Federico Andahazi - Errante en la sombra

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Errante en la sombra es una novela musical, un relato que se despliega como un espectáculo frente al cual el lector es a la vez espectador de una trama que transcurre en esa Buenos Aires que una vez fue realidad y ahora es leyenda. Con la naturalidad y el artificio propios de los protagonistas de los mejores musicales, los personajes de esta novela se expresan cantando y bailando, en medio de una historia que por momentos parece una parodia de sí misma. El autor de El Anatomista plasma aquí una nueva forma narrativa. Con indudable maestría, ofrece a un tiempo el placer de la lectura y el de asistir en directo y en primera fila a un inédito melodrama musical tanguero.

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A Ivonne le costaba creer que todo aquello fuese cierto. Cada vez que escuchaba el disco de Gardel, temía que su romance fuese tan etéreo e intangible como la voz que salía de la bocina del fonógrafo para perderse quien sabe dónde.

Gardel no hablaba de sus asuntos privados con nadie. Ni siquiera con sus más íntimos. Su vida sentimental fue un misterio que jamás reveló. Pero quienes más lo conocían sabían que una mujer era lo único que podía perturbar su espíritu. Se le conoció sólo una, Isabel del Valle. Apenas si se mostraba en público con ella. Fueron diez años tormentosos que, sin embargo, no perturbaron su carrera. Se ha dicho que el celo que guardaba Gardel para preservar su vida privada era una estratagema dirigida al público femenino con el propósito de mantener un halo de misterio, de modo que no hubiese una sola mujer que no conservara la ilusión de que todo su amor podía estar destinado a ella. Pero quien diga esto no ha conocido a Gardel. Era un código de hombres guardar las cuitas y las victorias. Sobre eso no se hablaba. Sobre eso se cantaba.

El breve episodio de Gardel con Ivonne estaba destinado al fracaso. No por desamor; al contrario. Aunque jamás se atrevieron a confesarlo, estaban completamente enamorados. Pero el Zorzal se resistía a dejarse caer en las redes del amor. Por otra parte, Ivonne no tenía la habilidad ni la disposición de la araña. Así eran las cosas. Primero estaba la lealtad a los amigos, el café, el cabaret, la noche. Las mujeres eran objeto de culto, estaban ahí, pérfidas e ingratas, para cantarles, para sufrir sus traiciones o para lamentar su malquerencia en la letra de un tango. Ahí estaban para recordarles que ellos las habían sacado del fangal y terminaban yéndose con otro, con un bacán. Con la misma tenacidad del salmón nadando contra la corriente, Gardel se resistía a dejarse arrastrar por el torrentoso cauce de las pasiones. Por otra parte, existía una idea carcelaria del noviazgo y del matrimonio. Después de los amigos estaba la libertad. La mujer y los hijos eran algo que le sucedía a la gilada. Si alguno de los muchachos del café era descubierto en la flagrante intención de abandonarlos por una mujer, era inmediatamente aleccionado por los más experimentados, por aquellos que habían vuelto del infierno del matrimonio o se habían salvado providencialmente en el último minuto. Así, el pobre desgraciado que había sucumbido al amor se convertía en el centro del círculo formado por los amigos dispuestos a cantarle los más sabios consejos:

No hay excepci ó n a la regla
tan sabia como tan vieja,
buey solo bien se la arregla
y aunque parezca de otario
atend é la moraleja,
es mejor el solitario
que andar jugando en pareja.

Entonces tomaba la palabra el siguiente que, con la voz inflamada por la experiencia, cantaba:

La mina es como el absento:
est á bien para una noche
no para toda la vida;
por eso hay que andar atento
no sea cuesti ó n que te abroche
y te arrastre a la ca í da.

Por si no fuese suficiente, otro de los que regresaron de la muerte civil le explicaba la importancia de mantenerse aferrado a la vida:

Figurate el panorama
de tu vida de casado,
olvidate del esta ñ o,
la milonga, el Politeama;
ser á n cosas del pasado
amigos de tantos a ñ os
del viejo bar de Lezama,
habr á n de quedar de lado
como si fuesen extra ñ os.

Pasándole una mano sobre el hombro al pobre infeliz, palmeándolo y dándole el pésame por anticipado, finalmente todos cantaban a coro:

Te fuiste solo a enca ñ ar
ciego atr á s de una criatura
creyendo que todo es rosa;
hoy no para de morfar postres,
merengue y fatura
y a aquella delgada moza
que tanto supiste amar
le ha quedado la cintura
como al Chacho Pe ñ aloza.
Mir á como son las cosas,
no ha de ser de puro azar
que para atarte de manos
te coloquen las "esposas".

Por todas esas razones, cuando Gardel descubrió que estaba enamorado tuvo el impulso de huir. Pero estaba enamorado. Quiso hacer las valijas y escapar a Barcelona. Pero estaba enamorado. Encendió un cigarrillo e intentó pensar con calma, examinar la situación, ser razonable. Pero había perdido la razón. Nada había que no le recordara aquellos ojos azules y tristes, aquellos pezones adolescentes. Había caído en las manos de la araña que jamás tejió una red. Había caído solo, sin que nadie lo empujara. Pensaba en los rascacielos de Nueva York, en el barrio latino de París, en las fondas portuarias de la Barceloneta, pero nada le producía tanta fascinación como aquellas piernas largas y delgadas que cada día, a las cuatro de la tarde, lo recibían con cálida hospitalidad. De no haber sostenido aquella voluntad contraria al amor, Gardel e Ivonne hubiesen mantenido, quizá, un romance apasionado y a la vez armonioso, si ambos términos no fuesen contradictorios.

Ivonne soportaba con estoicismo y callada resignación las tormentas que sacudían el ánimo del Zorzal. Toleraba con entereza los violentos cambios en su humor: un día era un amante dulce y apasionado, y al siguiente, un témpano flotando en un océano de indiferencia. Por momentos era un mar de locuacidad y efusión, y al rato se convertía en una suerte de animal huraño dentro de una caparazón de silencio pensativo. Una tarde la recibía con un ramo de crisantemos enlazados por un collar de perlas y la otra la esperaba con los puños crispados, como apretando un rencor. A veces le escribía cartas arrebatadas, plagadas de anhelos y siempre a punto de revelar la esperada confesión y, otras, cabizbajo, envuelto en una nube de melancolía, le decía:

– Esto no va más.

Pero nunca era terminante. Ivonne ignoraba que era ajena a los vaivenes sentimentales de Gardel; no tenía forma de saber que él estaba librando una batalla íntima y silenciosa. Ella recibía con recatada alegría los días amenos, y soportaba con callado estoicismo aquellos otros en los que todo parecía negro y tormentoso. Pero, tal vez sin que ella misma lo advirtiera, aquella larga in-certidumbre iba horadando su espíritu como las olas que, en su vaivén, van dejando surcos en la roca. Y fue justamente en uno de aquellos intersticios donde iban a anidar las ilusiones de otro hombre. Fue por aquellos días cuando Ivonne conoció a Juan Molina.

2

Cuando terminaba su número bochornoso, Juan Molina veía desde las sombras cómo, de a poco, se iba renovando el público. Los tempraneros asistentes de la sección vermut, que se extendía desde las siete hasta las nueve, iban dejando sus lugares a la fauna de la noche. Conforme las parejas jóvenes y los matrimonios añosos iban abandonando la sala, las mesas empezaban a poblarse de habitués con aires de gigolós, dandis frusleros y play boys copiados de las revistas. Después de la media noche llegaban los bacanes en serio. Entonces, sí, empezaba a correr champán del bueno y tabaco inglés. La orquesta circense daba paso a los músicos de verdad, aquellos que alternaban París con Buenos Aires. Y llegaban las mujeres. Las francesas de Francia y de las otras. Emperifolladas con alhajas dignas de princesas, dueñas de una perfidia cuidadosamente estudiada según la ocasión, las faldas por encima de las rodillas y las ínfulas más altas que las plumas que coronaban sus sombreros.

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