Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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No se sabe cuándo empezó a ser útil en otros sentidos. Las fechas en que la acusación -para la que apareció con garantías de impunidad como testigo público- sugería que ya actuaba como correo son anteriores a la enfermedad y la muerte de mi madre; pero no se demostró nada: lloró e insistió en que había ido a Escocia para visitar a su hermana mayor, viaje para el que había estado ahorrando durante muchos años. Mostró la inevitable libreta de correos como prueba de sus economías mensuales y de su abnegación; bastaba mirarla para creerle.
Quizá mi madre sabía que podía contar con el código de formalidad escolar de una persona de sus características, que nunca preguntaría por el contenido ni el destinatario de las cartas -ni hablar de abrirlas- que le pidieron entregara en el extranjero. ¿Era poco pedir a alguien tan ansiosa de ser necesitada? Este rápido entendimiento en mi madre debió de verse señalado por esa repentina mirada comprensiva, de soslayo, sin volver la cabeza, mostrando el blanco de sus ojos no sólo sombreado por las cuencas soñadoras sino también por la piel que se oscurecía a su alrededor a medida que mi madre maduraba. Conozco muy bien, siempre reconoceré, esa mirada de la que mi madre era inconsciente y que la habría sorprendido, inquietado: una mirada que soltaba las riendas.
Cuando yo era la mujer en casa de mi padre, después de la muerte de mi madre, rara vez apareció. Tal vez sabía que yo era insensible a ella. En todo caso, si algo sentía era la irritación irreflexiblemente cruel de una joven por su humilde falta de definición. No notamos su ausencia como sin duda habríamos notado la de Bridget Sulzer, Ivy y Dick Terblanche, Aletta Gous, Marisa Kgosana, Mark Liebowitzk, Sipho Mokoena… de cualquiera de los antiguos compañeros de mis padres que todavía estaban libres, que no se encontraban en la cárcel, ni en el exilio, ni se habían beneficiado con la opción de emigrar, o siquiera de los nuevos frecuentadores que de vez en cuando se sentían atraídos por esa casa. Tú eras uno de ellos; Conrad, nunca me contaste si Lionel, en su estilo singular, haciéndote sentir que serías querido, aceptado, comprendido tanto si respondías como si no, intentó reclutarte. Me pregunto si lo hizo y te avergonzaste de haberte apartado de tan maravilloso ambiente. De no haberte reunido nunca con Baasie y conmigo en la calidez de ese tórax robusto. Tú, que sólo habías conocido a un padre que se enorgullecía de haberse hecho a sí mismo mediante chanchullos con chatarra de metal y que te repudió por ser un vago de pelo largo indigno de heredar el dinero y la ardua tradición en que se ganaba. Probablemente Lionel Burger vio en ti el circuito cerrado del ego; para él, semejante vida debía necesitar un vaso comunicante hacia el significado que postulaba un yo exógeno. Allí residía para él la tensión que vuelve posible vivir; entre el yo y los otros; entre el presente y la gestación de algo que se llama futuro. Quizás intentó darte la oportunidad. Esa desdichada mujer que viste en el banquillo de los testigos, podías haber sido tú.
Tengo la impresión de que todo el tiempo que pensé que nos había abandonado, o que por suerte nos habíamos librado de su presencia, Lionel estaba en contacto con ella. Hacía las cosas sencillas para las que esa gente es de fiar. Guardaba fondos ilegales en su cuenta bancaria. Alquiló una casa donde uno de los partidarios vivió clandestinamente varios meses. Puede que lo hiciera por algún sentimiento a la memoria de mi madre, tal vez porque se enamoró, tardíamente y sin esperanzas, de Lionel Burger, que la haría sentir querida, aceptada, comprendida, tanto si accedía como si no a hacer lo que le pedía, y que también le habría hecho sentir -porque todas las mujeres lo confirman- que era una mujer. Ella es el ejemplo concreto que dan los liberales blancos cuando señalan que los comunistas, incluso mi padre, usaban a gente inocente; es posible admirar el coraje, la osadía, la falta de consideración por sí mismo con que un hombre como Burger actuaba según sus convicciones acerca de la injusticia social (que naturalmente tú no compartes), aunque no se compartiera su ideología comunista y la forma de acción que ésta adquiría, pero su modo de implicar a otros era sin duda despiadado. Ella nunca había sido miembro del Partido ni de ninguna organización radical. Comunicó al tribunal que sólo «intentaba vivir en consonancia con el cristianismo», agregando la cláusula «en vano». En este punto, como en tantos otros de las preguntas, lloró. La nariz hinchada y los pelos retorcidos que desfiguraban sus manos eran sumamente desagradables. Los que sentían que había sido explotada por Lionel Burger expresaron su piedad y se tragaron su disgusto por el espectáculo; sólo él, que le había dado una oportunidad, la miraba y la escuchaba sin ninguna de ambas cosas, dispuesto a encontrar sin reproches la mirada inyectada de sangre que no podía mirar a aquél a quien había traicionado.
Después de la muerte de Lionel Burger una serie de personas se acercaron a su hija con la intención de escribir sobre él. Como único miembro sobreviviente de su familia, habría sido la principal fuente de información para cualquier biógrafo. Descartó a uno después de la primera reunión. No respondió a las cartas de otro. Accedió a proporcionar material a uno que no la encontró muy comunicativa. Tenía escasa documentación que ofrecer; dijo que la familia guardaba muy pocas cartas o papeles, y que lo poco que conservaba había ido desapareciendo con las redadas policiales a lo largo de los años. Mencionó que había salvado parte de la biblioteca de sus padres, pero rechazó toda sugerencia de que ésta pudiera ser interesante por sí misma para un biógrafo.
El hombre quería cotejar con ella los datos sobre la vida de su padre -lo que desde cierta fecha también implicaba la vida de su madre- que ya había recogido en fuentes escritas, incluyendo archivos tribulicios y la historia del Partido Comunista en Sudáfrica, que se había visto obligado a investigar en el extranjero porque la mayoría de los trabajos referentes al mismo habían sido prohibidos en el país. Respondió a las preguntas de una forma que a él le resultó inesperada… para la que no estaba preparado. No por lo que decía sino por la disposición física de su confrontación. Estaban sentados al sol, en casa de un amigo de Rosa por cuyo intermedio el hombre había logrado establecer el contacto; la mayor parte del tiempo ella mantuvo los brazos apoyados en la mesa, desde el codo hasta la mano. Hablaba sin mirarlo, pero al final de cada oración clavaba en él sus diáfanos ojos gris claro. ¿Qué esperaba de él? El hombre se sentía indiscreto. Ella daba muy poco y al tiempo planteaba algo que le resultaba incomprensible.
Hijo de una familia rica, Lionel Burger había nacido en 1905 en la granja «Vergenoegd», propiedad emplazada en el distrito de Springbok Fíats, del norte del Transvaal, aunque asistió a la escuela en Pretoria y Johanesburgo.
Bien -ella no estaba segura de que fuera acertado lo de familia rica-, poseían tierras en las que habían vivido durante varias generaciones.
Inició sus estudios de medicina en Ciudad del Cabo y los terminó en la Universidad de Edimburgo a finales de la década de los veinte. Antes de concluir la carrera se casó con Colette Swan, una chica sudafricana que estudiaba ballet en Londres. Regresó con ella a Sudáfrica en 1930. Tuvieron un hijo, que ahora también es médico y ejerce su profesión en Tanzania. Se habían divorciado… ¿cuándo?
La hija del segundo matrimonio no lo sabía. La fecha de la boda de sus padres era el 19 de agosto de 1946, la semana de la gran huelga de mineros negros en el Witwatersrand. Su madre, Cathy Jansen, tenía veintiséis años y era secretaria general de un sindicato conservero o textil. Sea cual fuere, uno de los tres o cuatro sindicatos existentes de carácter mixto, formado por blancos y mestizos. La boda tenía que celebrarse el 14 de agosto, pero el padrino -J. B. Marks, presidente de la Unión de Mineros Africanos- fue arrestado el segundo día de la huelga, lo que parece haber alterado la fecha en unos días. Otro sindicalista, Gana Makabeni, ocupó el lugar de Marks. En ese entonces los futuros contrayentes también habían sido arrestados en una redada del 16 de agosto en las oficinas del Partido Comunista de Johanesburgo. Aunque en la lista de acusados aparecía como Cathy Jansen, se había convertido en la segunda esposa de Lionel Burger mientras ambos estaban en libertad bajo fianza, antes de que se iniciaran los sumarios preparatorios.
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