Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Leí la nota. Era de Dong Yi, que me citaba para vernos a última hora de la tarde. En cuanto la leí, supe que algo debía de haber ocurrido: él nunca habría acudido allí si no fuera urgente.

Desde el momento en que leí la nota de Dong Yi hasta las ocho de la tarde, mi cabeza estuvo hecha un lío. Eimin volvió con unos papeles y no le hizo gracia ver que no había preparado nada del equipaje.

– ¿Podemos no irnos hoy? Me sentiría mejor si nos fuéramos mañana por la mañana. Sería más seguro -le dije a Eimin.

– Pero ¿por qué? No veo en qué va a ser más seguro. A mí me parece que cuanto más tiempo nos quedemos, más peligroso será.

– Sólo una noche. No cambiará mucho las cosas.

– Si eso quieres, nos iremos por la mañana. Pero de verdad que no veo qué necesidad tenemos de esperar hasta entonces. Vamos a llamar a tus padres.

Comí poco durante la cena. Eimin empezó a preocuparse por mi salud y me puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre.

– Estoy bien.

Sacudí la cabeza. No le dije nada sobre la nota de Dong Yi.

Cuando llegó la hora de irme, me resultó violento decirle la verdad, por lo que en vez de eso le dije a Eimin que iba a dar un paseo por el lago.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, no hace falta. No estaré mucho rato.

– Bien. Tal vez sólo necesitas un poco de aire fresco.

Tenía la costumbre de ir sola al lago por las tardes, unas veces para escribir, otras para leer. Eimin ya estaba habituado a ello. Por regla general, él pasaba esos ratos en su mesa de trabajo, escribiendo o atendiendo el papeleo del departamento.

El lago Weiming estaba tan tranquilo como siempre. Las ramas de los sauces llorones habían crecido desde la última vez que las vi y ya rozaban el agua. Los enamorados aún paseaban juntos, de la mano. Nunca dejaban de ir allí pasara lo que pasase, incluso entonces, cuando el mundo había enloquecido. Continuaban con sus paseos como si no existiera nadie más que ellos y nada más que el amor.

Esperé a Dong Yi en el puente de piedra blanca del extremo nordeste, nuestro lugar de encuentro preferido en el lago. La tarde era cada vez más oscura y las nubes que se habían ido formando desde primera hora de la tarde cubrían ya el cielo, con lo que el ambiente era ahora cálido y húmedo. Al otro lado del puente vi el solitario bote de piedra junto a la isla en medio del lago. No soplaba ni la más leve brisa, el agua estaba oscura y en calma como la seda.

«Ojalá esta noche hubiera luna -pensé-. El lago siempre se ve muy hermoso a la luz de la luna.»

Dong Yi había llegado puntual.

– ¿Va todo bien? Me he quedado muy preocupada al leer tu nota.

– Sí, al menos por ahora.

Me sonrió con tristeza. Ambos nos apoyamos en el puente. Recordé las noches que solíamos pasar allí, leyendo poesía. Estábamos enamorados y nuestras vidas parecían mucho menos complicadas. Podríamos haber tenido el mundo.

– ¿Te acuerdas de cuando había peces en el lago? -dije.

– He venido a despedirme. Esta noche me marcho de Pekín. -Levanté la mirada. Él la bajó-. Pronto empezarán a detener gente. Hay muchos que han pasado a la clandestinidad. Puede que aún haya más que tengan que hacerlo.

– ¿Adónde irás?

– Primero quiero volver a Taiyuan. Quiero ver a mi familia y que sepan que estoy bien. Las líneas telefónicas estaban cortadas en el Spoon Garden, de modo que no pude ponerme en contacto con Lan.

– Sí, ya lo sé, la centralita principal ayer cerró la mayor parte de las líneas. Pero ¿estarás a salvo en Taiyuan? El primer lugar donde irán a buscarte será tu ciudad natal.

– Quizá después tenga que marcharme a otro sitio, pero todavía no sé dónde.

Las farolas se encendieron con un parpadeo cuando empezó a oscurecer.

– ¿Cómo vas a salir de Pekín? -pregunté.

No creía que pudiera ir a la estación y sacar un billete sin más. Por otro lado, podría ser que los trenes aún no funcionaran.

– Me ayudarán unos amigos.

– ¿Cuándo volverás?

– No lo sé. Pronto, espero. -Me tomó por los hombros y me miró intensamente a los ojos-. Pero volveré antes de que te vayas a Estados Unidos. Te lo prometo. Vendré a verte. ¿Me esperarás?

– Sí, claro. No te preocupes por eso. Márchate en seguida. Te esperaré, te lo prometo.

Tuvo que irse. Al parecer, su viaje ya estaba arreglado.

Aquella noche no había luna, y sentí como si algo se me cayera por entre las yemas de los dedos, perdido para siempre.

Capítulo 18: Se busca vivo

«No es preciso que ocultéis vuestros nombres, hoy hay muchos como vosotros.»

Li She, siglo ix

Eimin y yo abandonamos la Universidad de Pekín la mañana del 6 de junio. Nos llevamos dos maletas pequeñas con ropa, los cepillos de dientes, toallas, un despertador y el manuscrito de su libro, un libro de texto de psicología. Había más gente que se marchaba, pues los estudiantes que eran de Pekín se iban a sus casas. Los profesores que no querían que su familia estuviera por allí cuando la policía fuera a detenerlos enviaban a sus esposas e hijos con los parientes. Todo el mundo sospechaba que el próximo gran derramamiento de sangre tendría lugar precisamente allí, en el campus.

Por la noche, en el apartamento de mis padres, nos sentamos los cinco apretujados en el sofá a ver la televisión. Las tres cadenas, Central Uno y Dos y Pekín TV, emitían programas sobre «los delitos de los alborotadores». Dijeron que veintitrés oficiales y soldados habían muerto «durante los disturbios» del 3 y el 4 de junio. Cientos de camiones militares habían sido incendiados y ardieron en las calles de Pekín.

– La mañana del 3 de junio, de camino a la plaza de Tiananmen, un soldado se separó de su sección y fue capturado por unos alborotadores -dijo con gravedad un reportero, de pie ante el cruce de Chongwenmen, situado a más de tres kilómetros al sudeste de la plaza de Tiananmen-. Sus captores lo llevaron hasta este paso elevado que tengo a mis espaldas, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Luego lo arrojaron por uno de los laterales. Después, los alborotadores colgaron su cuerpo quemado en el paso elevado.

Mostraron unos primeros planos del cuerpo ennegrecido.

Entrevistaron a un oficial de la unidad a la que pertenecía el soldado:

– Estábamos demasiado lejos. No pudimos hacer nada más que ver cómo su cuerpo colgaba del puente.

– ¿Cómo reaccionó su sección?

– Todos mis soldados gritaron: «¡Muerte a los asesinos!». Pero yo les dije: «Somos el ejército del pueblo, los malos elementos son sólo un grupo reducido y no disparamos contra estudiantes o vecinos».

El reportaje se trasladó entonces a la ciudad natal del soldado caído. Se filmó a los dirigentes locales mientras visitaban a los padres, unos campesinos. El padre se dirigió a la cámara y, de un modo que sin duda estaba ensayado, dijo:

– Nuestro hijo murió como un héroe. Ha traído la gloria a su familia.

La madre lloraba en silencio.

– La gente nunca olvidará a vuestro hijo -dijo el funcionario del gobierno en tono solemne. Pero se notaba que disfrutaba al ser el centro de atención. Llevaba una chaqueta Mao nueva-. Os prometemos que los asesinos serán capturados y castigados.

En casa de mis pares nadie dijo nada. Aquellas espantosas imágenes del soldado me dieron ganas de vomitar. Nadie merecía morir de ese modo. Nadie merecía morir de ningún modo. Pero en aquella noche oscura, muchos hijos e hijas, demasiado jóvenes para saber nada siquiera sobre la muerte, fallecieron, en ambos bandos.

¿Cuántas madres y padres tuvieron que seguir viviendo sólo con los recuerdos de sus hijos?

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