Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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– ¿Cómo está Lily?
– Bien. A veces escribe. Una de sus nietas estudia enfermería. Lily cuida al biznieto. Se llama Tony, como mi hermano, ¿recuerdas?
– Qué bonito… ¿Y la otra hija, la que nació última y tiene tu edad? -la negra frunció el ceño astutamente, reclamando la debida responsabilidad recíproca- ¿Tiene hijos?
– No, ninguno. Se ha casado con un camarero de un gran hotel de Pretoria. Un buen trabajo; Lily está muy contenta.
– Sólo tú no te casas, Rosa.
Ivy desplazó su abundante trasero de mujer de Yorkshire más allá de la negra para desenchufar la plancha.
– Vete, Regina, deja de darle la lata a Rosa y tráele una taza de té.
Dick se estaba lavando las manos en el fregadero de afuera. Su cara quedaba dividida por las persianas abiertas.
– Y dile a Clare quién ha llegado.
Los Terblanche no mostraron sorpresa por la repentina aparición de Rosa ni evidenciaron ningún reproche por haberlos descuidado tanto tiempo. Estaban preparados para esfumarse hacia cualquier otra parte de la casa si una llamada a la puerta o el ladrido de la vieja perra del Labrador que había sido de los Burger anunciaba la llegada de otra persona… tal vez del policía vestido de paisano que los vigilaba. En tal caso, encontraría a la recién llegada a solas con su hija.
– Clare se está lavando la cabeza, enseguida vendrá.
Ivy reunió unos papeles y unos recortes de periódico; los arrojó sobre una silla y puso encima una máquina de escribir para alisarlos. En otra silla había camisas planchadas, labores de punto y gatos; dos enormes jerseys húmedos, del tipo que Ivy había hecho para su marido durante muchos inviernos, se secaban sobre una pila de periódicos. Dick batió palmas y los gatos bajaron de un salto, enfadados. Ivy puso su mano sobre la de Rosa.
– No se atrevería a hacer eso delante de Clare. Sigue tan chiflada como siempre por los animales. Todas las noches duermen en su cama. Tienes muy buen aspecto, Rosa. Dick, ¿no te parece que está mucho mejor?
– ¿Acaso alguna vez estuvo peor?
– Flora quiere que tire toda mi ropa y me compre un nuevo vestuario.
Ivy inclinó su gran cabeza de pelos revueltos.
– Oh, Flora… ¿eso es lo que pretende ahora?
– ¿Estás viviendo en su casa? -Dick estaba ligeramente sordo después de cuarenta años de trabajo en la industria, con maquinaria, y hablaba con la voz aguda de quien debe hacerse oír en el taller.
– No, no. Los veo a veces.
– Quizá William Donaldson te dé trabajo -dijo Ivy a su marido, aprovechando la oportunidad para poner sobre el tapete, irónicamente, algo que a ninguno de los dos se le habría ocurrido sugerir en privado-. Sabrás que Dick se jubilará en julio.
– Soy cuatro años más joven que Lionel. El era del veinte de noviembre del cinco, ¿no?
Regina, paseando la mirada de uno a otro, como quien ha perdido la atención de todos, dejó la bandeja con el té.
El perfil de Rosa era casi idéntico al de su padre cuando bajó la vista, con los ojos claros ocultos, para coger azúcar del cuenco que Ivy sostenía en una mano en la que un cigarrillo despedía volutas de humo.
– ¿Cuándo conociste a Lionel, entonces? Yo creía que habíais estado juntos en Moscú, aquella primera vez.
– Se refiere al año veintiocho.
La respuesta de Dick e Ivy ante otra persona era tan ajustada como si entre ambos existiera un sistema mutuo de impulsos cerebrales.
– En ese entonces yo no estaba interesado en el Partido. Me volvía loco el fútbol. Y las chicas. De jovenzuelo.
– No nos conocimos hasta mil novecientos treinta -Ivy revolvió el azúcar y le dio la taza a Dick.
Rosa tenía la mandíbula adelantada, vivaz, sonriente por esa lisonja bajo el auspicio inconsciente del pasado:
– Las chicas.
El asintió, buscando a tientas una cuchara con su mano gruesa moteada por las escamosas manchas rosadas del cáncer de piel.
– Ya está revuelto -las palabras de Ivy quedaron envueltas en humo, como las de los personajes de un tebeo aparecen rodeadas de una nube-. El era demasiado joven. Debía haber ido yo, pero Lionel ya estaba en Edimburgo y era más barato enviarlo desde allí… Soy tan vieja como Lionel.
– ¿Llevó a alguien… a una chica?
– ¡Una chica! Todos teníamos chicas.
Pero la mujer exigía una precisión más femenina en estas cuestiones.
– ¿Qué chica?
– Katya, ¿no? La madre de David.
– Ah, Colette. Es posible. Supongo que entonces ya estaban juntos. La futura estrella del Sadler's Wells. No sé cuándo empezó esta relación. ¿Dick?
– ¿Estaban casados cuando nos conocimos?
Ninguno de los dos estaba seguro.
– Ella me envió una carta -sabían que Rosa se refería a una carta recibida por la muerte de su padre. El ancho rostro alerta de Ivy, empolvado hasta el límite exacto de la papada, se relajó en una engatusadora expresión de escepticismo y expectativa. La mujer que Rosa nunca había visto se materializó.
– ¿Sí? ¿A dónde ha ido a parar ahora?
– Se enteró vía Tanzania. Por David. Ella vive en Francia. En el sur de Francia.
– ¿Has oído eso, Dick? ¿Qué te decía en La carta? -los labios de Ivy se amoldaron dispuestos a prestarse a la ofensiva o al absurdo.
Rosa sobraba en la compañía de tres personas, una de ellas ausente, que se habían conocido muy bien. Habló con la uniforme vacilación de quien no puede saber qué señales encontrarán sus oyentes en el relato.
– Lo habitual en estos casos -había recibido muchas cartas de condolencia que seguían una fórmula u otra. Pero los Terblanche seguían esperando. Rosa golpeteó la mano debajo de la feroz quijada del gato que se había subido a su regazo y sonrió, buscando las palabras exactas-. Escribió sobre este lugar. Bien, dijo algo… «Es extraño vivir en un país donde todavía hay héroes.»
Ivy levantó su cabellera teatralmente a través de los dedos extendidos de ambas manos, transformándose de pronto en alguien irreconocible.
– Se refería a él.
Dick, en un comentario, fuera de lugar, asintió bruscamente con la cabeza:
– Muy propio de ella.
– Cuando vi la firma por un momento me desconcerté un poco. No usa el apellido de Lionel.
– ¿Pero sí el nombre de Katya?
– Ivy, ya debían de estar casados cuando te conocí.
– Tienes razón. Sí. No creo que a él le hubiera resultado fácil ir con ella si no estaban casados.
– Probablemente no pidió permiso -Dick apretó los labios contra los dientes y dedicó a su mujer el entrecejo congestionado de un viejo.
Rosa los contempló como un chico que abre una puerta y se encuentra con una escena que no es capaz de interpretar.
– ¿Es verdad que la gente no podía casarse sin consentimiento del Partido?
– A algunos nos exigían que no nos casáramos -apuntó Dick con el fraseo formal de su acento afrikaans; relajó la mandíbula y le sonrió cariñosamente en un gesto que quería apartarla de cuestiones por las que no debía preocuparse.
– Colette Swan no era la esposa de Lionel según los criterios de nadie -Ivy cogió la tetera.
Rosa se levantó para que volviera a llenarle su taza.
– Y escribió acerca de ti, Ivy.
Las ventanillas de la nariz en actitud belicosa, la barbilla dirigida a Dick.
– ¿Qué podía tener que decir de mí?
El esbozó su lenta sonrisa de afrikaner.
– Espera, escucha.
– «Hiciste lo que ella habría querido que hicieras.»
Dick hizo una mueca impresionante e Ivy dejó bien sentado que no había prestado la menor atención; hay gente cuya aprobación o admiración es tan desagradable como una crítica negativa.
– ¿Entonces estaba bien que Lionel y mi madre se casaran?
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