Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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En la pequeña plaza pública a la que iba nadie me reconocía y en consecuencia nadie me veía. Comía mis sandwiches, como todo el mundo, mientras el hombre moría o ya había muerto cuando nos agrupamos a su alrededor como siempre hacíamos los unos con los otros: los obreros negros postrados en un fragmento de hierba, aún no preparados para el tipo de consuelo simbólico de los oficinistas, recientemente abiertos a los negros mediante la supresión de la segregación en los bancos; las obreras mestizas mostrando con sus burlas la seguridad sexual que a las indias, acurrucadas como monjas, les estaba negada; la pareja de correos a cuya intimidad ponía trabas la presencia de todos los que estábamos allí, yo misma escogiendo este banco y no el otro porque un miembro de la pandilla de borrachines a veces entablaba una tediosa conversación o -peor aún- hablaba consigo mismo. Yo había descubierto en seguida que es insoportable sentarse en un banco del parque junto a un desconocido que habla consigo mismo en voz alta como una lo hace en silencio.

El periódico de la tarde mostraba a tres columnas una foto del muerto en el banco, tomada por algún aficionado concienzudo que había tenido la suerte de estar donde corresponde en el momento oportuno. Le adjudicaron tanto espacio como el que de costumbre se dedica a una serie diaria de chicas en la playa, desde Ostia hasta Sydney. El titular se recreaba en el romántico tópico melodramático de la «crueldad» urbana. (Los dos críos aparecían en la foto con la boca abierta.) Pero no había nada cruel e indiferente en que almorzáramos, hiciéramos el amor o durmiéramos la fatiga de una mañana de trabajo mientras un hombre, que simulaba estar vivo con una pierna cómoda y casi elegantemente cruzada sobre la otra, moría o había muerto. Daba la impresión de estar vivo. No había señales de que estuviese herido, dolorido o afligido, no se encontraba atrapado entre los cuerpos uniformados de los guardianes mirando hacia donde no podía correr, no estaba encerrado en el tribunal ni en una celda, no alargaba -como un pordiosero que no tiene nada que presentar salvo su muñón- un papel para que le pusieran el sello oficial que siempre le negaban. Lo importante era que yo, nosotros, todos, estábamos exonerados. ¿Qué podíamos haber hecho? No era cuestión de una ayuda que podía prestarse o negarse. No tenía nada que ver con el boca a boca o con el masaje cardíaco. Nada podía cambiar la ajenidad de ese hombre. ¿Qué podíamos saber que hubiera facilitado la comprensión de la forma en que nos abandonó mientras estaba entre nosotros, alejándose sin arrugar una caja de cartón ni arrojar el esqueleto de un racimo de uvas en el cubo? Permaneció entre nosotros, como una figura de carne y hueso, cuando ya no estaba allí. El empleado de correos y su novia no podían hacer otra cosa que besarse; él tenía que mantener sus manos apartadas de los pechos de ella, dejando un periódico o la chaqueta sobre sus piernas para ocultar la hinchazón de su despertar a la vida. Pero el hombre que tenía las piernas cómodamente cruzadas, los brazos aplicadamente cruzados -sólo había inclinado la cabeza, gacha por el calor o el aburrimiento, a cualquiera podía ocurrirle- había cometido un acto inefable en presencia nuestra. Había vuelto definitivo el pollo inacabado, el cariñoso semiacoplamiento que llegaba tan lejos como DARLENE y su novio podían permitírselo. Ese hombre concluyó los ciclos digestivos y las tentativas recreadoras que lo rodeaban plasmando la necesidad última, imperativa. No vimos ni oímos nada.

No volví a comer en aquella plaza ni recorté la fotografía. Conocía el arco del pie que estaba doblado sobre la rodilla, un arco bastante elevado que daba una línea elegante a todo el pie, conocía los zapatos no muy gastados porque el ante marrón sólo se ve bien cuando está bastante raído. El periódico decía que el hombre era Ronald Ferguson, 46 años, ex minero, sin domicilio fijo. Bebía alcohol desnaturalizado y dormía en refugios para autobuses. Existe un elemento de desperdicios humanos en todas las sociedades. Pero -en esa casa- creíamos que cuando hubiésemos cambiado el mundo (sí, a pesar de, más allá de las purgas, las carnicerías, los trabajos forzados y las cárceles), la «eliminación de los conflictos personales planteados por la naturaleza competitiva de la sociedad capitalista» ayudaría a la gente a vivir, incluso a la gente como ese hombre que, aunque blanco y privilegiado según las leyes del país, no podía encontrar su lugar. He visto muertos a mi hermano, a mi madre y a mi padre; cada uno de estos acontecimientos, que me eran tan íntimos, quedaba oscurecido por el pesar y se explicaba con un accidente, una enfermedad, un encierro. Había sido provocado por el agua clorada salpicada de partículas rosas del bacon del desayuno que vi bombear de la boca de mi hermano cuando lo sacaron de la piscina; por la parálisis que atacó a mi madre miembro a miembro; por la fiebre que se olía en mi padre mientras moría por sus convicciones en el hospital penitenciario.

Pero esta muerte era el misterio propiamente dicho. La muerte de la que hablabas tú en la casita. Las causas circunstanciales no son la causa: morimos porque vivimos, sí, y yo no tenía forma de entender aquello de lo que me estaba alejando en el parque. No había forma de afrontar el acontecimiento salvo recogiendo la pequeña bandeja de espuma plástica y celofán de donde había sacado mi almuerzo e ir a ponerla, como todos los días, como todos los demás, en el cubo de basura sujeto a un poste. La revolución por la que vivíamos en esa casa cambiaría la vida de los negros que dejaban sus casuchas y sus recintos cercados a las cuatro de la madrugada, para blandir picos, golpear con martillos y salmodiar bajo el peso de las vigas, construyendo paseos comerciales y torres de oficinas en las que los blancos como mi jefe Barry Eckhard y yo nos movíamos en un ambiente sin sudor ni polvo. La revolución cambiaría la vida de los trabajadores que descansaban de su agotamiento en el césped, como muertos, mientras el hombre moría. Los hijos que la pareja blanca haría en su suburbio para blancos, no heredarían la casa comprada con un préstamo municipal sólo asequible para los blancos, ni encajarían con todas las seguridades en puestos de trabajo reservados para los blancos contra la competencia negra. Los niños negros -eran una promesa- no tendrían que vivir de las sobras que tirábamos a la basura. Los clientes de Eckhard ya no se enriquecerían mediante el mero esfuerzo de una llamada telefónica para autorizar una venta en la bolsa. Todo eso cambiaría. Pero el cambio de la vida a la muerte… ¿qué tenían que ver con este cambio todas las certezas que me había transmitido mi padre? Cuando ya no hubiera hambre y la kwasbiorkor [desnutrición profunda (N. de la T.) ] hubiese sido erradicada como lo fue la malaria en la era colonial, cuando no hubiera rentas sacadas, por la fuerza ni mansiones y acogedores bungalows de propiedad privada para blancos, ni estudiantes blancos en retirada contemplativa donde los negros no podían vivir; cuando la gente que poseía los medios de producción del oro, los diamantes, el uranio, el cobre y el carbón, todas las riquezas minerales que habían rodado hasta el fondo del saco de África… a uno le quedaría eso. Nada que hubiese servido para darnos seguridad en lo que estábamos haciendo ni por qué tenía algo que ver con lo que estaba ocurriendo un mediodía que me encontraba en la plaza. Me quedó eso. Era lo que había sobrado. La justicia, la igualdad, la fraternidad del hombre, la dignidad humana… pero seguirá allí; miré a todas partes desde el banco y vi que seguía allí cuando -al fin- la percibí por vez primera.

Baasie nunca volvió a vivir en casa de los Burger.

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