Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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Lori se apasionó con la labor de la fundación y en el proceso demostró que había nacido para ese trabajo. Tiene idealismo, es organizada, se fija hasta en el menor detalle y no le hace el quite al esfuerzo, que en este caso es mucho. Me hizo ver que no era cosa de repartir dinero con ventilador, había que evaluar los resultados y apoyar a los programas durante años; ésa es la única forma de que la ayuda sirva de algo. También teníamos que concentrarnos, no se podía poner parches en sitios remotos que nadie supervisaba o abarcar más de lo posible, era mejor dar más a menos organizaciones. En un año Lori cambió la fisonomía de la fundación y pude delegar todo en ella; sólo me pide que firme los cheques. Ha cumplido de manera tan notable, que no sólo multiplicó la ayuda que damos, sino también el capital, y ahora maneja más dinero del que nunca imaginamos. Todo se destina a la misión que nos hemos propuesto, cumpliendo así tu plan, Paula.

LOS JINETES DE MONGOLIA

A mediados de ese año tuve un sueño espectacular y lo anoté para contárselo a mi madre, como siempre hacemos ella y yo. No hay nada tan aburrido como escuchar sueños ajenos; por eso los psicólogos cobran caro. En nuestro caso los sueños son fundamentales, porque nos ayudan a entender la realidad y sacar a la luz lo que está enterrado en las cavernas del alma. Me hallaba al pie de un acantilado erosionado por el viento, sobre una playa de arena blanca, con un mar oscuro y un cielo límpido color añil. De pronto, en lo alto del acantilado surgían dos enormes caballos de guerra con sus jinetes. Bestias y hombres iban ataviados como guerreros asiáticos de la antigüedad -Mongolia, China o Japón-, con estandartes de seda, pompones y flecos, plumas y adornos heráldicos, una espléndida parafernalia de guerra brillando al sol. Después de un instante de vacilación al borde del abismo, los corceles levantaban las patas delanteras, relinchaban y con un salto de ángeles se lanzaban al vacío, formando en el cielo un amplio arco de telas, plumajes y pendones, mientras yo retenía el aliento ante el valor de aquellos centauros. Era un acto ritual y no suicida, una demostración de bravura y destreza. Un momento antes de tocar tierra, los caballos agachaban la cerviz y caían sobre un hombro, se ovillaban y rodaban sobre sí mismos levantando una nube de polvo dorado. Y cuando el polvo y el estrépito se aquietaban, los alazanes se ponían de pie a cámara lenta, con los jinetes encima, y se alejaban al galope por la playa hacia el horizonte. Días más tarde, cuando todavía andaba con esas imágenes frescas en la memoria, tratando de darles sentido, me topé con una autora de libros sobre sueños. Ella me dio su interpretación, que resultó parecida a lo que habían dicho las conchas en el jogo de búzios en Brasil: un largo y dramático derrumbe había puesto a prueba mi coraje, pero me había levantado y, como los corceles, me había sacudido el polvo y corría hacia el futuro. En el sueño los bridones sabían rodar y los jinetes no se soltaban de las monturas. Según ella, las pruebas pasadas me habían enseñado a caer y ya no debía temer, porque siempre podría ponerme de pie.

«Acuérdate de esos caballos cuando te sientas flaquear», dijo.

Me acordé dos días más tarde, cuando se estrenó una obra de teatro basada en mi libro Paula.

Camino al teatro pasamos por la feria de Folsom, en San Francisco. No sospechábamos que ese día era el carnaval de los sadomasoquistas: cuadras y cuadras abarrotadas de gente en las más extravagantes indumentarias.

«¡Libertad! ¡Libertad para hacer lo que quiero, joder!», gritaba un buen hombre vestido con una túnica de fraile abierta por delante para mostrar un cinturón de castidad. Tatuajes, antifaces, cachuchas de revolucionarios rusos, cadenas, látigos, cilicios de varias clases. Las mujeres lucían bocas y uñas pintadas de negro o verde, botas con tacones de aguja, portaligas de plástico negro, en fin, todos los símbolos de esta curiosa cultura. Había varias gordas monumentales sudando en pantalones y chalecos de cuero con esvásticas y calcomanías de calaveras. Damas y caballeros llevaban argollas o púas atravesadas en las narices, labios, orejas y pezones. Más abajo no me atreví a mirar. Sobre el frente de un coche de los años sesenta había una joven con los senos al aire y las manos atadas, a quien otra mujer vestida de vampiro azotaba con una fusta de caballo en el pecho y los brazos. No era broma, la tenía muy machucada y los gritos se oían por el barrio entero; todo esto ante la mirada divertida de un par de policías y varios turistas que tomaban fotos. Quise intervenir, pero Willie me agarró de la chaqueta, me levantó en vilo y me sacó de allí pataleando en el aire. Media cuadra más lejos vimos a un gigante panzón que llevaba a un enano atado con una correa y un collar de perro. El enano, como su dueño, iba con botas de combate y desnudo, excepto por un forro de cuero negro con remaches metálicos en el piripicho, sostenido precariamente por unas tiritas invisibles metidas en la raya del trasero. El chiquito nos ladró, pero el gigante nos saludó muy amable y nos ofreció chupetes dulces en forma de pene. Willie me soltó y se quedó mirando, boquiabierto, a la pareja.

«Si alguna vez escribo una novela, este enano será mi protagonista», dijo, inesperadamente.

Paula, la obra teatral, comenzó con los actores en un círculo, tomados de las manos, llamando a tu espíritu. Fue tan emocionante, que tampoco Willie pudo contener los sollozos cuando al final leyeron la carta que escribiste «para ser abierta cuando muera». Una bailarina etérea y graciosa, vestida con una camisa blanca, tenía el papel protagonista. A veces estaba tendida en una camilla, en coma, otras su espíritu danzaba entre los actores. No habló sino al final, para pedirle a su madre que la ayudara a morir. Cuatro actrices representaron diversos momentos de mi vida, desde la niña hasta la abuela, y pasaban de mano en mano un chal rojo de seda, que simbolizaba a la narradora. El mismo actor hizo de Ernesto y de Willie; otro era el tío Ramón y arrancó risas del público cuando le declaraba su amor a mi madre o explicaba que era descendiente directo de Jesucristo, vean la tumba de Jesús Huidobro en el cementerio católico de Santiago. Salimos del teatro en silencio, con la certeza de que tú flotas todavía entre los vivos. ¿Imaginaste alguna vez que tocarías a tanta gente?

Al día siguiente fuimos al bosque de tus cenizas a saludarte y saludar a Jennifer. Había terminado el verano, el suelo estaba tapizado de hojas crujientes, algunos árboles se habían vestido con los colores de la fortuna, desde cobre oscuro hasta oro refulgente, y en el aire ya se anunciaba la primera lluvia. Nos sentamos en un tronco de secuoya en la capilla formada por las cúpulas de los árboles.

Un par de ardillas jugaban con una bellota a nuestros pies, mirándonos de soslayo, sin miedo. Pude verte intacta, antes de que la enfermedad cometiera sus estragos: de tres años cantando y bailando en Ginebra, de quince recibiendo un diploma, de veintiséis vestida de novia. Los caballos de mi sueño, que caían y volvían a levantarse, me vinieron a la mente, porque me he caído y vuelto a levantar muchas veces en la vida, pero ninguna caída fue tan dura como la de tu muerte.

UNA BODA MEMORABLE

En enero de 1999, dos años después de la primera noche que pasaron juntos, Nico y Lori se casaron. Hasta entonces ella se había resistido porque no le parecía necesario, pero él consideró que los niños habían pasado por muchos sobresaltos y se sentirían más seguros si ellos se casaban. A Celia y Sally las habían visto siempre juntas y no cuestionaban su amor, pero creo que temían que Lori escapara en cualquier descuido. Nico tuvo razón, porque los chiquillos celebraron la decisión más que nadie.

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