Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Lo dudaba. No lo sabía, pero lo dudaba.

Cada día llegaban noticias de más acciones, arrestos y nuevos programas para identificar y acabar con los participantes en el «movimiento anarquista». Se exigía a estudiantes y profesorado que reflexionaran sobre sus ideas y sus actos y que denunciaran a otros participantes. La universidad de mi madre la identificó como simpatizante de los estudiantes y la criticó por ello. Además de tener que hacer autocrítica una y otra vez en varias reuniones de profesores que siguieron, ya no se le permitió ejercer la docencia con alumnos a su cargo. Mi madre quedó deshecha. La enseñanza había sido el sueño de toda su vida. Cuando en 1977 se restablecieron las universidades, mi madre renunció a su bien remunerado y muy envidiado puesto en el Departamento de Asuntos Exteriores para convertirse en profesora universitaria. Todos sus amigos le habían aconsejado que no diera ese paso. Pero ella estaba cansada de las luchas políticas que habían sido una característica habitual en su trabajo. «La enseñanza es la mejor de las profesiones -recuerdo que me decía-. No envejeces tan rápido como en el departamento porque siempre estás con mentes jóvenes y puras.» Pero la tensión de la autocrítica y la desilusión de no poder supervisar a los alumnos, con el tiempo llevaron a mi madre a jubilarse anticipadamente. Su trabajo soñado había perdido mucho de su encanto.

Algunos organismos, incluidas -aunque no sólo ellas- la Escuela Central del Partido, que preparaba a prometedores miembros del Partido para desempeñar puestos de importancia en el gobierno, y la Liga de Juventudes del Partido en Pekín, se negaron a acepar a licenciados de la Universidad de Pekín aunque se les hubiera asignado un puesto allí. Una medida semejante destruyó prácticamente la posibilidad de cualquier futuro sensato para aquellos jóvenes estudiantes. También llegaron noticias acerca de alumnos de Pekín que, en provincias, habían sido víctimas de palizas a manos de matones locales, y la gente empezó a temer que los castigos y las detenciones se extenderían más allá de los participantes clave del Movimiento. Proliferaban los rumores sobre a quién iban a detener: al igual que los millones de personas que habían vivido la Revolución Cultural, mis padres conocían demasiado bien el horror de la venganza política y estaban muy preocupados por mí.

Un día fui a la oficina de billetes de Air China para ver si podía tomar un vuelo anterior hacia Estados Unidos. Algunos de mis amigos habían abandonado China antes de lo que tenían previsto y me aconsejaron que hiciera lo mismo. Regresé y le dije a Eimin que salía hacia Nueva York al día siguiente. Después, me fui a casa con mis padres.

Aquella tarde, en la sala del apartamento de mis padres, hicimos el equipaje para mi larga marcha. Mis padres me habían comprado dos maletas nuevas para el viaje. Fue mi padre el que lo empaquetó casi todo mientras intentaba meter todo lo posible en las maletas: libros, ropa para todas las estaciones, toallas, mantas, cuencos para la sopa, cucharas, palillos… Mamá corría de un lado a otro y le daba las cosas, no sin detenerse de vez en cuando para decir: «¿Necesita esto?» o «No lo coloques todo tan apretado, pesará demasiado y no lo va a poder llevar».

Mi hermana nos ayudó con el equipaje durante las dos primeras horas y luego se fue a la cama.

– Te veré mañana por la mañana -dijo al darme las buenas noches.

Mis padres no me preguntaron cuánto tiempo estaría fuera, aunque sabía tan bien como ellos que podrían pasar años antes de que los volviera a ver. Todavía estábamos revisando y guardando las cosas cuando la tarde se convirtió en noche y cuando la noche se convirtió en primera hora del amanecer. Mis padres me dijeron que me fuera a la cama.

– Duerme bien, tienes que hacer un largo viaje. Nosotros terminaremos de hacerte el equipaje.

Entonces, con gran solemnidad, me dieron cuarenta dólares.

– Tu padre escribió a tu tío en Hong Kong cuando te dieron la beca y le preguntó si podía pedirle prestado este dinero. Debes tener un poco de dinero en efectivo cuando llegues allí. Asegúrate de ponerlo a buen recaudo y no olvides devolverlo en cuanto puedas

Tenía el cheque de Ning por valor de mil dólares, pero no era dinero en efectivo y tampoco estaba segura de si utilizarlo o no. Tomé el dinero y les di las gracias a mis padres. En aquel momento me di cuenta de que habían encanecido en cuestión de pocos meses. En sus miradas vi el amor que se profesaban el uno al otro y el que sentían por sus hijas, y las penurias y preocupaciones qué habían soportado por mí durante los últimos veintitrés años. Eran sentimientos no expresados, pero intensos. Ahora que los dejaba para marcharme a un nuevo mundo del que ni ellos ni yo sabíamos mucho, por lo que daba la sensación de que se hallaba tan lejos como el borde del cielo, me preguntaba hasta qué punto continuaría siendo una carga para mis progenitores.

El 2 de agosto de 1989, mis padres, mi hermana, Eimin y yo llegamos al Aeropuerto Internacional de Pekín. Puesto que a la zona de facturación sólo se permitía la entrada a los pasajeros, nos despedimos en el vestíbulo de salidas.

Eimin fue el primero en decirme adiós.

– Llámame a la oficina en cuanto llegues -pidió.

– Por supuesto. Empezaré de inmediato con el papeleo para que puedas reunirte allí conmigo.

– Bien.

– Cuídate y escribe a menudo -dijo mi padre.

– Tú escribe a papá y mamá, ellos me harán saber cómo te va -me dijo mi hermana-. Yo puedo leer las cartas cuando venga a casa durante las vacaciones.

Mi madre, que durante los últimos días había conseguido controlar sus emociones para que no afectaran a las mías, en aquellos momentos temblaba visiblemente. Parecía como si se acabara de dar cuenta de que sólo disponía de unos minutos para decirme todo lo que quería y que deseaba darme el amor de toda una vida. Empezó a hablar acerca de cómo me las arreglaría en un nuevo país y con una nueva forma de vida.

– Ten cuidado, no salgas sola por la noche. En Estados Unidos hay mucha delincuencia… Si no te gusta estar allí, vuelve a casa… La hermana de Xiao Xiao también está estudiando en la misma universidad. ¿Recuerdas que te he dado su número de teléfono? Llama en cuanto llegues… No te pierdas en el aeropuerto…

– No te preocupes, mamá, todo va a ir bien -intenté tranquilizarla, aunque en el fondo no tenía ni idea de cómo iba a ser mi vida a partir de aquel momento.

– Ahora será mejor que te vayas -me indicó papá, y me hizo un gesto con la cabeza; me di cuenta de que estaba más preocupado por mi madre.

– Adiós, cariño.

Mamá me abrazó. Volvió la cabeza para que no viera sus lágrimas.

Abracé a mi hermana y a Eimin, le estreché la mano a mi padre y les dije adiós. Atravesé la puerta de la mampara de cristal que separaba a los que se iban de los que se quedaban. En cuanto facturé, llevé las maletas por una puerta en la que ponía «punto sin retorno» hacia la cinta transportadora. Luego regresé a la puerta y vi que mi familia seguía en el mismo lugar; los saludé con la mano y una amplia sonrisa y ellos me devolvieron el saludo.

Cuando ve di la vuelta, las lágrimas me corrían por las mejillas. Seguí adelante, alejándome de mi marido, de mis padres que envejecían, que me habían criado tanto en las duras como en las maduras, y alejándome de mi hermana menor, a la que quería pero de quien tenía la impresión de no conocer realmente, puesto que yo me había ido al internado cuando ella tan sólo tenía nueve años.

Seguí andando, alejándome del único país que había conocido y de la única vida que había tenido. Estaba a punto de hacer el primer viaje en avión de mi vida y lo único en lo que podía pensar era que, a partir de entonces, mis días estarían llenos de sueños, de soledad y añoranza.

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