Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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era un tema como para tomarlo en serio y, además, acababan de lanzar al mercado una droga nueva que prometía acabar con la impotencia masculina. ¿Para qué estudiar mi ridículo manual y servir ostras en camisón transparente si bastaba con una pildorita azul? El tono de las cartas de algunos lectores que me llegaron por Afrodita difería notablemente de las que recibí por Paula. Un caballero de setenta y siete años me invitó a participar en horas de intenso placer con él y su esclava sexual, y un joven libanés me mandó treinta páginas sobre las ventajas de un harén. Todo esto mientras en Estados Unidos sólo se hablaba del escándalo del presidente Bill Clinton con una regordeta empleada de la Casa Blanca que logró opacar los éxitos de su gobierno y más tarde costaría la elección a los demócratas. Un vestido o unos calzones manchados llegaron a tener más peso en la política americana que la destacada gestión económica, política e internacional de uno de los presidentes más brillantes que ha tenido el país. Esto provocó una pesquisa legal digna de la Inquisición, que costó la friolera de cincuenta y un millones de dólares a los contribuyentes. Me tocó asistir a un programa en directo por radio en que se recibían llamadas de los oyentes. Alguien me preguntó qué pensaba de ese asunto, y dije que era la chupada de pito más cara de la Historia. Esa frase habría de perseguirme por muchos años. Fue imposible ocultar a los niños lo que estaba sucediendo, porque los detalles más escabrosos salían publicados.

– ¿Qué es sexo oral? -preguntó Nicole, término que había escuchado hasta la saciedad por televisión.

– ¿Oral? Es cuando uno habla de eso -replicó Andrea, que posee el vasto vocabulario de toda buena lectora.

En esos días una revista decidió destacar mi libro con un reportaje en nuestra casa, y a Lori le tocó supervisarlo, porque yo no entendí qué diablos pretendían. Tres días antes aparecieron dos artistas a medir la luz, hacer muestras de colores y tomar medidas y fotos polaroid. Para el reportaje vinieron siete personas en dos camionetas con catorce cajones llenos de objetos diversos, desde cuchillos hasta un colador de té. Estas invasiones me ocurren con alguna frecuencia, pero nunca me acostumbraré. En este caso el equipo incluía a una estilista y dos chefs, que se apoderaron de la cocina para preparar un menú inspirado en mi libro. Elaboraban los platos con pasmosa lentitud, porque colocaban cada hoja de lechuga como la pluma de un sombrero, en el ángulo exacto entre el tomate y el espárrago. Willie se puso tan nervioso que se fue de la casa, pero Lori parecía comprender la importancia de la maldita lechuga. Entretanto, la estilista reemplazó las flores del jardín, que Willie había plantado con sus propias manos, por otras más coloridas. Nada de esto apareció en la revista, porque las fotos eran detalles en primer plano: media almeja y un trocito de limón. Pregunté para qué habían traído las servilletas japonesas, los cucharones de concha de tortuga y los faroles venecianos, pero Lori me lanzó una mirada significativa para que me callara. Esto duró el día entero, y como no podíamos atacar la comida antes de que fuese fotografiada, nos empinamos cinco botellas de vino blanco y tres de tinto con el estómago vacío. Al final hasta la estilista andaba a tropezones. Lori, quien sólo bebió té de jazmín, tuvo que cargar los catorce cajones de vuelta en las camionetas.

Lori se mantuvo a flote más tiempo que otros diseñadores, pero llegó un día en que no fue posible ignorar los números rojos en su libro de contabilidad. Entonces le propuse que se hiciera cargo por completo de la fundación que yo había creado a mi regreso de la India, inspirada por aquella niña bajo la acacia, algo que ella había estado haciendo a medias durante un tiempo. Todos los años destino una parte sustancial de mis ingresos a la fundación, de acuerdo con ese divertido plan que se te ocurrió de hacer el bien, financiada por la venta de mis libros. En ese año que estuviste dormida me enseñaste mucho, hija; paralizada y muda seguiste siendo mi maestra, tal como lo

fuiste durante los veintiocho años de tu vida. Muy poca gente tiene la oportunidad que me diste de estar quieta y en silencio, recordando. Pude revisar mi pasado, darme cuenta de quién soy en esencia, una vez que me desprendo de la vanidad, y decidir cómo deseo ser en los años que me quedan en este mundo. Me apropié de tu lema: «Sólo se tiene lo que se da» y descubrí, sorprendida, que es la piedra fundamental de mi contento. Lori posee tu misma integridad y compasión; podría cumplir el propósito de «Dar hasta que duela», como solías decir. Nos instalamos ante la mesa mágica de mi abuela a conversar durante días, hasta que se fue perfilando una misión clara: apoyar a las mujeres más pobres por cualquier medio que estuviera a nuestro alcance. Las sociedades más atrasadas y miserables son aquellas en las que las mujeres están sometidas. Si se ayuda a una mujer, sus hijos no se mueren de hambre, y si las familias progresan, se beneficia la aldea, pero esta verdad tan evidente es ignorada en el mundo de la filantropía, donde por cada dólar que se destina a programas de mujeres, se entregan veinte a los de hombres.

Le conté a Lori de la mujer que había visto llorando, tapada con una bolsa de basura en la Quinta Avenida, y la reciente experiencia de Tabra, quien había regresado de Bangladesh, donde mi fundación mantenía escuelas para niñas en aldeas remotas y una pequeña clínica para mujeres. Tabra fue con una higienista dental amiga suya, quien deseaba ofrecer sus servicios durante un par de semanas en la clínica. Llenaron las maletas de remedios, jeringas, cepillos y cuanta ayuda consiguieron de amigos dentistas. Apenas llegaron a la aldea vieron que ya había una fila de pacientes en la puerta del local, un recinto caliente e invadido de mosquitos, donde aparte de las paredes había muy poco más. La primera mujer tenía varios molares podridos y estaba enloquecida por el suplicio persistente de meses. Tabra sirvió de ayudante, mientras su amiga, que nunca había arrancado dientes, le anestesiaba la boca con pulso tembloroso y luego procedió a extraerle las piezas malas procurando no desmayarse en la operación. Cuando terminó, la infeliz le besó las manos, agradecida y aliviada. Ese día atendieron a quince pacientes y sacaron nueve muelas y varios dientes, mientras los hombres de la comunidad, en estrecho círculo, observaban y comentaban. A la mañana siguiente Tabra y la higienista dental llegaron temprano a la improvisada clínica y encontraron a la primera paciente del día anterior con la cara hinchada como una sandía. La acompañaba su marido, quien vociferaba indignado que le habían arruinado a la esposa, y ya se estaban juntando los varones del pueblo para vengarse. Aterrada, la higienista administró antibióticos y calmantes a la mujer, rogando al cielo que no hubiese consecuencias fatales.

«¿Qué he hecho? ¡Está deforme!», gimió cuando la pareja se fue.

«No es por la operación. El marido la agarró a bofetones anoche porque no llegó a tiempo a prepararle la comida», le explicó la persona que traducía.

– Así es la vida de la mayoría de las mujeres, Lori. Son siempre las más pobres de los pobres; hacen dos terceras partes del trabajo en el mundo, pero poseen menos del uno por ciento de los bienes -le expliqué.

Hasta entonces la fundación había repartido dinero obedeciendo a impulsos o cediendo a la presión de una causa justa, pero gracias a Lori establecimos prioridades: educación, el primer paso a la independencia en todo sentido; protección, porque hay demasiadas mujeres atrapadas en el miedo; y salud, sin la cual lo anterior sirve de poco. Agregué control de la natalidad, que para mí ha sido esencial, porque si no hubiese podido decidir algo tan básico como el número de hijos que tendría, no habría podido hacer nada de lo que he hecho. Por fortuna se inventó la píldora anticonceptiva, de lo contrario yo habría tenido una docena de chiquillos.

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