Federico Andahazi - Errante en la sombra

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Errante en la sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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Errante en la sombra es una novela musical, un relato que se despliega como un espectáculo frente al cual el lector es a la vez espectador de una trama que transcurre en esa Buenos Aires que una vez fue realidad y ahora es leyenda. Con la naturalidad y el artificio propios de los protagonistas de los mejores musicales, los personajes de esta novela se expresan cantando y bailando, en medio de una historia que por momentos parece una parodia de sí misma. El autor de El Anatomista plasma aquí una nueva forma narrativa. Con indudable maestría, ofrece a un tiempo el placer de la lectura y el de asistir en directo y en primera fila a un inédito melodrama musical tanguero.

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Luego todo fue silencio y oscuridad. Juan Molina encendió un cigarrillo, buscó en sus bolsillos y pudo comprobar que las pocas monedas que tenía no le alcanzaban siquiera para pasar la noche en el hotel más miserable. En eso estaba, cuando a sus espaldas escuchó que le decían:

¿ Il signore ha bisogno di una stanza?

Juan Molina se dio vuelta sorprendido y vio a un tipo con cara de pájaro que fingía estar bien vestido. Y, por cierto, también simulaba hablar italiano. Tardó en comprender la situación. Esa tarde, como sucedía cada mes, había llegado el Nadine, el vapor que hacía la ruta Génova-Buenos Aires, cargado de inmigrantes. Entonces Juan Molina cayó en la cuenta: nada lo diferenciaba de los italianos que, perdidos en una ciudad desconocida, quizá sin tener familiares ni hablar castellano, quedaban varados en las cercanías del puerto. Como si fuesen las únicas palabras que supiera pronunciar, el hombre de la cara de ave repitió con la insistencia de una mosca:

¿Il signore ha bisogno di una stanz a ?

Sabía que el tipo era un cazabobos de poca monta que se aprovechaba de los más desamparados. Y, sin embargo, era lo único que tenía para aferrarse. Por primera vez Juan Molina se sintió extranjero en su propia tierra.

– No creo que sirva de mucho, esto es todo lo que tengo… -le dijo abriendo la mano y mostrándole las cinco monedas que le quedaban del sueldo. El hombre dio un respingo cuando lo escuchó hablar en perfecto porteño.

– …pero la verdad es que estoy buscando una pieza -confesó Molina.

El tipo lo examinó de arriba abajo, recorrió con sus ojos de pajarraco de rapiña los bártulos sobre los cuales estaba sentado y, deteniéndose en el estuche de la guitarra, le contestó:

– No se tire a menos, seguro que algo ha de tener. Yo lo voy a ubicar, no se preocupe. ¿Tiene trabajo?

– Sí -musitó desconfiado Molina, apretando la guitarra-, allá en el astillero -agregó señalando con la quijada hacia el Dock, al otro lado del Riachuelo.

– Mejor así; le va quedar un poco lejos, eso sí. Pero hágame caso, que lo que le ofrezco es un lujo.

El tipo metió la mano en el bolsillo interior del saco raído y extrajo una tarjeta. Sosteniéndola entre el índice y el mayor, se la tendió.

Molina leyó la dirección y se le iluminaron los ojos: Ayacucho 369, indicaba la tarjeta. Eso era, si la memoria no le fallaba, Ayacucho y Corrientes. Corrientes, vivir en la calle Corrientes. Aun sabiendo que todo sonaba a engañifa, el corazón le latió con fuerza.

– Pleno centro, a dos cuadras de Callao, ambiente familiar y con pensión. Un lujo. No sea cosa que se lo pierda por dormir. Vaya, hágame caso, presente la tarjeta y diga que lo mandó Maranga, un servidor. Ahí lo dice, del otro lado -dijo señalando el dorso de la cartulina ajada.

Sin querer pensarlo demasiado, Juan Molina se puso de pie, tomó sus cosas, estrechó la mano sarmentosa del tal Maranga y cruzó la calle.

– El tranvía 25 lo deja en la puerta -alcanzó a gritar el tipo-, no se olvide: lo manda Maranga -añadió, separando las sílabas claramente.

7

– Soy polaca pero no estúpida -le espetó Ivonne a André Seguin.

Estupefacto por el perfecto español de su "representada", pero sobre todo por la gélida perfidia con que le clavó los ojos, el gerente se la quedó mirando cuan larga se veía recostada sobre la cama. André terminó de quitarse los pantalones, los colgó en el perchero y así, luciendo sus pantorrillas regordetas rodeadas por los portaligas que le sostenían los soquetes, simulando calma, le contestó:

– Francesa, querrás decir.

Ivonne encendió un cigarrillo y, envuelta en la bruma de la primera bocanada, se sentó en el borde de la cama y se sacó la blusa.

– Terminemos con esta farsa -le dijo, sin quitarle aquella mirada filosa como una daga.

En pocos meses Ivonne había aprendido a hablar un porteño cuyos particulares modismos parecían exagerados en contraste con su tono extranjero. El "vos" y el che, pronunciados por sus labios polacos, sonaban tan extraños como un gato que ladrara. Hacía mucho tiempo que sabía que las postergadas promesas de André estaban destinadas al naufragio. El encierro durante todos esos meses que parecieron siglos, el hacinamiento en el cuarto del conventillo, la omnipresente persona de la madama que la vigilaba como un carcelero, las breves excursiones al Royal Pigalle, las cada vez más frecuentes visitas íntimas de André Seguin y el modesto pago que le dejaba sobre la mesa de noche, eran el evidente prólogo de lo que le esperaba. Durante todo ese tiempo ni siquiera le habían tomado una prueba de canto. Por otra parte, estaba claro que los vistosos atuendos que le traían no eran, precisamente, los que vestiría una cantante.

Ivonne ya no era la niña cándida y llena de ilusiones que había bajado del barco. Tenía la nariz lastimada de tanto aspirar cocaína. Los largos períodos de abstinencia a los que la sometían habían conseguido domarla por completo. Era capaz de hacer cualquier cosa por conseguirla; entre otras, acostarse con André. Pocas cosas le provocaban tanta repulsa como compartir la cama con el gerente; no porque fuese especialmente repugnante, al contrario, al decir de muchas de las chicas era un tipo buen mozo; pero había algo en él que le resultaba intolerable: una vez concluido el trámite, tal vez a causa de la agitación, los mofletes lampiños se le ponían rosados como si fuesen los de una niña. Aquello le provocaba a Ivonne una aversión rayana en la náusea. Pero lo soportaba; sabía que después venía la blanca y fría recompensa que la ayudaba a olvidar, a no pensar. El pago, diez miserables pesos que apenas le alcanzaban para pagar la comida y el techo, era lo que menos importaba.

Ivonne había aprendido a hablar castellano antes que sus compañeras de cuarto. Y a bailar el tango. Una vitrola que jamás dejaba de girar difundía tango tras tango. Pensó que llegaría a odiar esa música. Sin embargo, era lo único que mantenía un rescoldo de felicidad en su espíritu. Escuchaba "Volver" y su alma se conmovía evocando las lejanas praderas de Deblin, el ruido manso del Vístula y el vuelo de las grullas. Y llegó a enamorarse de aquella voz que, día tras día, salía de la bocina del gramófono. Sentada al borde de la cama, mientras le daba manija a la vitrola, solía cantar:

Gira que te gira mi alma
igual que aquella vitrola;
cu á ntas veces triste y sola
pude hacer una locura
si no fuera por la cura
de tu voz
que me dio calma.

Vos me ense ñ aste el idioma,
este porte ñ o lunfardo
tan filoso como el cardo
y rudo como su flor.
Quiero que vueles, paloma,
y me digas c ó mo es é l;
no le cont é s de mi amor,
de que mi alma se desploma,
que en mi propio fuego ardo
cuando oigo la voz de Gardel.

Gira que gira la pasta
del disco en el gramof ó n;
cu á ntas veces al hast í o
del encierro dije basta,
tentada desde el balc ó n,
junando abajo el vac í o,
tu voz fue la salvaci ó n
que no me dej ó caer,
diciendo que he de volver,
como reza tu canci ó n,
al viejo terru ñ o m í o.

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