Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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– ¿Qué hospital era? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Cómo es que te dejaron salir? Tendrías que estar en el hospital. Tienes muy mal aspecto -dijo Wei Hua.

– ¿Ha empezado a sangrar otra vez? -preguntó Cao Gu Ran confuso.

– No, no sangras.

– Me fui sin que me vieran. Vi a un tipo con aspecto de policía que anotaba los nombres y afiliaciones de los heridos. Me asusté. Me fui sin que se dieran cuenta.

– ¿Y adónde fuiste? No podías llegar muy lejos con esta herida -dijo Li Xiao Dong.

– No lo pensé. Salí del hospital y empecé a andar hacia el oeste. Fui en dirección contraria a los disparos. No había llegado muy lejos cuando me recogió el chico que conducía el pinbanche. - Cao Gu Ran miró hacia la calle-. Él me trajo hasta aquí. No hablaba demasiado, pero iba tan rápido como el viento.

– Deberías ir al hospital de la universidad. Tiene que verte un médico -le dije.

– Lo único que quiero es volver a mi habitación y dormir.

– No -nos negamos-. Tenemos que llevarte a que te vea el doctor.

Li Xiao Dong dijo:

– Esperadme aquí. Voy por mi bicicleta.

– ¿Queréis saber lo que más me deprimió en el hospital? -preguntó entonces Cao Gu Ran. Wei Hua y yo lo miramos.

– No.

– La gente entraba para buscar a los miembros de su familia, parientes y personas queridas. ¡Qué maravilloso es que te quieran, incluso en el momento de la muerte! Pero sabía que a mí nadie iría a buscarme.

Wei Hua y yo nos miramos. No sabíamos qué decir.

– Tengo casi veinticuatro años y ni siquiera tengo novia. No quiero morir así -murmuró, y de pronto rompió a llorar.

– No vas a morir.

Miré a Wei Hua, que se encogió de hombros.

– Cálmate, por favor. Creo que la herida se te ha vuelto a abrir -observé.

– No me asusta la muerte, eso ya lo sabéis. Pero no quiero morir solo -sollozó nuestro amigo.

Nos costó un buen rato llevar a Cao Gu Ran al hospital universitario. La enfermera le puso una inyección. En cuanto se durmió, nos marchamos las tres en silencio y nos fuimos cada una por nuestro lado.

Caía la tarde. Pero no tenía apetito. Estaba decidida. Mientras me alejaba del hospital universitario, pensé que si no podía encontrar a Dong Yi en el campus, iría a los hospitales del centro. Iría a buscarle, dondequiera que me llevara la búsqueda. Encontraría a Dong Yi, estuviera vivo o no.

Con semejante determinación volví a llamar a su puerta. Se oyó el ruido de la cerradura y vi a Dong Yi delante de mí, con la camisa mugrienta. Habría acabado de llegar y, sin embargo, parecía como si estuviera a punto de marcharse otra vez.

Quise gritarle por haber ido a la plaza de Tiananmen la noche anterior, por haberme causado tanta preocupación. Por otra parte, también deseaba correr hacia él, abrazarlo, decirle lo feliz que era al ver que estaba de vuelta sano y salvo. Pero lo único que pude hacer fue quedarme de pie en el umbral de la puerta.

A pesar de toda la preocupación, inquietud, amor, pesar, odio y alegría que sentí al verle allí en aquel momento, no pude decir sino:

– Llevo todo el día buscándote.

– Ya lo sé. Me lo ha dicho mi compañero de habitación.

– ¿Dónde has estado?

– Me he pasado el día en bicicleta, pedaleando por callejones intentando volver. No me atrevía a ir por las calles principales.

– ¿El ejército las ha acordonado?

– No lo sé. Pero las tropas se desplazaban por las principales vías. No dejaba de oír disparos que resonaban en alguna parte. De vez en cuando pasaba por los cruces principales y veía camiones militares en llamas y escombros desparramados por toda la calle.

– ¿Dónde estuviste anoche? Tu compañero dijo que habías ido a la plaza.

– Iba a ir a la plaza, pero al final fui a Muxudi.

Muxudi es una parada de metro que hay en la prolongación oeste del bulevar de la Paz Eterna, a unos cinco kilómetros al oeste de la plaza de Tiananmen.

Nos sentamos en su cama, uno al lado del otro. Dong Yi metió la mano en el bolsillo del pantalón. Cuando abrió la palma, vi en ella un casquillo de bala.

– Wei, no creo que vuelva ya a ser el mismo, no después de lo que he visto.

Levantó la mano y dejó que el casquillo se deslizara hasta mi palma.

– Cuéntamelo -le dije en tono suave.

Entonces Dong Yi me explicó que probablemente fueran las diez cuando llegó a la estación de metro de Muxudi. Allí ya había unos cuantos centenares de personas, la mayoría vecinos del lugar y estudiantes de provincias. Entonces oyeron acercarse los tanques y vehículos blindados; habían cruzado el Puente de Muxudi. No tardaron en ver a los soldados, con sus fusiles.

La multitud empezó a lanzar piedras y ladrillos desde detrás de las barreras que bloqueaban la calle. Sabían que, hicieran lo que hiciesen, no podrían detener el avance del ejército, pero tal vez retrasaran su llegada a la plaza.

Protegidos por sus tanques y vehículos blindados, los soldados cargaron, apartando a un lado los autobuses y demás barreras. Desde el otro lado de los arbustos de la mediana de césped del centro de la calle, la muchedumbre gritaba: «¡Bandidos!». Algunos arrojaban losas que habían arrancado de las aceras.

Se detuvo por un instante antes de continuar:

– Entonces oímos disparos. Al principio hubo mucha gente que no se agachó porque nadie creía que fueran balas de verdad.

La multitud sólo echó a correr cuando vio caer gente ensangrentada al suelo. Dong Yi se encontraba a unos doscientos metros de distancia de los soldados, no demasiado cerca. Cuando vio que la gente se desplomaba y oyó que alguien gritaba «¡Son balas de verdad!», también echó a correr. Los proyectiles pasaron silbando junto a él e impactaron en el suelo; fue entonces cuando oyó gritar a una chica. Se volvió y la vio caer. Sus amigos querían detenerse y regresar en su busca, pero las balas pasaban zumbando.

Dong Yi me quitó el casquillo de las manos y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. Cuando le dio la vuelta, el casquillo destelló una fría luz.

La chica chillaba y se retorcía de dolor allí, en la calle. Sus amigos, cinco de ellos, todos jóvenes, gritaban, lloraban y querían volver a su lado. Uno de los vecinos dijo que era demasiado peligroso que volvieran todos allí. De modo que fue él solo, arrastrándose por la calle. Llegó hasta allí, recogió a la chica y regresó corriendo. Lo alcanzaron justo cuando llegaba, aunque por fortuna no fue nada grave. Pero la chica sangraba por el estómago. Dong Yi la sujetó mientras sus amigos intentaban contener la hemorragia. Ella temblaba, chillaba, y la sangre seguía manando sin cesar. Sus amigos lloraban y le rogaban que no los dejara. Pero todos sabían que iba a morir.

A Dong Yi se le empezaba a entrecortar la voz.

En el bolsillo de la chica encontraron su carné de estudiante y un poco de dinero empapado de sangre. Era alumna de la Universidad Hefei, en la provincia de Ann Hui. Se había desplazado en tren con sus compañeros el día anterior. Tan sólo tenía diecinueve años.

Tomé las manos de Dong Yi entre las mías y las lágrimas rodaron por nuestras mejillas.

– Encontré este casquillo cuando ya me iba de Muxudi. Lo guardaré siempre. Es mi testigo.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -pregunté mientras me enjugaba las lágrimas.

– Ahora que te he visto me siento mucho mejor. Iré a ver si puedo comunicar con Taiyuan. Quiero que sepan que estoy bien.

Sabía que diría eso y sabía que eso era lo que debía hacer. Tenía que llamar a su esposa, por supuesto. Pero aun así, sus palabras me dolieron y me entristecieron más todavía.

– Sí. Sí, tienes que hacerlo. Tal vez puedas llamar desde el Spoon Garden.

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