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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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– Es… «una medida preventiva» -dijo.

Empezaba a enojarme y me pregunté por qué hay gente que le tiene tanto miedo al poder de la mente y del pensamiento. ¿Por qué pensaban que enviar a los jóvenes más inteligentes de China a campos de entrenamiento militares sería bueno para ellos o para el país? «Qué tontería», pensé. Y también estuve pensando que hay personas que no comprenden que las dificultades físicas nunca impedirán el vuelo de la mente. En realidad, es probable que sea justo al contrario. Cuanto más sufren las personas, con mayor ahínco buscan una respuesta. Sentía el peso de una profunda tristeza en el corazón. Los campamentos y las rehabilitaciones masivas habían sido el sello característico de la Revolución Cultural. Ahora, a los veinticinco años de que hubiera terminado, seguían llevando a la gente a esos campamentos para «educarla».

Entonces Li me contó que el año anterior el gobierno había cambiado totalmente de política.

– Pero eso no rige para la Universidad de Pekín -prosiguió-, que sigue estando considerada como un terreno fértil para las ideas democráticas: el lugar más peligroso del país -concluyó con un asomo de orgullo en su voz del que a mi vez me contagié.

En aquel momento atravesamos el Triángulo y nos detuvimos frente al Edificio para el Joven Profesorado.

– ¿Todavía vives aquí?

Me sorprendió y a la vez me sobresaltó haber parado en la puerta de mi antiguo hogar con Eimin. De pronto resurgieron los recuerdos de aquella diminuta habitación del rincón. Levanté la mirada hacia la ventana de la esquina y vi unas cortinas con un estampado de flores en ambos lados. Me pregunté quién viviría allí entonces.

– Sigo en la misma habitación. Ahora en lugar de una compañera de habitación, tengo un marido. -Sus palabras me sacaron de mi ensimismamiento. Nos reímos las dos-. Comprenderás por qué estamos deseando ansiosamente que se termine de construir la nueva residencia de profesores -añadió esperanzada.

Me despedí de Li en la puerta del edificio y me encaminé al lago Weiming. Tomé el sendero que pasaba por detrás del edificio de biología y ascendí la colina. Una ligera brisa revoloteaba entre los arbustos a lo largo de la umbría senda. Cuando torcí a la izquierda para tomar el camino ancho, el sendero empezó a descender abruptamente y unos blancos álamos temblones dieron paso al agua transparente y verdosa. El lago estaba tan tranquilo y hermoso como cuando lo dejé. Las largas ramas de los sauces se inclinaban sobre el agua y encuadraban la vista de la tradicional pagoda china en el extremo oriental. Las jóvenes pasaban por allí ataviadas con largas faldas de seda; los chicos les llevaban las bolsas.

A medida que me aproximaba, mis pasos se hicieron más lentos, la respiración se hizo más agitada y el corazón se me aceleró. Tuve que sentarme. Era allí donde solíamos encontrarnos. La orilla rocosa no había cambiado en absoluto, a diferencia de casi todo lo demás en mi vida, alterado hasta tal punto que resultaba irreconocible.

Sentada bajo el sauce llorón, observé el puente de piedra blanca a lo lejos y pensé en mi vida anterior: los pausados paseos a la orilla del lago, el cielo estrellado en las noches de verano, los poemas leídos mientras la luna se reflejaba en el agua. Una brisa sopló desde las colinas de atrás y envió unas perezosas ondas por el lago. En aquel preciso instante, mis tranquilos pensamientos sobre el pasado se vieron alterados por una idea sorprendente: ¿y si las cosas entre Dong Yi y yo hubieran salido bien? ¿Cómo sería entonces mi vida? ¿Estaría también allí sentada sintiendo la misma nostalgia?

Regresé al apartamento de mis padres poco antes de cenar. El ventilador estaba en marcha. Vi a mi madre sentada en una esquina, en la sombra. Unos cuantos cabellos se le agitaban con la brisa. En cuanto entré supe que algo iba mal, estaba blanca como el papel.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Yang Tao acaba de irse. Ha venido a verte.

Yang Tao era el diplomático con el que había salido en la universidad.

– ¿Cómo se ha enterado de que he vuelto a Pekín?

– Se lo dije yo. Le llamé para pedirle que devolviera tus diarios.

– ¿Mis diarios? ¿De qué estás hablando?

– ¿No te acuerdas? Te dije que volvió en septiembre de 1989 durante un permiso de la embajada con la esperanza de convencerte para que no te marcharas a Estados Unidos. Pero tú ya te habías ido. Al marcharse se llevó tus diarios.

Me acordé. Y me acordé de lo furiosa que me había puesto cuando mi madre me lo dijo. Aquellos diarios eran míos. Eran privados.

– Nunca he comprendido por qué dejasteis que se los llevara -dije sintiendo de nuevo algo de mi furia original.

– ¿Y qué podíamos hacer? ¿Cómo podíamos detener a un joven fuerte de más de metro ochenta de estatura?

– ¿Va a volver? -pregunté.

– Ha dicho que volvería. Quiere encontrarte.

De repente mi madre se echó a llorar.

– No te lo dije porque papá y yo no queríamos preocuparte, pero ha estado aquí muchas veces durante los últimos años; siempre quería lo mismo, tu dirección y número de teléfono. Dijo que en cuanto tuviera oportunidad, se iría a Estados Unidos a buscarte. El viejo Zhang me dijo que había vuelto hacía un par de meses, después de una larga misión en el extranjero, de modo que lo llamé al Departamento de Asuntos Exteriores. ¿Cómo es posible que las cosas llegaran a este extremo? Siempre te dije que tuvieras cuidado al amar. Ahora lo entiendes, ¿no?

Lo lamenté por mi madre, que había visto demasiada tristeza. Otra vez había añadido más dolor a su atribulada vida sin saberlo.

– Si vuelve a venir, le dices que no quiero volver a verlo nunca.

Le di unas palmaditas en el hombro y me fui a mi habitación. Sólo entonces vi a mi padre, de pie en la oscura cocina, silencioso, con rostro inexpresivo.

Cerré la puerta detrás de mí. Estaba triste y enojada. Quería volver volando al otro lado del océano donde mi vida era libre.

Fuera caía la noche. Tumbada en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca, me pregunté por qué Yang Tao había venido aquel día. Durante ocho años no había querido tener nada que ver con él. Tenía que saberlo, pues mis padres se lo decían cada vez que iba a verlos. El collar de oro que regaló cuando vino a pedirme que me quedara en China todavía estaba en la librería del salón.

Pensé en mis diarios. Llevé un diario desde que cumplí los dieciséis años hasta que dejé la universidad. Seis años de mi vida, todos mis pensamientos y emociones personales estaban detallados en aquellos diarios. La idea de que estuvieran en manos de Yang Tao me ponía enferma.

Mi padre llamó a la puerta para avisar que la cena estaba lista. Corrí la cortina y me miré en el espejito del escritorio; mis ojos ardían de ira y furia. Veía el rastro de mis lágrimas, de modo que me limpié la cara con las manos y me aparté el pelo suelto de la cara.

Mis padres me esperaban sentados a la mesa. Eran ancianos y estaban preocupados. Me senté y les dije:

– Olvidaos de esos diarios. No los quiero en absoluto.

Ya les había causado bastantes problemas. ¿De qué les servía a ellos -y de qué me servía a mí- mi antigua vida?

Capítulo 22: La prima

«Es mejor no perseguir un pasado que ya se ha perdido.»

Zhang Liangnang, siglo ix

Cenamos en silencio, aparte de un «pásame la salsa de chile» o «la tetera, por favor» de vez en cuando. Me había olvidado de los momentos silenciosos como aquél, tan típicos de la vida china. Se suponía que mi regreso a casa tenía que ser motivo de felicidad; como en el antiguo dicho, «volviendo a casa con ropa espléndida» tenía que reportar alegría y orgullo a mis avejentados padres. Pero también había traído conmigo los fantasmas del pasado.

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