Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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«A mí me gustan TUS tomates», replicó el, poniéndole una zarpa en el seno que tanto dinero le había costado. Y como ella se quedó paralizada de estupor ante aquella tropelía, él se sintió autorizado para dar el paso siguiente y la invitó a una orgía en que los comensales se desnudaban y se lanzaban de cabeza en una pila humana a retozar como los romanos en tiempos de Nerón. Costumbres de California, aparentemente. Tabra culpó a Willie, dijo que el pene no había sido un regalo artístico, sino una proposición deshonesta y un atentado a la decencia, tal como ella sospechaba. Hubo otros pretendientes, muy divertidos para nosotros, aunque no tanto para ella.

Tabra no era la única que nos daba sorpresas. Nos enteramos en esos días de que Sally y el hermano de Celia se habían casado para conseguirle a él una visa que le permitiera quedarse en el país. Para convencer al Servicio de Inmigración de que era una boda legítima, hicieron una fiesta con torta de novios y se tomaron una foto en la que Sally lleva puesto el famoso vestido de merengue que había languidecido en mi clóset durante años. Le rogué a Celia que escondiera la foto, porque no habría manera de explicar a los niños que la compañera de su mamá se había casado con el tío, pero a Celia no le gustan los secretos. Dice que a la larga todo se sabe y no hay nada más peligroso que las mentiras.

EN BUSCA DE UNA NOVIA

Nico se puso muy guapo. Llevaba el cabello largo como un apóstol y se le habían acentuado las facciones de su abuelo, ojos grandes de párpados lánguidos, nariz aristocrática, mandíbula cuadrada, manos elegantes. Era inexplicable que no hubiese una docena de mujeres arremolinadas en la puerta de su casa. A espaldas de Willie, que no entiende nada de estos asuntos, Tabra y yo decidimos buscarle novia, que es exactamente lo que hubieras hecho tú en esas circunstancias, hija, así es que no me riñas.

– En la India y muchos otros lugares del mundo los matrimonios son arreglados. Hay menos divorcios que en el mundo occidental -me explicó Tabra.

– Eso no prueba que sean felices, sino que tienen más aguante -alegué.

– El sistema funciona. Casarse por amor trae muchos problemas, es más seguro juntar a dos personas compatibles, que con el tiempo aprenden a quererse.

– Es un poco arriesgado, pero no se me ocurre una idea mejor -admití.

No es fácil hacer estos arreglos en California, como ella misma había comprobado durante años, ya que ninguna de las agencias casamenteras le consiguió un hombre que valiese la pena. El mejor había sido Lagarto Emplumado, pero seguía sin dar noticias. Revisábamos la prensa con regularidad para averiguar si la corona de Moctezuma había sido devuelta a México, pero nada. En vista de los nulos resultados obtenidos por Tabra, no quise recurrir a avisos en los periódicos ni a agencias; además, habría sido una indiscreción, ya que no lo había consultado con Nico. Mis amistades no servían porque ya no eran jóvenes y ninguna mujer en la menopausia se haría cargo de mis tres nietos, por muy majo que fuese Nico.

Me dediqué a buscar una novia por todos los rincones, y en el proceso se me afinó el ojo. Indagaba entre amigos y conocidos, escudriñaba a las jóvenes que solicitaban mi firma en las librerías, incluso abordé con desparpajo a un par de muchachas en la calle, pero ese método resultó poco eficiente y muy lento. A ese paso tu hermano cumpliría setenta años soltero. Yo estudiaba a las mujeres y al final las iba descartando por diversos motivos: serias o chinchosas, parlanchinas o tímidas, fumadoras o macrobióticas, vestidas como sus madres o con un tatuaje de la Virgen de Guadalupe en la espalda. Se trataba de mi hijo, la elección no podía tomarse a la ligera. Empezaba a desesperar, cuando Tabra me presentó a Amanda, fotógrafa y escritora, que deseaba hacer un reportaje conmigo en el Amazonas para una revista de viajes. Amanda era muy interesante y bella, pero estaba casada y pensaba tener hijos pronto, así es que no servía para mis designios sentimentales. Sin embargo, en la conversación con ella salió el tema de mi hijo y le conté el drama completo, porque ya no era ningún secreto lo que había sucedido con Celia; ella misma lo había ventilado a diestra y siniestra. Amanda me anunció que conocía a la chica ideal: Lori Barra. Era su mejor amiga, de corazón generoso, sin hijos, bonita, refinada, diseñadora gráfica de Nueva York, instalada en San Francisco. Tenía un pretendiente detestable, según ella, pero ya veríamos la forma de deshacernos de él y así Lori quedaría disponible para presentársela a Nico. No tan deprisa, le dije, primero yo debía conocerla a fondo. Amanda organizó un almuerzo y yo llevé a Andrea, porque me pareció que la joven diseñadora debía tener una idea aproximada de lo que se le vendría encima. De los tres, Andrea era sin duda la más peculiar. Mi nieta apareció vestida de mendiga,

con trapos rosados amarrados en diversas partes del cuerpo, un sombrero de paja con flores mustias y su muñeco Salve-el-Atún. Estuve a punto de llevarla a la rastra a comprar un atuendo más presentable, pero luego decidí que era preferible que Lori la conociera en su estado natural.

Amanda nada le dijo de nuestros planes a su amiga, ni yo a Nico, para no alarmarlos. El almuerzo en un restaurante japonés fue una buena artimaña que no levantó sospechas en Lori, quien sólo deseaba conocernos porque le gustaban las joyas de Tabra y había leído un par de mis libros, dos puntos a su favor. Tabra y yo quedamos bien impresionadas con ella, era un remanso de sencillez y encanto. Andrea la observó sin decir palabra mientras procuraba en vano echarse a la boca trozos de pescado crudo con dos palitos.

– En una hora no se conoce a una persona -me advirtió Tabra después.

– ¡Es perfecta! Hasta se parece a Nico, los dos son altos, delgados, guapos, de huesos nobles y se visten de negro: parecen mellizos. -Ésa no es la base de un buen matrimonio.

– En la India son los horóscopos, que tampoco es muy científico que digamos. Todo es cuestión de suerte, Tabra -repliqué. -Debemos saber más de ella. Hay que verla en circunstancias difíciles.

– ¿Como una guerra, dices tú?

– Eso sería ideal, pero no hay una cerca. ¿Qué te parece que la invitemos al Amazonas? -sugirió Tabra.

Y así fue como Lori, que nos había visto una sola vez por encima de un plato de sushi, terminó con nosotras volando al Brasil en calidad de ayudante de Amanda, la fotógrafa.

Al planear la odisea en el Amazonas imaginé que iríamos a un sitio muy primitivo, donde quedaría en evidencia el carácter de Lori y de

las demás expedicionarias, pero por desgracia el viaje resultó mucho menos peligroso de lo esperado. Amanda y Lori habían previsto hasta el menor detalle y llegamos sin inconvenientes a Manaos, después de unos días en Bahía, donde hicimos un alto para conocer a Jorge Amado. Tabra y yo habíamos leído su obra completa y queríamos averiguar si el hombre era tan extraordinario como el escritor.

Amado nos recibió con su esposa, Zélia Gattai, en su casa, sentado en una poltrona, amable y hospitalario. A los ochenta y cuatro años, medio ciego y bastante enfermo, todavía era dueño del humor y la inteligencia que caracterizan sus novelas. Era el padre espiritual de Bahía, había citas de sus libros en todas partes: grabadas en piedra, adornando las fachadas de los edificios municipales, en graffiti y en pinturas primitivas en las chozas de los pobres. Plazas y calles llevaban orgullosas los nombres de sus libros y personajes. Amado nos invitó a probar las delicias culinarias de su tierra en el restaurante de Dadá, una negra hermosa que no inspiró su célebre novela Doña Flor y sus dos maridos, porque era una niña cuando él la escribió, pero calzaba con la descripción del personaje: bonita, pequeña y agradablemente carnosa sin ser gorda. Esta réplica de Doña Flor nos agasajó con más de veinte suculentos platos y una muestra de sus postres, que culminó con pastelitos de punhetinha, que en la jerga local quiere decir «masturbación». ¡Ni que decir cómo me sirvió todo esto para mi libro Afrodita!

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