Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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Hasta los animales poseen el instinto de apartarse de los sufrimientos. El sentido de la huida. Tal vez fuera una enfermedad no poder vivir la propia vida a la manera de ellos (aunque no a tu manera, Conrad), con la justicia definida en términos de respeto a la propiedad, la inocencia defendida en sus privilegios infantiles, el amor en su procreación y los cuidados sólo entre sí. Es una enfermedad no estar capacitado para pasar por alto esta condición de una vida sana y corriente: el sufrimiento de los demás.
Rosa Burger era de las personas que a mediodía comían en una plaza pública. El fresco viciado de las oficinas con aire acondicionado que acababa de dejar se evaporaba bajo el sol y los tibios sonidos de las palomas. Había una estatua. Las siseantes espitas de una fuente donada por una compañía minera suavizaba el ruido del tráfico y las voces; comió los sandwiches y la fruta que había comprado en una tienda que le quedaba de paso, todo envuelto en una ceñida membrana de plástico; otros compartían un picnic de amantes que sacaron de una cartera que los separaba en un banco del parque. Los niños y los ávidos pichones que se contoneaban eran alimentados con los mismos bocados de cardenal, unas chicas indias comían delicada y reservadamente con los dedos comidas al curry que habían comprado ya preparadas. En la hierba, unas mestizas se burlaban, cotilleaban y reían blandiendo huesos de pollo; unos negros con sus medias barras de pan en pedazos menudos tiraban del centro blanco como torundas de algodón. Había cubos de basuras con leyendas publicitarias (¿Por qué estar solo? Sal esta noche con una de nuestras encantadoras acompañantes) donde se arrojaban las sobras, que a su vez eran recogidas -mientras las palomas se ocupaban de lo que quedaba en la grava y la hierba- por diversas personas en diversos grados de necesidades. El chico que conducía al mendigo ciego buscaba patatas y pollo apenas mordido, otros negros agitaban paquetes de cigarrillos vacíos, y había mujeres y hombres blancos -andrajosos pensionistas y viejas con rala cabellera anaranjada y labios rojos inexpertamente dibujados a la luz de una vista defectuosa, que podían ser prostitutas en desuso- que escarbaban y se asomaban para hallar algo que les diera satisfacción. Las mujeres guardaban lo que encontraban en las bolsas de la compra hechas jirones; los hombres estiraban los periódicos recogidos.
Algunos negros dormían profundamente sobre la hierba, boca abajo; podían haber estado muertos. En los bancos que otros evitaban, vagabundos blancos con ojos azules de borracho y el fugaz atildamiento del pelo alisado en los servicios municipales, se acercaban entre sí con aspecto confidencial, iban y venían con la perruna y arrastrada dedicación de un único propósito: encontrar dinero para comprar una botella. De vez en cuando uno de ellos -que eran accesorios fijos del lugar, lo mismo que las palomas- se apartaba de los demás, borracho, dormido, o en una actitud de inercia e inmovilidad que no era ninguna de ambas cosas. Al ver a uno de ésos, Rosa eligió un banco al otro lado del paseo. Pero no tenía por qué pensar que el hombre se pondría pesado; tomó su almuerzo, dos críos corrieron de un lado a otro haciendo girar sus molinetes delante de él, una chica que lucía el nombre DARLENE en letras doradas, suspendido a ambos lados de una cadena también dorada alrededor de su cuello pecoso, besó a un joven durante todo el tiempo que tardó un camión de mudanzas, imposibilitado de girar en el semáforo porque había un coche aparcado, en maniobrar para retroceder en toda su longitud en la calle por la que había llegado; uno de los niños fue cogido por su madre y le dio unos azotes en el muslo; un gordo de traje azul dejó caer un helado de cucurucho que al instante fue picoteado por las palomas; el reloj, que sólo se oía en el radio de tres manzanas a la redonda de la vieja oficina de correos, dejó escapar la única nota temblorosa de la una en punto y en su momento dio la media hora; el hombre seguía inmóvil, sentado con una pierna sobre la otra a la altura de la rodilla, los brazos cruzados, la cabeza hundida hacia delante como la de quien se echa una siesta durante un discurso. Una paloma se posó en su hombro y volvió a alzar el vuelo, torpemente.
Pero ese instante en que el ave hizo una pausa e irguió el pico, indiferente y entrometida, modificó la atención de la chica pecosa y su acompañante, de Rosa Burger, de la madre y los dos críos, del hombre de traje azul. Todos se miraron como si de pronto tuvieran algo que preguntar. Empezaron a observar al hombre. Los niños estaban boquiabiertos. Se apretaron contra su madre pero ella los apartó, cogiendo las bolsas de supermercado como reclamando su propiedad, como coartada de la normalidad de su presencia allí, descansando con sus hijos en la plaza, esperando la hora de llegada del autobús o que la fuera a buscar su marido. Se aproximaron otras personas de los bancos más alejados, y de la hierba. Dos vagabundos que se sostenían mutuamente se acercaron, haciendo los ademanes de un lenguaje de señales sólo por ellos conocidos; uno intentó refrenar al otro, que cogió al hombre del banco por el hombro en el que había aterrizado la paloma, y dijo un nombre. Eh, Doug, venga, hombre, Doug. El hombre no despertó pero tampoco se cayó. Permaneció estático, sólido como la estatua del magistrado, como si el eje donde una rodilla se cruzaba con la otra estuviese sujeto al banco como el magistrado estaba fijo a su peana mediante púas de bronce.
Los dos amigos retrocedieron, susurrando, dudando.
El novio de la pecosa observó a Rosa con mirada triunfal dando una respuesta, no haciendo una pregunta.
– Ese tipo está muerto.
– Ayy, yo me voy -su enamorada agitaba las manos en un gesto de apremio.
Los dos críos se acercaron pero fueron detenidos por su madre.
– ¡Vamos!
No había ningún policía en los alrededores pero alguien fue a buscar a un agente de tráfico que llevaba en la mano un botiquín de primeros auxilios, con un hacha de juguete dibujada, como los que llevan los autobuses para casos de emergencia.
La gente avanzaba alrededor de Rosa, como a la espera de que le dijeran, de que le indicaran si debían ir por tal o cual camino. El único que no se enteró de nada fue el hombre. Los negros que estaban tendidos en la hierba como muertos, se levantaron y se acercaron a mirarlo.
Rosa, apartándose del grupo, se mezcló con los peatones que cruzaban la calle tropezando con los que lo hacían en sentido contrario, como un ladrón que intenta confundirse entre los demás transeúntes.
Trabajé para una publicación comercial, para un hombre que importaba cosméticos y perfume, para un asesor de inversiones. Renuncié al puesto en el hospital cuando te dejé a ti y abandoné la casita. Estaba viviendo sola por primera vez en mi vida: sin apuntalarme en la responsabilidad de nadie. Para nosotros -los que veníamos de esa casa- ésta era la auténtica definición de la soledad: vivir sin responsabilidad social.
Habían habido muertes en casa de mi padre, pero en cierto sentido la muerte de un vagabundo del parque fue la primera que vi. Almorzaba allí casi siempre mientras trabajé para Barry Eckhard, el financiero. En la decimosexta planta, los cristales ahumados de las ventanas volvían el clima de cada día medianamente fresco, ni verano ni invierno, ni de día ni de noche; fui a la ciudad para recuperar un sentido específico de estas cosas. Fui para ser anónima, como todos los demás. Aunque las oficinas de Barry ocultaban su función detrás de un típico ático -no sólo los tiestos con plantas como en los bancos, sino también una escultura indígena original y un juego de mesa cromado, que puesto a funcionar ilustraba un principio de la dinámica newtoniana-, disfrutaba revelando a sus clientes, aparentemente todos amigos íntimos, que la chica que le ayudaba era la hija de Lionel Burger. A veces la invitaban a restaurantes caros, donde sus sencillos almuerzos de pescado a la brasa eran prueba de que no se trataba de vulgares magnates.
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