Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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– Supe que en una fiesta de tu oficina estuviste conversando con una muchacha muy agradable, ¿quién es? -le pregunté.

– ¿Cómo lo sabes? -contestó, alarmado.

– Tengo mis fuentes de información. ¿Piensas llamarla?

– Me basta con tres niños, mamá. No me sobra tiempo para el romance. -Y se rió.

Estaba segura de que Nico podía atraer a quien quisiese: tenía facha de noble del Renacimiento italiano, era de buena índole, en eso salió a su padre, y no tenía nada de tonto, en eso salió a mí, pero si no se ponía las pilas iba a acabar en un monasterio trapense. Le conté del psiquiatra con su corte de holandesas que limpiaban las ventanas de nuestra casa, pero no manifestó el menor interés.

«No te metas», volvió a decirme Willie, como siempre. Por supuesto que iba a meterme, pero debía darle un poco de tiempo a Nico para que se lamiera las heridas.

SEGUNDA PARTE

EMPIEZA EL OTOÑO

Según el diccionario, otoño no sólo es la estación dorada del año, sino la edad en que se deja de ser joven. A Willie le faltaba poco para los sesenta y yo recorría con paso todavía firme la década de los cincuenta, pero mi juventud terminó junto a ti, Paula, en el corredor de los pasos perdidos de aquel hospital madrileño. Sentí la madurez como un viaje hacia dentro y el comienzo de una nueva forma de libertad: podía usar zapatos cómodos y ya no tenía que vivir a dieta ni complacer a medio mundo, sólo a aquellos que realmente me importan. Antes tenía las antenas siempre listas para captar la energía masculina en el aire; después de los cincuenta las antenas se me pusieron mustias y ahora sólo me atrae Willie. Bueno, también Antonio Banderas, pero eso es puramente teórico. A Willie y a mí nos cambió el cuerpo y la mente. La memoria prodigiosa de él comenzó a dar tropezones, ya no podía recordar los números de teléfono de todos sus amigos y conocidos. Se puso tieso de espalda y rodillas, sus alergias empeoraron y me acostumbré a oírlo carraspear a cada rato como una vieja locomotora. A su vez, él se resignó a mis peculiaridades: los problemas emocionales me producen retortijones de barriga y dolor de cabeza no puedo ver películas sanguinarias, no me gustan las reuniones sociales, devoro chocolate a escondidas, me enojo con facilidad y boto dinero como si éste creciera en los árboles. En este otoño de la vida por fin nos conocemos y nos aceptamos enteramente; nuestra relación se enriqueció. Estar juntos nos resulta tan natural como respirar y la pasión sexual dio paso a encuentros más reposados y tiernos. Nada de castidad. Estamos apegados, ya no queremos separarnos, pero eso no significa que no tengamos algunas peleas; nunca suelto mi espada, por si acaso.

En uno de los viajes a Nueva York, estación obligada en todas las giras de promoción de mis libros, visitamos a Ernesto y Giulia en su casa de Nueva Jersey. Nos abrieron la puerta y lo primero que vimos al entrar fue un pequeño altar con una cruz, las armas de aikido de Ernesto, una vela, dos rosas en un vaso y una fotografía tuya. La casa tenía el mismo aire de blancura y sencillez de los ambientes que tú habías decorado en tu corta vida, tal vez porque Ernesto compartía el mismo gusto.

«Ella nos protege», nos dijo Giulia señalando tu retrato al pasar, con la mayor naturalidad. Comprendí que esa joven había tenido la inteligencia de adoptarte como amiga en vez de competir con tu recuerdo, y con eso se ganó la admiración de la familia de Ernesto, que te había adorado, y por supuesto, de la nuestra. Entonces empecé a planear la forma de que se instalaran en California, donde podrían ser parte de la tribu. ¿Qué tribu? Quedaba poco de ella: Jason en Nueva York, Celia con otra pareja, Nico enfurruñado y ausente, mis tres nietos yendo y viniendo con sus maletitas de payaso, mis padres en Chile, y Tabra viajando por ignotos rincones del mundo. Hasta Sabrina tenía su propia vida y la veíamos poco; ya podía circular sola con un andador y para Navidad pidió una bicicleta más grande que la que tenía.

– Nos estamos quedando sin tribu, Willie. Debemos hacer algo pronto o acabaremos jugando al bingo en una residencia geriátrica en Florida, como tantos viejos americanos, que están más solos que si se hallaran en la Luna.

– ¿Cuál es la alternativa? -preguntó mi marido, pensando seguramente en la muerte.

– Convertirnos en una carga para la familia, pero antes tenemos que aumentarla -le informé.

Era broma, claro, porque lo más temible de la vejez no es la soledad, sino la dependencia. No quiero molestar a mi hijo y mis nietos con mi decrepitud, aunque no estaría mal pasar mis últimos años cerca de ellos. Hice una lista de prioridades para mis ochenta años: salud, recursos económicos, familia, perra, historias. Los dos primeros me permitirían decidir cómo y dónde vivir; tercero y cuarto me acompañarían; y las historias me mantendrían callada y entretenida, sin fregar a nadie. A Willie y a mí nos aterra perder la mente y que Nico o, peor aún, extraños, decidan por nosotros. Pienso en ti, hija, que estuviste meses a merced de desconocidos antes de que pudiéramos traerte a California. ¿Cuántas veces habrás sido maltratada por un médico, una enfermera o una empleada y yo no lo supe? ¿Cuántas veces habrás deseado en el silencio de ese año morir pronto y en paz?

Los años transcurren sigilosos, de puntillas, burlándose en susurros, y de pronto nos asustan en el espejo, nos golpean a mansalva las rodillas o nos clavan una daga en la espalda. La vejez nos ataca día a día, pero parece que se pone en evidencia al cumplirse cada década. Existe una fotografía mía a los cuarenta y nueve años, presentando El plan infinito en España; es la de una mujer joven, las manos en las caderas, desafiante, con un chal rojo sobre los hombros, las uñas pintadas y unos largos zarcillos de Tabra. Fue en ese mismo momento, con Antonio Banderas a mi lado y un vaso de champán en la mano, cuando me anunciaron que acababas de entrar al hospital. Salí corriendo, sin imaginar que tu vida y mi juventud estaban por acabar. Otra foto mía, un año más tarde, muestra a una mujer madura, el pelo corto, los ojos tristes, la ropa oscura, sin adornos. Me pesaba el cuerpo, me miraba en el espejo y no me reconocía. No fue sólo pena lo que me envejeció súbitamente, porque al revisar el álbum de fotos familiares puedo comprobar que cuando cumplí treinta y después cuarenta también hubo un cambio drástico en mi aspecto. Así será en el futuro, sólo que en vez de notarlo en cada década, será cada año bisiesto, como dice mi madre. Ella va veinte años más adelante que yo, abriéndome el camino, mostrándome cómo seré en cada etapa de mi vida.

«Toma calcio y hormonas, para que no te fallen los huesos, como a mí», me aconseja. Me repite que me cuide, que me quiera, que saboree las horas, porque se van muy rápido, que no deje de escribir, para mantener la mente activa, y que haga yoga para poder agacharme y ponerme sola los zapatos. Agrega que no me esmere en preservar una apariencia joven, porque los años se me notarán de todos modos, por mucho que trate de disimularlos, y no hay nada tan ridículo como una vieja con ínfulas de lolita. No hay trucos mágicos que eviten el deterioro, sólo se puede posponer un poco.

«Después de los cincuenta, la vanidad sólo sirve para sufrir», me asegura esa mujer con fama de bella. Pero me asusta la fealdad de la vejez y pienso combatirla mientras me quede salud; por eso me estiré la cara con cirugía plástica, ya que todavía no han descubierto la forma de rejuvenecer las células con un jarabe. No nací con la espléndida materia prima de Sofía Loren, necesito toda la ayuda que pueda conseguir. La operación equivale a desprender músculos y piel, cortar lo que sobra y coser la carne de nuevo a la calavera, tirante como malla de bailarín. Durante semanas tuve la sensación de andar con una máscara de madera, pero al final valió la pena. Un buen cirujano puede engañar al tiempo. Éste es un tema que no puedo tocar delante de mis Hermanas del Desorden o de Nico, porque sostienen que la ancianidad tiene su propia hermosura, incluso con verrugas peludas y varices. Tú eras de la misma opinión. Siempre te gustaron más los viejos que los niños.

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