Te cre é s que porque francesa
hay que rendir pleites í a,
que hay que besarte los pies.
No s é qu é ven los chabones,
qu é gualicho les hac é s
pero pierden la cabeza
y los bolsillos vac í an
cuando bat í s en franc é s.
Y mientras se estrecha el círculo, una que porta una delantera que mete miedo, con un gesto desafiante toma la palabra:
Yo no s é lo que te han visto
si ten é s menos pecheto
que puchero de verdura
y hasta menos carnadura
que la que ten í a Cristo.
Ser á que verte da pena,
ser á que al bac á n conmueve
ver tan flaca Magdalena
de raqu í tica factura,
que a la caridad los mueve.
Una tercera, bien entrada en carnes, se abre paso entre las demás y con una sonrisa amenazadora entona:
Decime qu é les hac é s,
confesame tu secreto,
si un f ó sforo parec é s,
palito 'e roja cabeza,
no te queda ni esqueleto;
ser á que tu gran proeza
es chamuyar en franc é s
y cantar la Marsellesa.
Lejos de intimidarse, Ivonne se incorpora de la banqueta de la barra, levanta el mentón y, haciendo valer su estatura, examina a su corpulenta desafiante de arriba abajo y le contesta:
Sentate, no te agites,
me doy cuenta que est á s gruesa,
no perd á s las ilusiones,
que no baje tu moral,
todo llega aunque se tarda,
podr í as ser reina e' belleza
y ligarte unas cocardas
all á por los corralones
de la Sociedad Rural.
Entonces, viendo que Ivonne no se amedrenta, las chicas le cantan a coro:
Es un viejo mandamiento
de las chicas del oficio:
palabras de amor ni besos
a otro que no sea el cafishio;
francesita ventajera
besando a los cuatro vientos
para agenciarte unos pesos
ment í s amor a cualquiera.
Ivonne gira sobre su eje mirando a todas y a cada una. Finalmente clava la vista en los ojos de la más veterana, deja escapar una risa teatral, y le espeta:
Araca que habl ó Sarmiento,
vos s í que no ten é s vicios,
Su Majestad no da besos
pero hay que ver el aliento
a pescao mezclao con queso
que te dej ó el ejercicio
de ser monja de convento.
Qu é me ven í s a hablar de eso
si una legi ó n de patricios
con todo su pelot ó n,
caballos y regimiento,
hicieron un campamento
al cobijo 'e tu calz ó n.
Finalmente, cuando las cosas están por pasar a mayores (algunas de las chicas dejan ver las navajas que esconden entre el portaligas y el muslo), aparece André Seguin y, muy a su pesar, tienen que dejar a Ivonne en paz.
Tal como se lo reprochaban sus compañeras, los clientes de Ivonne terminaban enamorándose. En un arrebato de redención querían convencerla de que dejara esa vida, como si aquel sitio fuera una basílica y no un antro de la noche y ellos fuesen monjes franciscanos y no asiduos visitantes de prostíbulos y cabarets. Le decían que estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y huir con ella. Ivonne no vendía sexo sino la ilusión del amor. Todas las noches, en la barra del Royal Pigalle, la espera un tendal de corazones partidos. Y cada uno se cree el único, el privilegiado de recibir el calor de sus labios, viendo en los demás unos pobres desgraciados que pagan por sexo. Y mientras esperan, van cantando sus cuitas mientras trasiegan un champán tras otro:
Acodao sobre la barra
verte llegar ansío,
y a trav é s del cristal de la copa,
que una tras otra vac í o,
veo pasar la farra
tirao como vieja estopa
esperando que tus labios,
que dijiste que eran m í os,
vuelvan a tocar mi boca.
El viejo cajetilla que se sienta al lado, mientras mira con desprecio a los otros parroquianos que esperan en la barra, entona:
Yo s é que te tengo loca,
lo s é por viejo y por sabio,
pobre esta manga de giles
que entregados al escabio
ignoran que a m í me toca
lo que ya quisieran miles:
el secreto de tus labios
que s ó lo a los m í os besan
desde tus tiernos abriles.
El siguiente, un hombre joven con pretensiones de dandi, apura un cigarrillo rubio mientras canta:
Los veo escabiar barriles
mientras hincaos al esta ñ o
a San Antonio le rezan
estos bacanes seniles.
A ver, despejen el pa ñ o,
yo s é que la edad les pesa,
no se hagan los chanchos rengos
que lleg ó el langa del a ñ o,
el ú nico al que Ivonne besa.
Agarren ya sus muletas
y rajen pa' el cotolengo.
Y cuando finalmente Ivonne hace su aparición, se pasea indiferente por delante de la barra y entonces todos cantan a su paso:
Dejo todo lo que tengo
y voy haciendo las maletas
pa' que juntos nos rajemos.
Qu é me importa a m í la bruja,
los pibes; con vos me vengo.
Si hay que romperle la jeta
a ese cafiolo ciruja
cont á con un servidor,
que va a jugarse tu amor
aunque los leones le rujan,
aunque muera en el intento,
as í yo tenga que ir preso
no via' dejar que tus besos
se vayan como va el viento.
Entonces Ivonne iniciaba su larga noche de trabajo. Y cuando por fin llegaba la madrugada, vaciaba la cartera sobre el escritorio de André Seguin, dejando una montaña de billetes hechos con el carmín de sus labios.
Y así se sucedían los días y se multiplicaban los amantes, hasta que sucedió lo inesperado. Ivonne iba a sentir en carne propia el castigo que les infligía a sus dolidos clientes: el desasosiego del amor.
Juan Molina dio parte de enfermo en el astillero. La prudencia le aconsejó no renunciar. Sin embargo, la falta no solamente ponía en riesgo su puesto, sino que, además, habrían de descontarle el día. Y todavía tenía que pagar la pensión. El Royal Pigalle era el templo de sus ilusiones. Desde aquel lejano día en el que se había escapado de la casa soñaba, día tras día, con pisar el alfombrado que imaginaba rojo. Acariciaba la idea de sentarse a una de sus mesas y, bajo las luces tenues y la música de la orquesta de Canaro, entre copa y copa, cabecear a una sonriente francesita ataviada de soir é e de las que poblaban el salón y, después de bailar unas piezas, pasar al reservado. Y ahora el destino le regalaba la posibilidad de entrar por la puerta grande, derecho al escenario de la mano de Mario Lombard. Era su oportunidad y no estaba dispuesto a perderla.
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