Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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– ¿Una película? -Ivy siguió contando puntos en su tejido.

– Una película educativa sobre la nutrición. Ya te lo he dicho. El tipo que se llevó prestado el Maiakovski. La chinche.

– ¡Clare! ¿Me harás el favor de pedirle que lo devuelva? ¡Acabo de enterarme dónde está! Compré ese libro hace treinta años en Charing Cross Road. Logré conservarlo cuando la policía se llevó toda la letra impresa que estaba a la vista. Y luego uno de tus amigos lo coge…

Dick se inclinó por los recuerdos en beneficio de Rosa.

– Colette puso en marcha un grupo de teatro. Debió de ser aproximadamente en mil novecientos treinta y tres. Estaba a cargo del programa cultural, la conciencia de clase a través del arte y todo eso.

– Lo más probable es que haya inventado ese programa para ella misma. No recuerdo que nadie más se interesara. Era su forma de salvarse de dar clases en la escuela nocturna. ¡Era imposible hacerla trabajar en nada de lo que no pudiera atribuirse el mérito de ser la iniciadora! Óyeme bien, Clare, estoy hablando en serio, dile de mi parte a ese joven…

– íbamos en un camión a las poblaciones negras, de un lado a otro del Reef, Krugersdorp y Boksburg… Ella montaba las obras y me parece que también escribía las canciones. Representamos Domingo sangriento y yo hacía de Padre Gapon. ¿Y cuál era aquélla sobre los gaikas y las tropas imperiales británicas, Ivy? Los negros de nuestra escuela nocturna hacían de gaikas. Solíamos llevar la Bandera Roja ondeando en el capó del viejo camión de mercancías de Isaac Lourie.

La risa de Dick y Rosa atrajo a Clare.

– ¡Qué tiempos aquellos! Ahora ni siquiera podemos entrar en el Transkei con nuestras apasionantes diapositivas sobre la kwashiorkor.

– Espera a que yo deje de trabajar el año próximo. Te montaré una unidad móvil en una cabaña. Ya verás. Bappie me ha prometido conseguir casi todo el equipo en el negocio de venta al por mayor de su suegro.

Ivy puso a Rosa al corriente.

– Bapendra Govinf ha vuelto de la Isla. Desde el mes pasado.

– ¿Y cómo está? Tengo entendido que de momento no han vuelto a declararlo ilegal. Al menos no lo leí en el periódico.

– Sí, su mujer quiere que soliciten permisos de salida para ir al Canadá antes de que eso ocurra -Ivy hizo un gesto, dejando que el tejido se hundiera en su regazo-. Leela dice que no piensa ir a vivir con su madre y su padre. Pero ya sabes que los musulmanes tienen un acendrado espíritu de clan.

– ¿Qué hace Leela?

– Lleva unos seis meses trabajando conmigo. ¡Es muy eficaz! Apunta los pedidos por teléfono, echa una mano en la cocina. Cualquier cosa. Va al mercado y me compra la mayoría de las provisiones.

– Tienes toda una organización, Ivy.

Ivy miró a su alrededor.

– Sí… todos comemos. Eso puedo asegurártelo. Beulah James también está conmigo… a Alfred aún le faltan siete meses. (Lo han trasladado a Klerksdorp, lo que para ella significa un verdadero fastidio, la central de Pretoria era más conveniente.) Ahora estamos abandonando los sandwiches y los panecillos para concentrarnos más en la sopa, el curry y otros platos. La comida caliente tiene mucho éxito. Y hacemos ensaladas, por supuesto. Veo a alguna gente con la que trabaja… aunque no me permiten asomar la nariz en las instalaciones fabriles, los blancos siguen mandando a los negros a comprar su almuerzo… Sí, las cosas no estarían mal si supiéramos que Dick… tiene que encontrar algo…

– No me molestaría llevar las Locuras de Aletta en una gira por todo el país -Dick sonrió: era la broma de un hombre confinado al distrito municipal que rodeaba la casa donde vivía.

Ivy tensó los hombros hacia atrás y estiró los grandes pliegues de su cuello como un ganso desafiante.

– Creo que no podría afrontar la vista de los bantustanes, muchísimas gracias. Aunque pudiera entrar. Mantanzima, Mangope, cualquiera de esos hacinamientos, sus «capitales» con las Cámaras de Asambleas y los hoteles para blancos -un gesto de asco.

– Venga, Ivy. Si Aletta logra meter a alguien… todavía hay gente allí… viejos amigos. Queda mucho trabajo por hacer.

– ¿Dónde están? Tú lo sabes muy bien; los negros reaccionarios también tienen sus leyes de detención.

– Tiene que haber algunos, el contacto se ha perdido, es cierto…

– Hiciste bien en no intentarlo, Rosa. Personalmente, yo no pondría un pie en esos lugares… Es la negación de Nelson y de Walter… de la Isla. De Bram y de Lionel.

La pausa se centró en la presencia de la hija de Lionel Burger. Entró la vieja sirvienta negra.

– Comerás con nosotros, Rosa. Preparé unas deliciosas patatas asadas -pero la invitada ya se había levantado, no podía quedarse, cumplieron con el ritual de las protestas y excusas, Rosa fingiendo que aceptaba la autoridad infantil de la colega de Lily Letsile, la sirvienta de los Terblanche asumiendo el papel de anfitriona decepcionada. Ivy rodeó a Rosa con sus brazos.

– No pierdas el contacto.

La chica gritó a la hija por encima del hombro de la madre.

– Telefonéame si quietes que averigüe algo sobre ese piso -había una vibración de coincidencia casual entre ambas jóvenes.

La huella de Dick acompañó a Rosa al coche, corriendo un riesgo, a través de las malezas de la altura de un hombre, del caqui marchito en el sendero, los brazos cruzados sobre el pecho tapando los bolsillos y las solapas de su chaqueta. Permaneció junto a la ventanilla; Rosa puso la llave en el contacto pero no la hizo girar, la vista fija en él, que tarareaba suavemente, balbuceando y repitiendo notas.

– Intentaba recordar una de las canciones… Katya… era algo así: «Levanta tu pala de la tierra, levanta tu pico de la zanja, levanta tu escudo, iguala tu paso al de tu hermano» -su voz era profunda, ahogada, temblorosa; la nuez de su cuello seguía el ritmo bajo los gruesos pliegues bronceados por el sol, marcados de pelos y espinillas-. Hace siglos que no pienso en eso. Nunca tuve memoria para estas cosas. Cabeza de chorlito. Cuando estaba incomunicado trataba… trataba de recordar lo que había aprendido en la escuela… poemas y esas cosas. Uno siempre se entera de que hay gente que mantiene activa la mente repitiendo libros enteros para sus adentros. Es un don maravilloso. Pero a veces yo -las manzanas apoyadas en el borde biselado de la ventanilla- hacía cosas mentalmente; tallé la mesa y todas las sillas de un comedor, la de la cabecera con brazos, como la que tenía mi abuelo… los montantes de azúcar cande con pomos redondos en la parte superior… eso sí que era artesanía. Planifiqué la galería de casa estando preso, elaboré hasta el último centímetro de marco y de paneles de cristal. Cuando verifiqué las medidas, no me había equivocado en un solo milímetro, podría haber ido directamente a comprar las cosas en la ferretería. No tenía ningún problema para pensar en estas cosas. Dibujé los planos en el suelo de mi celda, con un alfiler. Entonces se presentaron las dificultades… sospecharon que estaba trabajando en un plan de fuga. ¿Puedes creerlo? ¿Alguien seria tan estúpido como para hacer algo así donde todos los carceleros pudieran verlo? Fue después que escaparan Goldreich y Wolpe; andaban todos con los nervios de punta, supongo que sentían que todo su sistema de seguridad había sido burlado si dos presos políticos eran capaces de salir valiéndose de su ingenio y volver a entrar sin ser vistos al ver que los planes no funcionaban de acuerdo con lo previsto, y repetir todos los movimientos la noche siguiente, sin el menor impedimento… Oportunidades como ésta no volverán a presentarse. Ahora encierran a los políticos en cárceles de máxima seguridad.

Ella seguía la conversación entre ambos en otro nivel.

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