El día que Lori llegó con sus bultos a la casa de Nico, le dejé una carta sobre la almohada dándole la bienvenida a nuestra tribu y diciéndole que la habíamos esperado, que sabíamos que existía en alguna parte y que sólo había sido cuestión de encontrarla. De paso le di un consejo que si yo misma hubiese puesto en práctica, me habría ahorrado una fortuna en terapeutas: que aceptara a los niños como se aceptan los árboles, con gratitud, porque son una bendición, pero sin expectativas o deseos; no se espera que los árboles sean diferentes, se los ama tal cual son. ¿Por qué no lo hice con mis hijastros, Lindsay y Harleigh? Si los hubiese aceptado como árboles tal vez habría peleado menos con Willie. No sólo pretendí cambiarlos, sino que yo misma me asigné el ingrato papel de guardián del resto de la familia y de nuestra casa durante los años en que ellos estuvieron dedicados a la heroína. Agregué en esa misiva para Lori que es inútil tratar de controlar las vidas de los niños o protegerlos demasiado. Si yo no pude protegerte de la muerte, Paula, ¿cómo podría proteger a Nico y a mis nietos de la vida? Otro consejo que no practico.
Para vivir con Nico e incorporarse a la tribu, Lori tuvo que cambiar por completo su vida. De ser una sofisticada joven soltera en un departamento perfecto en San Francisco, pasó a convertirse en esposa y madre en un suburbio, con todas las tareas fastidiosas que eso conlleva. Antes tenía cada detalle bajo control, ahora braceaba en el desorden inevitable de un hogar con niños. Se levantaba al alba y, después de cumplir con las tareas domésticas, iba a San Francisco a su taller de diseño, o pasaba horas en la autopista para encontrarse con sus clientes en otras ciudades. No le quedaba tiempo para la lectura, su pasión por la fotografía, los viajes que siempre había hecho, sus numerosas amistades y su práctica de yoga y zen, pero estaba enamorada y asumió sin chistar el papel de esposa y madre. Rápidamente, la familia la absorbió. No lo sabía entonces, pero tendría que esperar casi diez años -hasta que los niños pudieran valerse por sí mismos- para recuperar, mediante un esfuerzo consciente, su antigua identidad.
Lori transformó la existencia y la morada de Nico. Desaparecieron los muebles toscos, las flores artificiales, los cuadros chillones. Remodeló la casa y plantó el jardín. Pintó el living, que antes parecía un calabozo, de color rojo veneciano -casi me desmayo cuando vi la muestra, pero quedó muy fino-, compró muebles livianos y puso algunos cojines de seda tirados por aquí y por allá, como en las revistas de decoración. En los baños colocó fotos de familia, velas y toallas peludas en tonos de verde y morado. En su dormitorio había orquídeas, collares colgados en las paredes, una mecedora, lámparas antiguas con pantalla de encaje y un baúl japonés. Se notaba su mano en todo, incluso en la cocina, donde las pizzas recalentadas y las botellas de Coca-Cola fueron reemplazadas por recetas italianas de una bisabuela de Sicilia, tofu y yogur. A Nico le interesa la cocina, su especialidad es esa paella valenciana que tú le enseñaste, pero mientras estuvo solo carecía de tiempo y ánimo para las ollas. Junto a Lori los recuperó. Ella aportó una sensación de hogar, que mucha falta hacía, y Nico se esponjó; yo nunca lo había visto tan contento y juguetón. Andaban tomados de la mano y se besaban detrás de las puertas, espiados por los niños, mientras Tabra, Amanda y yo nos felicitábamos por la elección. A veces me dejaba caer en la casa de ellos a la hora del desayuno porque el espectáculo de esa familia feliz me reconfortaba para el resto del día. La luz de la mañana inundaba la cocina, por la ventana asomaba el jardín y un poco más lejos la laguna y los patos silvestres. Nico preparaba un cerro de panqueques, Lori picaba fruta, y los niños, risueños, chascones y en pijama, devoraban con avidez. Eran todavía muy pequeños y tenían el corazón abierto. El ambiente era festivo y tierno, un alivio después del drama de enfermedades, muertes, divorcio y peleas que habíamos soportado por tanto tiempo.
Te dije que «a veces» me dejaba caer, pero la verdad es que tenía llave de la casa de Nico y Lori y estaba mal acostumbrada: llegaba a cualquier hora sin previo aviso, interfería en las vidas de mis nietos, trataba a Nico como si fuese un crío…, en resumen, era una suegra perniciosa. Una vez adquirí una alfombra y, sin pedirles permiso, la coloqué en el salón de su casa, después de mover todos los muebles. No pensé que si alguien decidiera renovar la decoración de mi casa para darme una sorpresa, recibiría un garrotazo en la nuca. Tú me habrías devuelto la alfombra y me habrías dado un sermón memorable, Paula, aunque yo no me habría atrevido jamás a imponerte una alfombra persa de tres metros por cinco. Lori me la agradeció, pálida pero cortés. En otra ocasión compré unos elegantes paños de cocina, para reemplazar los trapos que ellos usaban, y tiré los viejos a la basura, sin sospechar que habían pertenecido a la difunta abuela de Lori y ella los había atesorado durante veinte años. Con el pretexto de despertar a mis nietos con un beso, me introducía en su casa al amanecer. No era raro que al salir del baño casi desnuda, Lori se topara con su suegra en un pasillo. Además, me juntaba con Celia a escondidas, lo que en realidad era una forma de traición a Lori, aunque yo era incapaz de verlo de ese modo. Por esas bromas del destino, invariablemente Nico se enteraba. Aunque veía a Celia y Sally mucho menos, nunca rompí el contacto con ellas, segura de que con el tiempo las cosas se suavizarían. Se iban sumando mentiras y omisiones por mi parte y resentimiento por parte de Nico. Lori estaba confundida, todo a su alrededor se movía, nada era claro y conciso. No entendía que mi hijo y yo nos tratáramos con franqueza absoluta en todo menos en el asunto de Celia. Fue ella quien insistió en la verdad, dijo que no soportaba ese terreno resbaloso y preguntó hasta cuándo íbamos a evitar una sana confrontación. Está de más decir que la tuvimos en varias ocasiones.
– Tengo que mantener una cierta relación con Celia y espero que sea civilizada pero mínima. Es abrasiva, me provoca con su mal carácter y el hecho de que constantemente me cambia las reglas. Lo único que tenemos en común son los niños, pero si tú te metes al medio, todo se enreda -me explicó Nico.
– Entiendo, pero yo no estoy en tu misma posición. Tú eres mi hijo y te adoro. Mi amistad con Celia no tiene nada que ver contigo ni con Lori.
– Sí tiene, mamá. Te da pena verla pasar dificultades. ¿Y no piensas en mí? No te olvides que ella provocó esta situación, ella rompió esta familia, hizo lo que deseaba y eso trae consecuencias.
– No quiero ser una abuela de medio tiempo, Nico. Necesito ver a los niños también durante las semanas que están con Celia y Sally.
– No puedo impedírtelo, pero quiero que sepas que estoy herido y enojado, mamá. Tratas a Celia como al hijo pródigo. Nunca reemplazará a Paula, si eso es lo que pretendes. Te sientes en deuda con ella porque estaba contigo cuando mi hermana murió, pero yo estaba allí también. Mientras más te acercas a Celia, más nos alejamos Lori y yo, es inevitable.
– ¡Ay, hijo! No hay reglas fijas para las relaciones humanas, se pueden reinventar, podemos ser originales. Con el tiempo se pasa la rabia y se cierran las heridas…
– Sí, pero eso no me acercará a Celia, te lo aseguro. ¿Acaso tú estás cerca de mi padre o Willie de sus ex mujeres? Esto es un divorcio. Quiero mantener a Celia a prudente distancia para poder relajarme y vivir.
Cierta noche memorable, Nico y Lori vinieron a decirme que yo me metía demasiado en sus vidas. Procuraron hacerlo con delicadeza, pero igual el trauma casi me cuesta un infarto. Me dio una pataleta pueril, convencida de que se había cometido la peor injusticia conmigo.
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