Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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¿Qué hace uno con este conocimiento?
La autoritaria alegría de Flora Donaldson en manejar la vida de otros me vio partiendo a otro país: siempre en África, por supuesto, porque era el sitio donde mi padre había ganado para todos nosotros el derecho a pertenecer. ¿Acaso no era éste nuestro pacto, ocurriera lo que ocurriese? Me viste en la cárcel. Realmente, finalmente, inevitablemente. Tú no me visualizabas marchándome, viviendo una vida distinta a la que la única necesidad -¿necesidad política?- me había hecho llevar hasta ese momento. Tú, siempre mirándote el ombligo a la caza del «destino individual»: ¿no comprendiste que todo lo que aquella chica hacía surgía de lo que existe entre hija y madre, hija y hermano, hija y padre? Cuando me mostraba pasiva, en esa cabaña, si hubieras sabido… Yo luchaba con un monstruoso resentimiento contra la llamada -¡no del Partido Comunista!- de la sangre, de los genes compartidos, del semen del que había brotado y del cuerpo en el que había crecido. Estaba a las puertas de la cárcel con un edredón y un mensaje escondido para mi madre. Tony está muerto y no hay otro hijo para ella, salvo yo. Doscientos diecisiete días con el pañuelo de cachemira en el bolsillo, mientras los testigos ocupaban y desocupaban el banquillo condenando a mi padre. Mi madre está muerta y sólo quedo yo para él. Sólo yo. Mis estudios, mi trabajo, mis amores deben adaptarse a las visitas bimensuales a la cárcel, de por vida, mientras él viva… si hubiera vivido. Mis profesores, mis jefes, mis hombres tienen que aceptar esta prioridad. No tengo pasaporte porque soy la hija de mi padre. La gente que se relaciona conmigo debe estar preparada para ser sospechosa porque soy la hija de mi padre. Y hay más, más de lo que sabes… yo quería ser abogada, pero no tenía sentido: era muy improbable que a mí, la hija de mi padre, me permitieran ejercer el derecho. De modo que tuve que ser otra cosa, cualquier cosa, algo que pasara como políticamente inocuo, por qué no en el campo de la medicina, yo, la hija de mi padre. ¡Y ahora él está muerto! ¡Muerto! Merodeé por aquel jardín abandonado -descendiente de la vieja Lolita cazando dioses hotentotes en la hierba que había cubierto la pista de tenis- y supe que tenía que haber deseado su muerte, que el regocijo y la tristeza eran lo mismo para mí.
Teníamos en común terribles secretos infantiles en la casita de latón. Tú puedes follar con tu madre, yo puedo desear la muerte de mi padre.
Hay más. Más de lo que adivinaste o me sonsacaste en tu curiosidad y envidia, hablando con las luces apagadas, más de lo que yo misma sabía o quería saber hasta que empecé a escucharte, incapaz de detenerte, aunque la forma de tus pies conservada por el sudor en tus calcetines tirados, la duda de que el dinero del bolsillo pequeño sin el botón en la cintura de tus téjanos fuera a parar donde el vigilante confiaba que fuera… estas familiaridades veniales de la exudación corporal o la tortuosidad mental me eran repugnantes aunque no las criticaba ni las revelaba por lealtad. Como cuando mi hermano Tony birlaba sellos del escritorio de mi padre y los vendía un céntimo o dos más caros que los de Correos a los sirvientes de los alrededores que escribían a sus hogares de Malawi y Mozambique, o cuando se delataba a sí mismo soltando pedos de angustia cada vez que mentía, pobrecillo. La mañana del sábado que Tony se ahogó lo vi llevar a sus amigos a nadar y le dije que no fanfarroneara zambulléndose. Me lo prometió, pero yo me olí algo raro.
Hay más aún. Mi sueco, el Marcus cuyo nombre no sacabas a colación porque pensabas que sería doloroso para mí, no tenía importancia, daba igual que se fuera o se quedara. Lo que hubo entre nosotros… como dice el lenguaje del contrato emocional… Eso es fácil. Quería hacer una película sobre mi padre, en Estocolmo. Sería un collage de pruebas documentales de acontecimientos y vínculos ficticios, en la que un actor interpretaría el papel de mi padre. Yo tenía que revisar fotos de actores suecos y decir cual consideraba más parecido a Lionel Burger. Porque Marcus nunca pudo verle, desde luego. Ni siquiera tal como estaba entonces, en la cárcel. Un fin de semana fuimos juntos a una aldea del Transvaal para que le mostrara el tipo de ambiente en que había crecido mi padre. También fuimos a Ciudad del Cabo porque allí asistió mi padre a la escuela de medicina. Claro que no fue ésta la razón que el sueco le dio al rector. Entró en la escuela para filmar algunas tomas, explicando que estaba haciendo una película acerca de los sorprendentes trasplantes cardíacos de Sudáfrica. Pero la verdadera razón para ir a Ciudad del Cabo no era siquiera aquella que ocultamos, la verdadera razón fue hacer el amor en el mar. El experimentaba por la naturaleza la pasión sexual que, imagino, es peculiarmente nórdica. Algo que tiene que ver con el frío y la oscuridad, y con el breve período en que no hay noche y nadie duerme. El lo llamaba «verano de la libélula», como un largo y extraordinario día brillante en el que se cumple un ciclo vital completo.
Nosotros aceptamos la naturaleza con más indiferencia, el sol siempre está aquí. Excepto en la cárcel; incluso en África, las cárceles son oscuras. Lionel me contó que el sol nunca entraba en su celda, sólo el reflejo coloreado de algunos atardeceres, que formaban un paralelogramo cubierto por la delicada luz perlada, quebrado por la interrupción de los barrotes, sobre la pared opuesta a su ventana.
El sueco tenía las nalgas tan bronceadas como la espalda y piernas: una unidad, como si su cuerpo no tuviera secretos. Era hermoso. Y lo sea o no yo, él lo creía y extraía de mí -es la única forma que tengo para describir el orgullo y el aprecio, la sencillez de su paciencia y su habilidad- tres orgasmos, uno tras otro, cada placer prolongado hasta los límites del anterior, así como el agua roza su propia línea de la marea alta en la arena. Nunca me había ocurrido antes. Y cuando Lionel murió, me escribió. Dijo que intentaría pasar un fragmento de la película inacabada si el grupo antiapartheid escandinavo celebraba una reunión en su memoria. Se había ofrecido a conseguirme, a través de las relaciones de su mujer, un pasaporte en el extranjero, si alguna vez podía marcharme. Tal vez desde su seguridad, desde su estado benefactor en el cual los grupos de izquierdas eran como asociaciones de madres o Rotary Clubs y las perspectivas socialistas no contenían ningún peligro, ser durante uno o dos meses el amante de la hija de Lionel Burger era lo más parecido a acercarse a las barricadas. No me molesta. ¿Qué otra cosa era yo?
Te conté que mi «noviazgo» con Noel de Witt era un ardid para que pudiera mantenerse en contacto estando encarcelado. Me dijiste, con la insistente apetencia de los que sienten curiosidad por aquello con lo que no quieren tener nada que ver: Te refieres al movimiento comunista clandestino. ¿Te usaban para mantenerse en contacto con él?
Sí, naturalmente, era lo obvio, una excelente idea, resolvieron todos.
– ¿En esa casa?
Sí, claro, en nuestra casa; era lo natural, a nadie se le ocurriría sospechar. Noel era uno de los compañeros conocidos de mi padre, de cualquier manera vivía prácticamente con nosotros y no tenía nada de extraordinario que supuestamente pensara en casarse con la hija de Lionel Burger. Las prometidas tenían los mismos privilegios que las esposas de los prisioneros: visitas, cartas y demás. Sin mí Noel no habría tenido a nadie; era medio portugués, su madre tenía la entrada prohibida en Sudáfrica porque era simpatizante del Frente de Liberación de Mozambique y en una ocasión había sido arrestada por los portugueses; su padre había desaparecido en algún lugar de Australia. ¿Quién podía haberle llevado libros y papel para escribir? Mis padres sabían lo que significan estas cosas cuando estás adentro: la visión de un rostro indicativo de que el exterior todavía existe, un rostro que supone que otros siguen adelante con lo que ha de hacerse. E incluso el ingenio, la burla al director de la cárcel, que no puede negarle a una «novia» el permiso para ver a su chico, los carceleros que sienten una furtiva complacencia incluso con un comunista cuando éste mira a su novia desde el otro lado de la barrera de la sala de visitas… eso daba confianza. Esta era una de las satisfacciones que no pusiste en la lista de nuestros placeres en esa casa: ser más listos que la policía. Noel entró alegremente en el espíritu de la cuestión. Cuando notó el anillo que había aparecido en mi dedo en la primera visita, no dejó de preguntarme si estaba segura de que me gustaba. ¿Segura, completamente segura? Insistía con la gozosa persuasividad de quien sabe que ha elegido exactamente lo que su amada deseaba. Mi madre consiguió el anillo que yo llevaba pidiéndoselo a Aletta Gous, sabiendo que ésta revolvería cielo y tierra en busca de lo más acertado, en este caso un pequeño diamante redondo engarzado en un montículo de metal fíligranado color acero, pieza indispensable para prometerse en una aldea. No creo que fuera falso; en algún momento de los años treinta, Aletta había sido una jovencita de una población rural y había estado a punto de casarse con el joven que llevaba el garaje de su padre y era ujier en la iglesia de una secta holandesa reformada denominada los Pinksters. Cuando se proscribió a sí misma fugándose a la ciudad y participando en reuniones callejeras del Partido Comunista, probablemente alardeó de su garboso desdén por las convenciones burguesas violadas conservando su endeble argolla.
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