Federico Andahazi - Errante en la sombra

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Errante en la sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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Errante en la sombra es una novela musical, un relato que se despliega como un espectáculo frente al cual el lector es a la vez espectador de una trama que transcurre en esa Buenos Aires que una vez fue realidad y ahora es leyenda. Con la naturalidad y el artificio propios de los protagonistas de los mejores musicales, los personajes de esta novela se expresan cantando y bailando, en medio de una historia que por momentos parece una parodia de sí misma. El autor de El Anatomista plasma aquí una nueva forma narrativa. Con indudable maestría, ofrece a un tiempo el placer de la lectura y el de asistir en directo y en primera fila a un inédito melodrama musical tanguero.

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En la media luz del alegre desenfreno, los reunió la desdicha. Tal vez no fuera la primera vez que Ivonne y Molina se veían en el Royal Pigalle, pero se hubiese dicho que acababan de descubrirse, como si de pronto hubieran Acordado, sin advertirlo, que sus destinos ya se habían cruzado en dos oportunidades. Por primera vez Ivonne conjeturó en Molina algo más que un luchador. Por primera vez Molina vio en Ivonne algo diferente de una prostituta. Como dos almas extraviadas que se adivinan solitarias en la penumbra y se reconocen de sólo verse cual si se enfrentaran a un espejo, ni bien se descubrieron supieron que sus destinos estaban señalados por un mismo y misterioso índice. No se hablaron. Primero se sorprendieron viéndose a través del fondo de las copas. Después cambiaron unas miradas fugitivas; finalmente sus ojos se encontraron con franqueza y no se separaron durante un tiempo incalculable. Como si de pronto todo hubiese desaparecido en torno a ellos, como dos náufragos que se hallaran en medio del océano y, aun sabiendo que no habrían de salvarse, se abrazaran para no zozobrar en soledad, así, con la misma alegre desesperanza, se miraron durante una eternidad. Y lo supieron todo. Molina supo que detrás de aquellos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo, debajo del rouge bordó que dibujaba un corazón" partido, había un dolor tan extenso como la distancia que la separaba de su tierra. Sin quitarle la mirada de encima, sin pronunciar una sola palabra, con un silencio lleno de música, sentado a su mesa, Juan Molina le canta con los ojos una canción que sólo ella puede escuchar:

Como un ciego te adivino en la penumbra
escondiendo una pena mayor que tu edad
detr á s de la copa clara, efervescente,
de un champ á n frap é .
Tu pelo de cobre mi tristeza alumbra
y se hace menos honda mi honda soledad;
como un ciego te adivino entre la gente
y me vuelve la fe.
Igual que tus ansias las m í as se herrumbran,
nos une una estrella sin luz ni piedad,
nos junt ó un destino cruel, indiferente,
y nos dej ó f an é .

Nadie diría que ese hombre solitario que fuma en silencio, en realidad está cantando. Salvo Ivonne. Ivonne le devuelve una mirada cargada de gratitud y con ese mismo lenguaje que solamente ellos saben hablar, sin mover un solo músculo de la cara, ella le contesta con la misma silente melodía:

Como a tientas te adivino entre las sombras
ocultando en el humo tu herido pudor
y tras la cortina de tu cigarrillo
descubro un espejo,
un cristal quebrado que asusta, que asombra,
al ver en tu imagen mi propio dolor.
Yo s é que en tus ojos despuntan dos brillos
y en ese reflejo
tus l á grimas mudas me llaman, me nombran
y me dan un poco de fraterno amor.
Nos une el albur de los conventillos
donde los anhelos han quedado lejos.

Y entonces, aquella sorda confesión se convierte en un pacto. Ambos silencios se suman y, formando un dúo de mutismo, cantan a voz en cuello sin emitir un solo sonido:

No quiero que me hables,
dejame que sue ñ e
que tengo un hermano
en tus ojos amables;
por m á s que me empe ñ e
en tenderte la mano
quedate en tu mesa
junando en la sombra,
umbr í o y silente
fum á tu tristeza,
y gastando la alfombra
que baile la gente.

Sin pronunciar palabra, Juan Molina se incorpora, sale de su madriguera de vergüenza, camina resuelto y, cuando está a dos pasos, sin dejar de clavarle una mirada filosa como un puñal, le hace un cabeceo conminatorio. Con el mentón en alto y sin bajar la vista, como una fiera a medio amansar, un poco en contra de su voluntad, la mujer obedece. Por primera vez obedece. Desde el palco de la orquesta bajan los acordes de "La copa del olvido". Ivonne se pone de pie revelando su figura de espiga, las piernas largas, interminables, que se desnudan por momentos bajo el tajo de la falda. Cuando están frente a frente, Molina la toma por la cintura y aprieta la mano de ella contra su pecho. Por primera vez Ivonne acepta bailar. Se abrazan como quien se aferra a un anhelo. Ninguno de los dos dice una sola palabra. Al principio ella parece ofrecer una resistencia sutil y estudiada. Lo está probando. Entonces Juan Molina la atrae hacia él y la va dominando con la diestra, ordenándole cada quiebre, cada giro. Se miran desafiantes. Se miden. Pero Molina hace su voluntad, obligándola a los caprichos de sus cortes y quebradas.

Bailaron durante un tiempo que pareció eterno. Hasta que el hombre decidió que era suficiente. Cuando terminó la pieza la separó de su cuerpo, hizo un gesto con la cabeza que pudo ser un "gracias" o una expresión de triunfo. Luego se alejó hacia su refugio de sombras con la convicción de que la tenía en la palma de su mano. No sabía cuánto se equivocaba.

La mujer volvió a su mesa y Molina pudo ver que tras ella fue el gerente, André Seguin. Sin pedir permiso se sentó junto a la mujer, encendió un cigarrillo y la increpó con indignación, visiblemente ofuscado. Ella miraba hacia otro lado, hacia ninguna parte, provocando en su patrón una furia creciente. Cuando dio por finalizado el sermón, que Molina no llegó a escuchar, se levantó de la mesa y miró al luchador con unos ojos hechos de veneno. Era una advertencia. Al rato el gerente volvió acompañado de un hombre que vestía como un magnate. Con una sonrisa artificial, André Seguin le presentó ampulosamente a la mujer, cambiaron unas palabras; luego los dejó solos y, por fin, subrepticiamente, "Su Excelencia" le tendió la mano, invitándola a que se incorporara. Con expeditiva amabilidad, el hombre la ayudó a ponerse el abrigo y se retiraron rápidamente. Antes de salir, Ivonne le dedicó la última mirada a Molina.

A partir de aquel primer baile, la escena se repitió durante las noches siguientes. Molina esperaba en su mesa la llegada de Ivonne. A las doce, ni un minuto más ni un minuto menos, ella aparecía, siempre deslumbrante, desde la escalera. Contoneaba su figura espigada desfilando sobre el alfombrado rojo y ocupaba su mesa, la misma de siempre. Sentados frente a frente, iniciaban el ritual de las miradas. Jamás se dedicaron una sonrisa. Nunca un gesto amable ni mucho menos un saludo. Cuando la orquesta empezaba a tocar, Molina torcía la cabeza y, como respondiendo a la orden del amo, Ivonne se levantaba de su silla, caminaba hasta la pista y esperaba a que él llegara para abrazarla. Y así, sin hablar, Molina cantaba sus confesiones y recitaba sus anhelos:

No quiero saber tu nombre,
no quiero escuchar tu voz;
por qu é romper con chamuyo,
melena de cobre,
el ronco murmullo
de aquel bandone ó n.
Aferrao a tu talle de espiga
no hace falta que me digas
lo que bate tu mirada,
lo que grita el coraz ó n
cuando lo siento en mi pecho.
No quiero que digas nada
que me quite la ilusi ó n,
con que bailes estoy hecho;
una vuelta, una sentada
dicen m á s que el m á s boc ó n
y tus tacos al acecho
listos para la quebrada
hablan como una canci ó n.

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