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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Pero no quería verle, todavía no, no antes de saber lo que le diría. De modo que, mientras tanto, le pedí que se alojara en casa de uno de sus muchos amigos que habían llegado a Estados Unidos vía Inglaterra. Con la certeza de que era una petición bastante razonable y siendo Eimin una persona muy sensata, no hice ningún preparativo para su llegada, por lo que me pilló totalmente de sorpresa cuando apareció en el departamento con su equipaje.

Aquella noche, cuando Ellen ya se había acostado, tuvimos una gran pelea.

– ¿Cómo se te pudo ocurrir pedirme que fuera a casa de un amigo? ¿Qué iban a decir? -exclamó Eimin.

– ¡No sabía que te preocuparan tanto las apariencias! -repliqué con acritud.

– ¿Qué quieres, volver a casarte? ¿Te has enamorado de alguien aquí? -inquirió mirándome fijamente.

– No.

No tenía tiempo para pensar detenidamente qué quería. Lo único que pedía era un poco de tiempo, pero él no estaba dispuesto a dármelo. Me di cuenta de que ya no se podía hacer otra cosa que encontrar un apartamento pequeño para los dos y estirar los seiscientos dólares mensuales a que ascendía mi beca. Eimin había venido como persona a mi cargo; no se podía hacer nada hasta que no encontrara trabajo.

De modo que dejé de discutir. No sé si Eimin creyó que ya había pasado la crisis o si sencillamente optó por hacerle caso omiso, pero en seguida se puso de excelente humor mientras hacíamos planes para pasar la Navidad en Boston. Eran las primeras Navidades de mi vida. Quedé fascinada con las luces que iluminaban la ciudad y me sentí perdida en la abarrotada zona comercial del centro. Había nieve por todas partes y también gente que cantaba villancicos. Tenía la sensación de haber llegado a un paraíso.

Nos quedamos en casa de Wang Baoyuan, un amigo de Eimin que estaba en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Por la noche, otros amigos, todos ellos varones de más o menos la misma edad que Eimin, acudieron al apartamento de renta limitada en un piso elevado sobre el río Charles.

– Sí, está aquí, en Estados Unidos -gritó Wang Baoyuan al teléfono-. ¿Cuándo podéis venir? Venid en seguida, conoceréis también a su guapa y joven esposa.

Vinieron, bebieron cerveza, fumaron, rieron, gritaron, sintieron calor y abrieron las ventanas. Hablaron de los viejos tiempos, de viejos amigos y conocidos. Hablaron mucho sobre el matrimonio y las mujeres, en particular de las mujeres chinas que vivían en Estados Unidos. Eran el mismo tipo de personas que Eimin, que había vivido la dureza de la Revolución Cultural. Habían sido muy reservados en el Reino Unido y Estados Unidos, pero se enorgullecían de saber mucho sobre la cultura occidental y les encantaba compartir conmigo sus ideas sobre su nuevo país. A pesar de haber vivido muchos años en el extranjero, eran hombres chinos tradicionales y se aferraban a sus valores del pasado. Eimin pertenecía a ese grupo de hombres y en seguida me di cuenta de que era un chino mucho más tradicional de lo que yo nunca había sido como mujer china. Tuve plena conciencia de lo poco que conocía al hombre con quien me había casado.

Aquella noche, cada vez que miré a Eimin lo vi con una sonrisa de triunfo. Sus amigos, muchos de los cuales seguían solteros, lo envidiaban. Me acordé de que, en una de las raras ocasiones en las que se sinceraba, me contó que cuando terminó el posgrado en la Universidad de Edimburgo había intentado, sin éxito, encontrar trabajo en el Reino Unido o en Estados Unidos. Se sentía inferior porque, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no había conseguido quedarse en Occidente. Pero ahora todo había cambiado.

Al mirar a Eimin, las palabras de Dong Yi volvieron a mi pensamiento: «Eimin no es tu felicidad».

¿Por qué había tardado tanto en darme cuenta?

Cuando todo el mundo se hubo marchado, Eimin y yo nos sentamos en el suelo con nuestro anfitrión y vimos unas cintas de vídeo con reportajes de los informativos occidentales sobre la masacre de Tiananmen.

– En China no hay oportunidad de ver nada de esto -dijo Wang Baoyuan en tono confidencial.

En Pekín había oído hablar de la matanza. Mis amigos y testigos presenciales me lo habían contado. Pero no había visto ninguna imagen de las muertes tal como ocurrieron realmente: los cuerpos aplastados y las calles ensangrentadas llenas de cadáveres. No vi aquellas imágenes hasta que llegué a Estados Unidos; y hablaban del horror y el dolor de un modo tan profundo que lloré igual que había llorado la primera vez que oí hablar de la carnicería que se produjo la fresca mañana del 4 de junio, cuando escuché el relato del acongojado doctor y vi cómo bajaban del camión el cadáver del estudiante o cuando cogí el casquillo de bala de la mano de Dong Yi. Desde entonces había visto con frecuencia las famosas secuencias del joven que se cruza una y otra vez en el camino de la fila de tanques. Y siempre que las veía pensaba en Chen Li y en lo que le había ocurrido.

– ¿Vosotros participasteis? -preguntó Wang Baoyuan.

– Sí, claro -respondió Eimin con orgullo-. Fuimos muchas veces a la plaza.

– Tal vez os veáis aquí -dijo Wang Baoyuan, al parecer impresionado.

Fijé la mirada en la pantalla del televisor, pero mi pensamiento estaba en otro lado, en la noche que Dong Yi me había contado lo de la chica moribunda en sus brazos en la calle Muxudi, el casquillo de bala en la palma de su mano mientras me lo explicaba y su voz diciendo «Nunca lo olvidaré». Me pregunté dónde estaría Dong Yi en aquellos momentos. El año estaba a punto de terminar y uno nuevo, 1990, iba a comenzar. Me pregunté qué haría en el año nuevo y en la nueva década.

Al cabo de tres días fuimos al baile de Nochevieja organizado por la Asociación de Estudiantes y Becarios Chinos de Boston. Eimin se sentó en la mesa con sus amigos, sonriendo y charlando. Yo tuve muchas solicitudes y bailé sin parar. Pero, si bien daba vueltas por el salón de baile, mi cabeza y mi corazón estaban en otra parte. Aquella noche, la única realidad para mí era otra noche, una noche sin luna a orillas del lago Weiming cuando el tiempo pasaba y no había dicho cómo me sentía cuando tuve la oportunidad.

«¡Qué joven soy! -pensé mientras bailaba-. ¿Cuántos años de vida junto a Eimin tengo por delante?» Sentí el futuro como un peso que se me venía encima, aplastándome. Tuve la sensación de que me estaba muriendo.

En cuanto regresamos a la Universidad de William y Mary empecé a presentar solicitudes para cursos de doctorado en otros lugares. Aunque todavía me quedaba por cursar un año del master en psicología, decidí cambiar. Tenía que marcharme de allí. En marzo de 1990 me aceptaron en la Universidad Carnegie Mellon para un curso de doctorado en empresariales, y en mayo me trasladé a Pittsburgh.

Eimin había encontrado trabajo en Virginia y no tuvo ningún inconveniente en que me marchara. Fuimos tan educados y razonables como dos amigos diciéndose adiós. Una de mis últimas noches en Virginia estábamos viendo la televisión en nuestro pequeño apartamento. Casi todas mis cosas se hallaban ya metidas en maletas y cajas. De pronto dieron una información de última hora según la cual Chai Ling había conseguido huir a París, donde apareció ante los medios de comunicación. A raíz de las drásticas medidas adoptadas por el gobierno contra los activistas del Movimiento Democrático Estudiantil, Chai Ling y su marido habían pasado a la clandestinidad. Durante el año siguiente se las habían arreglado para eludir al gobierno chino trasladándose de una provincia a otra, escondidos por ciudadanos que simpatizaban con la causa.

Tres días después, Chai Ling y su marido llegaron a Estados Unidos. En Washington DC habían organizado una concentración de bienvenida.

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