Federico Andahazi - Errante en la sombra

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Errante en la sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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Errante en la sombra es una novela musical, un relato que se despliega como un espectáculo frente al cual el lector es a la vez espectador de una trama que transcurre en esa Buenos Aires que una vez fue realidad y ahora es leyenda. Con la naturalidad y el artificio propios de los protagonistas de los mejores musicales, los personajes de esta novela se expresan cantando y bailando, en medio de una historia que por momentos parece una parodia de sí misma. El autor de El Anatomista plasma aquí una nueva forma narrativa. Con indudable maestría, ofrece a un tiempo el placer de la lectura y el de asistir en directo y en primera fila a un inédito melodrama musical tanguero.

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– Para empezar a cantar sobra tiempo -le decía André a Ivonne, mientras fijaba su mirada en la unión de sus pechos adolescentes.

– No hay ningún apuro -le decía, recorriendo con sus ojos la extensión de sus piernas largas y torneadas.

Entre otras tantas cosas, antes debía aprender a bailar el tango.

Como todas las semanas, André Seguin llega al conventillo donde están sus chicas. Las mira sonriente y paternal, las reúne en torno de él y, como un generoso protector, después de repartir ropa entre todas ellas, las conmina a abrazarse y les da las primeras lecciones de baile. Marcando el compás, las alienta a que bailen mientras él canturrea algún tango improvisado:

Dicen que el de papirusa
es el m á s antiguo oficio,
no es que discuta de vicio,
te lo digo de querusa:
Pa'que labure una mina
antes debi ó haber cafishio.
Viejo dilema el que acusa:
¿ fue el huevo o fue la gallina?
Qu é importa cu á l fue el inicio,
qu é fuera de la minusa
si no hay quien la patrocina.

André Seguin disfruta al ver cómo sus pupilas enredan sus cuerpos, enlazan las piernas y las unas recorren con sus pantorrillas los muslos de las otras, al tiempo que canta:

Pardon madame et monsieur,
con tanta disquisici ó n
a ú n no me present é .
Yo soy el mentor de Ivonne,
me baten franchute Andr é ,
entre todos los cafiolos
soy el ú nico franc é s.

Vine del Sena al Riachuelo
sabiendo que en este suelo
yo iba a ser el m á s bac á n,
la verd á que en Notre Dame
era un gil de medio pelo,
pero aqu í , bajo este cielo,
ser franchute te da glam.

A André Seguin le gusta jugar el papel del perdedor; mientras canta su canción autocompasiva, insta a sus protegidas a que aproximen más aún labio con labio, a que sujeten la cintura de su compañera con más resolución, a que se miren con sensualidad.

Tengo tantas papirusas
que es dif í cil de contar,
polacas, francesas, rusas,
soy el colmo del cafiolo;
te lo voy a confesar:
si quiero a cualquiera de esas,
pa 'no pasarla tan solo,
me dicen: hay que garpar.

Mientras canta su lamento fingido, André Seguin sólo se limita a mirar y dar indicaciones. Él no participa de los bailes. Ve cómo se tensan los músculos de las jovencitas, cómo se deslizan las medias de red sobre la piel, de qué manera se rozan los pechos entre sí, y disfruta íntimamente a la vez que entona:

Dir á s que morfo de arriba,
que vivo sin laburar,
que me tiro en la catrera
a esperar a que las pibas
revoleen la cartera
y vengan con todo el vento.
Dejame hacer mi descargo,
te lo digo, te lo juro,
no son monjas de convento
las chicas, te las encargo,
estas s í que dan laburo;
se te rajan con un cuento
y las ten é s que ir a buscar
con el chumbo del sargento.

El gerente del Royal Pigalle canta mientras evalúa Potencial que encierra cada una de las chicas. Ya ha notado que Ivonne tiene una disposición natural hacia el tango. Es un hecho notable cómo aprende a bailarlo más rápido y mejor que las demás. Y con una sensualidad que pocas veces ha visto Seguin. Hay algo en su adolescente persona que lo inquieta. Siendo que es mucho más delgada de lo que un hombre puede esperar de una mujer, adivina un talento recóndito al que sólo hay que dejar madurar, darle tiempo, piensa el gerente y canta:

Que las pilchas, que el perfume,
que la seda y el percal,
que el arreglo con la cana,
haga cuentas, vamos, sume,
otra que una bacanal,
si voy a creerme un rana.
Cualquier fiolo de arrabal
que en pipa no se la fume
no ha de pasarla tan mal.

Y así era siempre, después de llorar una inexistente miseria, André Seguin concluía sus lecciones de tango y luego pedía que lo dejaran a solas con Ivonne. Él mismo fue su primer cliente. Fue André quien la recompensó con una paga por cierto bastante poco generosa. Y también André fue el primero en extender una línea blanca y perfecta sobre la mesa de mármol negro y hacerle probar el polvo mágico de la felicidad. Ivonne comprendió que en las hábiles manos de aquel lobo disfrazado de cordero estaba puesto su destino.

5

A los dieciocho años Juan Molina entró a trabajar en el Astillero del Plata. Las duras jornadas de doce horas le habían dejado un cuerpo ingente y macizo que contrastaba con su cara todavía aniñada. Atrás habían quedado los tiempos del coro de la iglesia; aquella voz angelical de soprano se había convertido en la de un tenor. Cantaba siempre. Lo hacía con la naturalidad de quien piensa en voz alta. Mientras cargaba al hombro las vigas de acero, tarareaba los tangos de Celedonio arqueando una ceja y poniendo la boca de costado. Después de hombrear las vigas y cargarlas sobre la caja del camión, se sentaba al volante y se sentía el más grande. Manejaba el imponente International por los angostos caminos del Dock haciendo equilibrio entre los muelles al filo del río, cantando con el cigarrillo pegado a los labios. Los pantalones cortos eran ahora un amable recuerdo. Cuando caía el sol, aquellos mismos que unos años atrás iban a la iglesia sólo para escucharlo cantar, ahora se reunían en el café del Asturiano apurándolo para que templara la bordona y cantara algunos tangos. En torno a él se formaba un círculo apretado que, a viva voz, le pedía tal o cual canción. Con el tiempo había iniciado un tormentoso romance con su guitarra; por momentos era una amante dócil y una dulce compañera. Otras veces, en cambio, se tornaba indómita y se negaba a los arpegios pretenciosos. Así como no hay maestros para el amor, tampoco los hay para la música, solía decir Juan Molina. Su obcecado carácter autodidacta le había impreso a su modo de cantar y de tocar la guitarra un estilo personal e inconfundible. No sabía, ni le interesaba, escribir sobre el pentagrama.

Había saldado casi todas sus deudas con el pasado. Cuando cobró su primer sueldo, pagó lo que le debía al señor Glücksman. Una tarde llegó al negocio de la calle Florida, se acercó al mostrador y cuando el empleado reconoció aquella misma cara puesta ahora sobre un cuerpo descomunal, empalideció a la vez que le decía:

– Llévese lo que quiera, pero, por favor, no me mate.

Juan Molina sonrió con la mitad de la boca, se llevó la mano al bolsillo, extrajo un puñado de billetes y, poniéndolo en la mano del vendedor, le dijo:

– Ahí le dejo. Están sumados los intereses del crédito.

Ya no vivía con sus padres en el conventillo de la calle Brandsen, allá en La Boca, a causa de un hecho que lo obligó a marcharse para no volver: una noche, al llegar a la casa después del trabajo, desde la cocina, en lugar del esperado aroma del puchero, Molina percibe los sollozos silenciados de su madre. Corre, abre la puerta y ve que tiene la cara oculta entre las manos. Se acerca; delicadamente y contra la resistencia que le opone, le hace mostrarle el rostro. Entonces puede ver un hematoma que le mantiene el párpado cerrado y un corte sobre la ceja. La abraza, y las lágrimas de ambos se confunden en una sola. La aleja suavemente y le susurra: "ya vuelvo, viejita". La madre intenta detenerlo. Pero es tarde. Juan Molina sale de la cocina, camina hasta el patio y busca entre los inquilinos. Allí, al fresco de la parra y tomando mate, está su padre. De pie bajo el vano de la puerta, Juan Molina grita:

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