Federico Andahazi - Errante en la sombra

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Errante en la sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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Errante en la sombra es una novela musical, un relato que se despliega como un espectáculo frente al cual el lector es a la vez espectador de una trama que transcurre en esa Buenos Aires que una vez fue realidad y ahora es leyenda. Con la naturalidad y el artificio propios de los protagonistas de los mejores musicales, los personajes de esta novela se expresan cantando y bailando, en medio de una historia que por momentos parece una parodia de sí misma. El autor de El Anatomista plasma aquí una nueva forma narrativa. Con indudable maestría, ofrece a un tiempo el placer de la lectura y el de asistir en directo y en primera fila a un inédito melodrama musical tanguero.

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Aunque no creas se los ve por todos lados;
nobles patricios que no faltan a la misa
y cajetillas de prontuario inmaculado
que santigu á ndose de todo se horrorizan;
ten é s que ver sus berretines elevados
que hasta en Sodoma los hubieran condenado.

Bravos guerreros de uniforme decorado
con mil medallas que les cruzan la pechera,
recordatorios de sus é picas haza ñ as;
si vos los vieras en el catre disfrazados
con portaligas cual rante cabaretera pensar í as:
"son mis ojos que me enga ñ an".

Vi monse ñ ores que se espantan del pecado,
que al tango acusan de ser m ú sica profana,
que el cabarute no sirve ni para abono;
pero hay que verlos despu é s de haber pagado;
se levantan, se acomodan la sotana
y encima te baten: "piba, yo te perdono".

De modo que Ivonne ya sabe qué significa "quiero que conozcas a alguien" en boca de André Seguin. Lo mira como diciendo "hagamos esto lo más rápido posible" y se pone de pie para apurar el trámite. Sin dejar de sonreír, el gerente la conduce hasta una mesa del salón reservado, y cuando están frente al numeroso grupo de hombres que trasiegan champán como si fuese la última vez, Ivonne piensa lo peor. André le hace un gesto con la cabeza al que ocupa la cabecera y entonces el tipo se pone de pie.

Ivonne no lo había reconocido hasta que de pronto escucha su voz, la misma voz que, desde la bocina de la vitrola, le había salvado la vida durante sus días de cautiverio. Tiene el impulso de abrazarlo como se abraza a un padre. Pero no atina a hablar ni a moverse. Aquellos ojos azules y tristes se humedecen con una emoción tan vasta como el océano que la separa de su patria.

– Es el humo -musita Ivonne tímidamente.

Y mientras trata de evitar que el rimel se le corra, se aleja unos pasos y en la oscuridad, con la voz quebrada, empieza a cantar:

No me delates, coraz ó n,
no dejes que se d é cuenta
que tiemblo como un gorri ó n
ocultando mi pavor mientras fumo,
y esta l á grima que intenta
darle rienda a la emoci ó n,
que no acuse que por dentro me consumo.
Y por si alguno comenta:
" ¿ Qu é le anda pasando a Ivonne?":
…es el humo, s ó lo el humo.
Si vieras que oculto mi frente
tras mis manos temblorosas
y me abrumo sin motivo,
de repente, no vayas a pensar cosas,
…es el humo, s ó lo el humo.
Si vieras en mi carrillo
una l á grima rodando
y me consumo
igual que este cigarrillo,
no creas que estoy llorando,
…es el humo, s ó lo el humo.

Y mientras Gardel, ocultándose bajo el ala del chambergo, la toma del brazo y la conduce hacia la puerta trasera, al ver sus ojos humedecidos le pregunta si le pasa algo. La mujer, dejándose llevar, repite como para sí:

– Es el humo…

14

Juan Molina esperaba que el utilero le hiciera la señal para entrar en el escenario. Preparado tras bambalinas, se secaba el sudor de la frente hecho de gotas de nervios y pudor. Desde el palco sonaban los acordes matizados de la Orquesta Típica de Pancho Spaventa, y podía ver proyectadas sobre el telón las sombras de las parejas bailando en la pista. Nunca había estado frente al público y ahora podía experimentar el desasosiego del que tantas veces había oído hablar. Por un momento pensó en darse media vuelta y huir para no volver. Se arrepintió, sinceramente, de haber renunciado al astillero. Pero ya estaba ahí, con medio cuerpo asomado al abismo. Oculto entre las sombras, cuanto más pensaba en que por ese mismo escenario habían pasado Gardel y Razzano, Juan Carlos Cobián, Arólas y Fresedo; cuanto más recordaba que esas tablas eran las mismas a las que les habían sacado lustre los Urdaz, la mejor pareja de baile que tuviera Buenos Aires, tanto más era el pánico que lo invadía. Pero el conjunto de sentimientos que se le anudaba en la garganta podía resumirse en uno solo: vergüenza. Eso era; exactamente eso: vergüenza. No había dicho a nadie que aquel iba a ser el día de su debut. Y así, cociéndose en el fuego lento de la espera, ni bien terminó de sonar la orquesta, escuchó la voz radiofónica del presentador que, luego de un preámbulo interminable que incluía las palabras "único", "joven", "nunca visto" y otros adjetivos cuanto menos excesivos, anunció su ingreso inminente. El utilero le hizo la seña, se colgó de la soga y el telón comenzó a abrirse. Juan Molina se persignó, miró hacia las alturas invisibles del techo y se dispuso a salir al ruedo.

Vergüenza. En medio de los aplausos mezclados con las risas, Molina siente vergüenza. Una vergüenza que le duele en el pecho. La luz del reflector le atraviesa los párpados. No quiere abrir los ojos por pura vergüenza. Vergüenza y una lástima infinita de sí mismo. Contra su voluntad, sin embargo, tiene que hacerlo. Entonces se ve en el reflejo del salón espejado y tiene la certeza de que la vergüenza es capaz de matar. Contempla su humanidad, de pie en el centro del escenario, iluminada por el cono vergonzoso del seguidor y cuando se ve así, vestido de luchador, las calzas rayadas que oprimen sus piernas, la musculosa roja y el cinturón de campeón ciñéndole el vientre, cree morir de vergüenza. En algún momento, suena la campana y todo es un ruido ensordecedor: los gritos del público, los gruñidos de su contrincante, el redoblante de la orquesta. Necesita acallar ese ruido insoportable pero, sobre todo, morigerar aquella vergüenza que le trepa desde las entrañas. Entonces canta, mientras se abalanzaba contra su oponente, canta a los gritos un tango triste para tapar aquel ruido infame:

Á ngel de los cabarutes
que vol á s sobre la farra
y sos el alma 'e la viola
cuando Razzano la toca
no le cuentes a la barra
del viejo bar de la Boca
que este ha sido mi debute;
dec í que me has visto cantando
a la luz del seguidor,
que due ñ o del escenario
me luc í como cantor
y no como triste otario.

A medida que avanza la pelea, el público se enfervoriza y grita cada vez más, de modo que Juan Molina, al tiempo que esquiva llaves y golpes, canta cada vez más fuerte aunque nadie lo escuche:

Musa del tanguito criollo,
de milonga y escolazo
que le das aire a los fuelles
de los rantes bandoneones,
no dig á s que ando a los bollos
y disfrazao de payaso
entregao a los leones.
Dec í , por si te pregunta
la gente de la pensi ó n
que me viste emocionado,
que a ellos he dedicado
la m á s sentida canci ó n.

Pelea con furia. No es, sin embargo, una furia dirigida a su rival sino a su suerte miserable. Por eso canta con desesperación.

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