jack? Jack no es camarero del bar! ¿Por qué se preocuparía Baas Schutte por Jack? El que digo ya se ha ido. No puede trabajar más en los alrededores. Se ha vuelto a su tierra. ¡Le tiene mucho miedo a Baas Schutte! -Daniel batió palmas en su bandeja de hojalata.

Harry Schutte solía llevarla a su lado cuando salía en la furgoneta donde se leía el nombre del hotel y las palabras «Venta de licores». Bajaba de un salto en casa del contratista de portes, en la ferretería, en la agencia de propiedades y seguros donde trabajaba su novia; parecía olvidar a Rosa, pero siempre volvía con un helado o una pipa de regaliz para ella. La novia se apoyaba en la ventanilla de la furgoneta y coqueteaba con él a través de la niña.

– ¿Cuándo volverá tu mamá del extranjero? ¿No quieres venir a quedarte conmigo? Tengo una casa muy bonita. ¿No es verdad, Harry? Y también dos cachorros… pregúntale a Harry.

Cinco semanas después de haber llegado con su hermano, Rosa estaba sentada en la caja de Daniel mientras éste atendía a la gente que llenaba las mesas de la galería desde media mañana. Era sábado. Un grupo de colegialas voluptuosas vestidas de deporte bajaban a saltitos por la calle principal, camino de una reunión deportiva. Unas mujeres negras vendían tortitas de maíz mientras sus bebés se arrastraban por debajo de las toallas de colores que usaban como chales. Granjeros cuyos sombreros ocultaban sus ojos esperaban a esposa e hijos que entraban y salían precipitadamente de las tiendas, chupando golosinas y apretando paquetes. Niños negros que iban detrás de sus padres humildes, desastrados y descalzos, cubiertos por encima de las rodillas con uniformes escolares que sólo se podían dar el lujo de comprar una vez en años, de modo que los pequeños parecían alfeñiques con vestimentas enormes, y los más grandes llevaban versiones reventadas y casi irreconocibles de los mismos. Jóvenes petimetres blancos aceleraban levantando polvo bajo las ruedas de sus coches, cuyas radios dejaban oír fragmentos de música. Jóvenes negros en simbólica imitación del mismo estilo -una bicicleta con manillar de carrera, un transistor en bandolera, cierta manera de gandulear contra las columnas del bar griego donde vendían cucuruchos de pescado con patatas fritas, enfrente del hotel- cruzaban de vez en cuando, obligando a los coches a eludirlos, para recoger colillas de cigarrillos que tiraban los parroquianos del hotel en la galería. Daniel sudaba en su ajetreo; los clientes subían los peldaños más allá de Rosa: grandes piernas marmóreas de una joven que le pidió a gritos una coca-cola con doble ron, primorosas chiquillas con bolsos en miniatura que entraban de la mano en el hotel. Pregúntale al chico dónde está el servicio. Los padres ante sus cervezas como si no se conocieran, las abuelas desparramadas en sus asientos como pan fermentado; los frágiles abuelos a quienes gritaban sus hijas de edad mediana, las jovencitas mohínas que no miraban a su familia, sorbiendo en pajitas con los ojos entrecerrados, pretendiendo hacer caso omiso de las miradas de los transeúntes. Esposas de granjeros con cajas de pasteles intercambiaban gritos de saludo por encima de la cabeza de Rosa. El perro del camarero la ignoraba en el erizado placer de acercarse al pomerania del empleado del ayuntamiento de cuya estirpe era descendiente lejano. Esta vida ordenada rodeaba, cubría, envolvía a Rosa; el orden del sábado, el orden de la jerarquía familiar, el orden de los negros en la calle y los blancos a la sombra de la galería del hotel. Su flujo la contenía mientras hacía tamborilear sus talones desnudos encima de la caja de Daniel, sus voces la protegían. De repente se asomó su tía con la confidencial sonrisa de comediante de una mujer de mandíbula prominente.

– ¿Sabes una cosa? Mami vendrá a buscaros.

Al nivel de sus ojos pasó un crío que retenía en su puño un dedo de la manaza de su padre.

– ¿Y papi?

– Todavía no, Rosa.

Los cargos contra su madre habían sido retirados. Su padre salió en libertad bajo fianza poco después de que ella y su hermano volvieran a casa; el proceso duró veintiocho meses hasta que el tribunal anuló las acusaciones contra él y otros sesenta encausados entre noventa y uno sometidos a juicio. Entonces hubo una fiesta en casa de los Burger, más alegre que cualquier boda, más catártica que culquier velatorio, más triunfal que cualquier stryddag celebrado por los granjeros del distrito de Nel en honor del poder blanco, herencia de sus antepasados que Lionel Burger traicionó.

Ahora eres libre. El conocimiento de que mi padre no estaba allí, no estaría allí nunca más, que no quedaba sencillamente oculto por los muros y las ventanas con rejas; el infantil dolor de tripas que me abandonó en medio de todos los que necesitaban gemir, aullar, mientras yo no podía decir nada, no podía decírselo a nadie: repentinamente fue otra cosa. Ahora eres libre.

Yo le tenía miedo: el tipo de descubrimiento que lo deja a uno frío y precavido.

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