Nico encontró una vieja casa a dos cuadras de la nuestra y la remodeló cambiándole los pisos, las ventanas y los baños. Contaba con un jardín coronado por dos enormes palmeras y se asomaba a la orilla de una pequeña laguna donde anidaban gansos y patos salvajes. Allí vivía con el hermano de Celia, a quien le ofreció techo durante un año, y quien por alguna razón no se fue con su propia hermana. Ese joven seguía buscando su destino sin mucho éxito, tal vez porque no
tenía permiso de trabajo y su visa de turista, que ya había renovado un par de veces, estaba a punto de expirar. A menudo se deprimía o se ponía de mal humor, y en más de una ocasión Nico debió parar en seco las rabietas de aquel hombre que ya no era su cuñado pero seguía siendo su huésped.
Para Celia y Sally, que tenían empleos con horario flexible, cuidar a los niños en la semana que les tocaba no era tan complicado como para Nico, que debía hacerlo solo y trabajaba muy lejos. Ligia, la misma señora que había mecido a Nicole en los meses de su llanto inconsolable, lo ayudaba y continuaría haciéndolo por varios años. Ella recogía a mis nietos en la escuela, donde había un jardín de infancia al que incluso Nicole podía asistir, los llevaba a la casa y se quedaba con ellos hasta que llegaba yo, si podía hacerlo, o Nico, quien trataba de salir más temprano de su oficina en la semana en que tenía a sus hijos y compensaba las horas cuando no los tenía. Nico nunca dio muestras de azoramiento o impaciencia, por el contrario, era un padre alegre y tranquilo. Gracias a su organización mantenía rodando su hogar, pero se levantaba al alba y se acostaba muy tarde, extenuado.
«No tienes ni un minuto para ti mismo, Nico», le dije un día.
«Sí, mamá, tengo dos horas solo y callado en el coche cuando voy y vuelvo de la oficina. Mientras más tráfico, mejor», me contestó.
La relación de Nico y Celia se puso color de hormiga. Nico defendía su territorio como podía, y la verdad es que yo no lo ayudaba en esa ingrata tarea. Por último, cansado de chismes y pequeñas traiciones, me pidió que cortara mi amistad con su ex mujer, porque, tal como estaba la situación, él debía pelear en dos frentes. Se sentía desdeñado e impotente como padre de los niños y atropellado por su propia madre. Celia acudía a mí si necesitaba algo, y yo no lo consultaba a él antes de actuar, así es que, sin quererlo, saboteaba algunas decisiones que ellos habían acordado antes y que después Celia cambiaba. Además, le mentía para evitar explicaciones y, por supuesto, siempre me pillaba; por ejemplo, los niños se encargaban de decirle que me habían visto el día anterior en casa de su madre.
La Abuela Hilda, perpleja con el curso de los acontecimientos, volvió a Chile a casa de Hildita, su única hija. No se le oyó ni una palabra de crítica, se abstuvo de dar su opinión, fiel a su fórmula de evadir conflictos, pero Hildita me contó que cada tres horas se echaba a la boca una de sus misteriosas píldoras verdes para la felicidad; tuvieron un efecto mágico, porque cuando un año más tarde volvió a California, pudo visitar a Celia y Sally con el mismo cariño de siempre.
«Estas niñas son tan buenas amigas, da gusto ver cómo se avienen», dijo, repitiendo el comentario que me había hecho mucho antes, cuando nadie sospechaba lo que iba a ocurrir.
En los primeros tiempos yo hablaba por teléfono escondida en el baño para concertar citas clandestinas con Celia. Willie me oía cuchichear y empezó a sospechar que yo tenía un amante, nada más halagador, porque bastaba verme desnuda para comprender que no mostraría mis carnes a nadie más que a él. Pero en realidad a mi marido no le alcanzaban las fuerzas para ataques de celos. En esa época tenía más casos legales que nunca entre las manos y todavía no se daba por vencido con el de Jovito Pacheco, aquel mexicano que se cayó de un andamio en un edificio en construcción de San Francisco. Cuando la compañía de seguros le negó una indemnización, Willie entabló juicio. La selección del jurado era fundamental, como me explicó, porque existía una creciente hostilidad contra los inmigrantes latinos y era casi imposible conseguir un jurado benevolente. En su larga experiencia como abogado había aprendido a descartar del jurado a personas obesas, que por alguna razón siempre votaban contra él, y a los racistas y xenófobos, que siempre existían, pero que aumentaban día a día. La hostilidad entre anglos y mexicanos en California es muy antigua, pero en 1994 se aprobó una ley, la Proposición 187, que hizo explotar ese sentimiento. A los estadounidenses les encanta la idea de la inmigración, es el fundamento del sueño americano -un pobre diablo que llega a estas orillas con una maleta de cartón puede convertirse en millonario-, pero detestan a los inmigrantes. Ese odio, que sufrieron escandinavos, irlandeses, italianos, judíos, árabes y otros inmigrantes, es peor contra la gente de color y en especial contra los hispanos, porque son muchos y no hay forma de detenerlos. Willie viajó a México, alquiló un coche y, siguiendo las complicadas indicaciones que le habían dado por carta, anduvo durante tres días culebreando por huellas polvorientas hasta llegar a una aldea remota con casitas de barro. Llevaba una fotografía amarillenta de la familia Pacheco, que le sirvió para identificar a sus clientes: una abuela de hierro, una viuda tímida y cuatro niños sin padre, entre ellos uno ciego. Nunca habían usado zapatos, carecían de agua potable y electricidad, y dormían en jergones en el suelo.
Willie convenció a la abuela, quien dirigía con mano firme a la familia, de que debían acompañarlo a California para presentarse en el juicio y le aseguró que le mandaría los medios para hacerlo. Cuando quiso regresar a Ciudad de México, se dio cuenta de que la autopista pasaba a quinientos metros del villorrio, pero ninguno de sus clientes la había usado jamás; por eso sus instrucciones sólo indicaban los senderos de mulas. Pudo hacer el camino de vuelta en cuatro horas. Se las arregló para conseguir visas para una breve visita de los Pacheco a Estados Unidos, los metió en un avión y los trajo, mudos de espanto ante la perspectiva de elevarse en un pajarraco metálico. En San Francisco descubrió que en ningún motel, por modesto que fuese, la familia se sentía a gusto: no sabían de platos ni cubiertos -comían tortillas- y nunca habían visto un excusado. Willie tuvo que hacerles una demostración, que produjo ataques de risa de los niños y perplejidad en las dos mujeres. Los intimidaba esa inmensa ciudad de cemento, ese torrente de tráfico y esa gente que hablaba una jerigonza incomprensible. Por último los amparó otra familia mexicana. Los niños se instalaron frente a la televisión, incrédulos ante tal prodigio, mientras Willie procuraba explicar a la abuela y la viuda en qué consistía un juicio en Estados Unidos.
El día señalado se presentó con los Pacheco en el tribunal: la abuela delante, envuelta en su rebozo y con unas chancletas que apenas podía sostener en sus anchos pies de campesina, sin comprender nada de inglés, y atrás la viuda con los niños. En el alegato final, Willie acuñó una frase de la que nos hemos burlado por años: «Señores del jurado, ¿van a permitir que el abogado de la defensa arroje a esta pobre familia en el basural de la historia?». Pero ni eso logró conmoverlos. No les dieron nada a los Pacheco.
«Esto jamás le habría pasado a un blanco», comentó Willie mientras se preparaba para apelar ante un tribunal superior. Estaba indignado por el resultado del juicio, pero la familia lo tomó con la indiferencia de la gente acostumbrada a la desgracia. Esperaban muy poco de la vida y no entendían por qué ese abogado de ojos azules se había dado el trabajo de ir a buscarlos a su aldea para mostrarles cómo funcionaba un excusado.
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