A las dos y media de la tarde estaba en Corrientes al ochocientos. No quería mostrarse solo y esperando en la puerta. De modo que se quedó haciendo guardia en la vereda de enfrente hasta que llegara su representante. Apoyado en un farol, las manos en los bolsillos, una pierna recogida contra la columna y ocultos los ojos debajo del ala del chambergo, cada tanto se miraba en el reflejo de una vidriera para controlar que estuviera presentable. Le sorprendió el súbito movimiento de gente que se agolpaba frente a las puertas cerradas del cabaret: hombres que se turnaban para hablar con un portero sin uniforme y mujeres de largos tapados que ocultaban las caras detrás de las chalinas que llevaban sobre los hombros. Hubo algunos intercambios de palabras con el portero primero, y entre ellos después. Luego de algunos conciliábulos se formó una fila que iba creciendo con el correr de los minutos. En ese momento llegó Balbuena. Lo vio conversar con el tipo de la puerta, escuchó cómo elevaba el tono de voz y, ante la decidida indiferencia del hombre, caminó hasta el final de la fila. Juan Molina cruzó la calle y fue a su encuentro. Luego de un saludo malhumorado, Balbuena le hizo saber de su indignación. Daba la casualidad que ese día habían llamado a audición y el idiota de la puerta, al que evidentemente habían tomado hacía poco tiempo, no lo conocía. Por más que le dijo que lo estaba esperando Mario Lombard, se negó a dejarlo pasar.
– Le va salir caro…, le va salir caro -repetía Balbuena rojo de furia.
Los transeúntes que pasaban junto a la cola miraban sorprendidos. Juan Molina se sintió una suerte de animal exótico en un zoológico. Y era el que tenía menos motivos para sentirse observado: detrás de ellos había uno que estaba disfrazado de gaucho de varieté, más allá había una imitación de Valentino, versión Avellaneda. Y, con vergüenza ajena, pudo ver que la fila se fue plagando de falsos gardeles de caricatura y de "forzudos" circenses que se destacaban dos cabezas por encima del resto.
– Ahora me van a escuchar -amenazaba el representante.
De pronto, ni bien el portero abrió una de las hojas, se armó una estampida, rápidamente contenida bajo amonestación:
– O entran de a uno en fondo o no entra ninguno -vociferó el guardián.
Entonces, como una manada de mansos corderos, aquella comparsa carnavalesca comenzó a entrar lentamente.
Juan Molina comprobó maravillado que el Royal, con el que siempre había soñado, era más imponente aún de lo que había imaginado. El alfombrado rojo cubría por completo el salón principal. La iluminación a norrio dejaba ver los andamios del techo sobre cuya breve superficie caminaban utileros y tramoyistas. Siguiendo la fila, subieron las escaleras que conducían al Teatro Royal, ubicado en el primer piso. Era un salón pequeño pero de un lujo asiático. Las paredes estaban revestidas de espejos y, más allá, en un ángulo, se elevaba el palco de la orquesta. Mientras eran arreados por un hombre flaco en grado patológico, afeminado y en extremo nervioso, a su paso se cruzaban con las coristas que iban o venían de ensayar, las piernas cubiertas con medias de red, la cintura comprimida bajo la tiranía de los corsets y el escote armado que les levantaba el busto hasta alturas insólitas. Se paseaban así, semidesnudas, con la naturalidad de quien se dirige a la oficina. En los pasillos laberínticos que conducían a los camarines, el arriero de estrellas en ciernes dio la orden de alto y separó al ganado en distintos grupos:
– Los del cachacascán, por aquí.
Entonces los "forzudos", cuadrados como roperos, se ubicaron sobre una tarima amplia.
– Las chicas, por allá.
Las mujeres se separaron de la fila y se perdieron detrás de la puerta de lo que parecía ser una oficina.
– Los cantantes, síganme.
Los únicos que habían quedado, entre ellos Juan Molina, fueron ubicados en un rincón, al pie de la tarima donde se agolpaban los luchadores.
– Quédese tranquilo -dijo Balbuena-, ahora lo vamos a ver a Mario, espéreme, ahora vuelvo -agregó y se perdió en el tumulto.
Los cantores, entre quienes estaban los gardeles los valentinos y los gauchos, eran en total unos quince. En una mesa frente a ellos se ubicó lo que aparentaba ser una suerte de tribunal compuesto por tres jueces malhumorados.
– Que pase el primero -sentencia el que preside la audiencia.
El primero es una especie de gaucho, que ha compuesto su vestuario con elementos más bien heterogéneos: por fuera de las bombachas luce unas botas que parecen las de un bombero, y lleva al cuello un pañuelo evidentemente hurtado del ropero de su madre. Arranca con los primeros acordes de "El taita":
Soy el taita de Barracas,
de aceitada melenita
y camisa planchadita
cuando me quiero lucir… .
Suficiente. El jurado considera la elección de aquel tango como un intento de intimidación. Por otra parte, en términos meramente artísticos, el candidato hubiese conseguido ofender a un perro.
– Gracias, el que sigue -es la sentencia condenatoria del jurado.
A todo esto, sobre la tarima, habían empezado las demostraciones de los luchadores, dando gritos de oso y haciendo sonar sus cuerpos contra las tablas, derrumbándose como edificios. La prueba consistía en derribar al campeón de lucha grecorromana, La Mole Tongué. Abajo, ya habían pasado cuatro gardeles y dos valentinos, todos condenados al exilio inmediato. Desde el palco de la orquesta empezaron a sonar los insoportables chirridos de las cuerdas, violines y contrabajos, mientras eran afinados El ruido era ensordecedor. Juan Molina, como un espectador, esperaba que su representante llegara de una vez y lo llevara al despacho de Lombard. Un muchachito que estaba delante de él acababa de cantar "Fumando espero". Lo había hecho realmente bien. Los miembros del jurado se miraron, asintieron y quedó a un costado, felizmente seleccionado. Molina lo miró con unos ojos afables, felicitándolo en silencio. Pero el aspirante le devolvió una mirada fulminante de rival dispuesto a todo. Desde la tarima donde se batían luchadores iban descendiendo aquellos que eran despedidos violentamente por La Mole Tongué. Sin embargo, no parecían acatar el veredicto con la mansedumbre de los cantantes; discutían amenazantes con los jueces y tenían que ser disuadidos por las buenas o, llegado el caso, por el uso de la fuerza. Tarea ciertamente riesgosa que llevaban a cabo cuatro gorilas vestidos de musculosa. En ese momento Molina es convocado por los jueces. Entonces sonríe y les explica que, en realidad, está esperando que llegue su representante, que tiene cita con Mario Lombard. El jurado festeja el chiste con unas carcajadas estridentes. Les ha caído francamente bien la humorada. La simpatía es un requisito fundamental. Cuando Juan Molina descubre que la audición "privada" que le ha conseguido su representante es ésta, se adelanta un paso, desenfunda la guitarra y se dispone a hacer lo que mejor sabe. Tenía previsto cantar "Sus ojos se cerraron", pero habida cuenta de que todos los gardeles han tentado suerte, obviamente, con el repertorio de El Morocho, decide dar un golpe de timón de último momento para no condenarse a la parodia. Entonces, tal vez involuntariamente llevado por la situación, emprende los primeros versos de "Sentencia", de su venerado Celedonio Flores. Entre los golpes del catch, los gruñidos de los luchadores y la afinación insoportable de los instrumentos de la orquesta, la voz de Molina se impone como un machete entre el follaje. Como si de pronto se hubiese hecho un silencio sepulcral, los miembros del jurado por primera vez levantan la mirada.
Yo nac í , se ñ or juez, en el suburbio,
suburbio triste de la enorme pena
en el fango social donde una noche
asentara su rancho la miseria.
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