Isabel Allende - La Suma de los Días
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El viejo escritor también nos llevó a un terreiro o templo, del que era padre protector, para presenciar una ceremonia de candomblé, religión llevada por los esclavos africanos al Brasil hace varios siglos y que hoy cuenta con más de dos millones de adeptos en ese país, incluso blancos urbanos de clase media. Los oficios divinos habían comenzado temprano con el sacrificio de algunos animales a los dioses (orishas), pero esa parte no la vimos. La ceremonia se hizo en una construcción que parecía una modesta escuela, adornada con papel crepé y fotografías de las madres (maes) ya fallecidas. Nos
sentamos en duros bancos de madera y pronto llegaron los músicos y empezaron a golpear sus tambores con un ritmo irresistible. Entró una larga fila de mujeres vestidas de blanco, girando con los brazos en alto en torno a un poste sagrado, llamando a los orishas. Una a una fueron cayendo en trance. Nada de espumarajos por la boca ni violentas convulsiones, nada de velas negras ni serpientes, nada de máscaras terroríficas ni sangrientas cabezas de gallo. Las mujeres mayores se llevaban a otra pieza a las que caían «montadas» por los dioses y luego las traían de regreso, ataviadas con los coloridos atributos de sus orishas, para que siguieran danzando hasta el amanecer, cuando la liturgia concluía con una abundante comida de carne asada de los animales sacrificados, mandioca y dulces.
Me explicaron que cada persona pertenece a un orisha -a veces a más de uno- y en cualquier momento de la vida puede ser reclamado y tiene que ponerse al servicio de su deidad. Quise descubrir cuál era la mía. Años antes, cuando leí el libro de Jean Shinoda Bolen, mi hermana del desorden, sobre las diosas que supuestamente hay en cada mujer, quedé algo confundida. Tal vez el candomblé era más preciso. Una mae de santo, mujer enorme, vestida con una carpa de vuelos y encajes, con un turbante de varios pañuelos y una chorrera de collares y pulseras, nos «echó las conchas», que allá se llama jogo de búzios. Empujé a Lori para que se viera la suerte primero y las conchas le anunciaron un críptico nuevo amor, «alguien que conocía, pero que aún no había visto». Tabra y yo habíamos hablado mucho de Nico, aunque procurando que no se notaran nuestras intenciones; si para entonces Lori no lo conocía, es que había estado en la luna.
«¿Tendré hijos?», preguntó Lori. Tres, respondieron las conchitas.
«¡Ajá!», exclamé encantada, pero una mirada de Tabra me devolvió a la racionalidad. Después me tocó a mí. La mae de santo frotó largamente un puñado de conchitas, me hizo acariciarlas a mi vez y luego las tiró sobre un paño negro.
«Perteneces a Yemayá, la diosa de los océanos, madre de todo. Con Yemayá comienza la vida.
Es fuerte, protectora, cuida a sus hijos, los conforta y los ayuda en el dolor. Puede curar la infertilidad en las mujeres. Yemayá es compasiva, pero cuando se enoja es terrible, como una tormenta en el océano.» Agregó que yo había pasado por un gran sufrimiento, que me había paralizado por un tiempo, pero que ya empezaba a disiparse. Tabra, que no cree en estas cosas, debió admitir que por lo menos la parte de la maternidad me calzaba.
«Le apuntó por casualidad», fue su conclusión.
Visto desde el avión, el Amazonas es una mancha verde, interminable. Desde abajo es la patria del agua: vapor, lluvia, ríos anchos como mares, sudor. El territorio amazónico ocupa el sesenta por ciento de la superficie del Brasil, un área mayor que la India, y forma parte de Venezuela, Colombia, Perú y Ecuador. En algunas regiones impera todavía la «ley de la selva» entre bandidos y traficantes de oro, drogas, madera y animales, que se matan entre ellos y, si no pueden exterminar a los indios con impunidad, se las arreglan para expulsarlos de sus tierras. Es un continente en sí mismo, un mundo misterioso y fascinante. Me pareció tan incomprensible en su inmensidad, que no imaginé que podría servirme de inspiración, pero varios años más tarde usé mucho de lo que vi para mi primera novela juvenil.
Como resumen del viaje, ya que los detalles no caben en este relato, puedo decir que fue mucho más seguro de lo deseado, porque íbamos preparadas para una dramática aventura de Tarzán. Lo más cercano a Tarzán fue que una pulguienta mona negra se prendó de mí y me esperaba desde el amanecer en la puerta de mi pieza para instalarse sobre mis hombros, con la cola enrollada en mi cuello, a buscar piojos en mi cabeza con sus deditos de duende. Fue un romance delicado. Lo demás fue un paseo ecoturístico: los mosquitos resultaron soportables, las pirañas no nos arrancaron pedazos y no tuvimos que esquivar flechas emponzoñadas; contrabandistas, soldados, bandoleros y traficantes pasaron por nuestro lado sin vernos; no contrajimos la malaria; no se nos introdujeron gusanos bajo la piel ni peces como agujas por las vías urinarias. Las cuatro expedicionarias salimos sanas y salvas. Sin embargo, esta pequeña aventura cumplió ampliamente su propósito, ya que llegué a conocer a Lori.
CINCO BALAZOS
Lori pasó las pruebas con notas máximas. Era tal como la había descrito Amanda: de mente clara y bondad natural. Con discreción y eficiencia aliviaba la carga de sus compañeras, resolvía detalles engorrosos y suavizaba roces inevitables. Contaba con buenos modales, lo que es fundamental para la sana convivencia, piernas largas, que nunca están de más, y una risa franca que sin duda seduciría a Nico. Tenía la ventaja de unos pocos años más que él, ya que la experiencia siempre sirve, pero se veía muy joven. Era guapa, de facciones fuertes, con una estupenda melena oscura y crespa y ojos dorados, pero eso era lo de menos, porque mi hijo no atribuye ninguna importancia a la apariencia física; me riñe porque uso maquillaje y no quiere creer que con la cara lavada me veo como un carabinero. Observé a Lori con la atención de un buitre y hasta le puse algunas trampas, pero no pude sorprenderla en una falla. Eso me inquietó un poco.
Al cabo de un par de semanas, exhaustas, regresamos a Río de Janeiro, donde tomaríamos el avión a California. Nos alojamos en un hotel de Copacabana y, en vez de broncearnos en las playas de arena blanca, se nos ocurrió ir a una favela, para tener una idea de cómo viven los pobres y buscar otra pitonisa que hiciera el jogo de búzios, porque Tabra seguía fregándome con su escepticismo respecto a mi diosa Yemayá. Fuimos con una periodista brasilera y un chofer, que nos llevó en una camioneta por unos cerros de miseria absoluta, donde no entraba la policía y menos los turistas. En un terreno mucho más
modesto que el de Bahía, nos recibió una mujer de edad madura vestida con pantalones vaqueros. La sacerdotisa repitió el mismo ritual de las conchas que había visto en Bahía y sin vacilar dijo que yo pertenecía a la diosa Yemayá. Era imposible que las dos adivinas se hubiesen puesto de acuerdo. Esta vez Tabra debió tragarse sus comentarios irónicos.
Dejamos la favela y en el camino de vuelta vimos un modesto local donde vendían comida típica al peso. Me pareció más pintoresco que almorzar cóctel de camarones en la terraza del hotel y le pedí al chofer que se detuviera. El hombre se quedó en la camioneta para cuidar el equipo de fotografía, mientras las demás hacíamos cola frente a un mesón para que nos echaran el guiso con una cuchara de palo en un plato de cartón. No sé por qué salí afuera, seguida por Lori y Amanda, tal vez para preguntarle al chofer si deseaba comer. Al asomarme a la puerta del local, noté que la calle, antes llena de tráfico y actividad, se había vaciado, no pasaban vehículos, las tiendas parecían cerradas, la gente había desaparecido. Al otro lado de la calle, a unos diez metros de distancia, un joven con pantalones azules y una camiseta de manga corta, esperaba en la parada del bus. Por detrás avanzó un hombre parecido, también joven, con pantalones oscuros y una camiseta similar, que llevaba sin disimulo una pistola grande en la mano. Levantó el arma, apuntó a la cabeza del otro y disparó. Por un instante no supe lo ocurrido, porque el balazo no fue explosivo como en el cine, sino un sonido sordo y seco. Saltó un chorro de sangre antes de que la víctima cayera. Y cuando estaba en el suelo, el asesino le disparó cuatro tiros más. Luego, tranquilo y desafiante, se alejó por la calle. Avancé como una autómata hacia el hombre que se desangraba en el suelo. Se estremeció con un par de violentas convulsiones y enseguida se quedó quieto, mientras a su alrededor crecía y crecía un charco de sangre luminosa. No alcancé a agacharme a socorrerlo, porque mis amigas y el chofer, que se había escondido en la camioneta durante el crimen, me arrastraron hacia el vehículo. En un minuto la calle se volvió a llenar de gente, escuché gritos, bocinazos, vi a los clientes salir corriendo del restaurante.
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