– Pues yo espero que escapen todos -tuve que interrumpir. No podía soportar la idea de que alguien que conociera delatase a Dong Yi.
La imagen de Chai Ling no me abandonó durante gran parte de la noche. No podía dormir, no hacía más que dar vueltas en la cama tratando de apartar su rostro de mi pensamiento. Me pregunté qué habrían pensado de ella los millones de telespectadores. Tenía un aspecto demasiado joven y frágil, un rostro demasiado aniñado para ser comandante en jefe. Me acordé de que, una vez, Chai Ling se había llevado unas ratas del laboratorio y las había soltado en la residencia. Al principio estábamos muertas de miedo, pero al cabo de un rato nos estábamos riendo tanto que lo único que pudimos hacer fue dejarnos caer en la cama. ¿Adónde habían ido a parar aquellos días de inocencia? Tenía los ojos fijos en la oscuridad y me preguntaba dónde estarían aquella noche mi antigua compañera de habitación y su marido, que ahora eran fugitivos.
A finales de junio habían sido arrestados en Pekín más de mil alborotadores «contrarrevolucionarios» y «elementos anarquistas», entre los que se contaban estudiantes, profesores, ciudadanos de a pie y obreros. Muchos de ellos fueron condenados a muerte a toda prisa en un carrusel de juicios y ejecutados públicamente de un disparo en la nuca. Luego, las familias tuvieron que pagar el precio de la bala antes de poder llevarse el cadáver.
Muchos estudiantes vivían con el miedo de que serían arrestados en cualquier momento, de que su futuro, inevitablemente, estaba arruinado. Algunos tenían tanto miedo de que los castigaran por haber participado en el Movimiento que ya no lograban dormir por la noche. Un día que estaba en casa ordenando fotografías de la época de mi infancia, uno de aquellos estudiantes vino a ver a mi madre. Tanto mi padre como Eimin se habían ido a trabajar y mi hermana había ido a visitar a su amiga del edificio de al lado.
– ¿Se acuerda de la concentración que hicimos en apoyo a la huelga de hambre, profesora Kang?
– Sí -respondió mi madre-. Asistió casi toda la universidad.
– Pronuncié un discurso en la concentración, ¿lo recuerda? Sí, aquel día habló mucha gente. Pero ¿y si alguno de los funcionarios de la universidad o tal vez un miembro de la policía secreta se acuerda de mí? He intentado no pensar en ello, pero no puedo evitarlo. Estoy aterrorizado. Hace días que no duermo. No, no tenía intención de hacerlo. Fue una cosa del momento. ¿Qué voy a hacer? Estoy agotado.
Habiendo pasado los horrores de la Revolución Cultural, cuando el encarcelamiento y la muerte eran moneda corriente para aquellos que expresaban sus objeciones a la política de Mao, poco podía decir mi madre con sinceridad para calmar a su alumno. En lugar de eso, tal como había hecho con todos los que habían venido antes, mi madre le dio unas hierbas chinas que le ayudarían a conciliar el sueño.
Pronto se instó a la gente a que utilizara una línea telefónica directa para delatar de manera anónima a los «elementos anarquistas» y «alborotadores contrarrevolucionarios». Los animaron, sobre todo, a que denunciaran a las personas de su entorno más próximo: amigos, compañeros de trabajo, vecinos o parientes. El establecimiento de aquella línea directa provocó oleadas de miedo que recorrieron toda la ciudad. Lo peor de todo era que cualquiera podía llamar desde un teléfono público y originar tu arresto; ni siquiera podías discutir la exactitud de la información, puesto que el testigo no tenía nombre ni rostro.
Todos los días me preguntaba si me habrían denunciado y cuándo y cómo podría presentarse la policía en casa de mis padres. Cada día que pasaba sin ningún incidente se convertía en un premio, una vida perdonada, pues yo creía que la puerta de escape se cerraría algún día, la red se tensaría y quedaría atrapada.
La víspera de mi cumpleaños, a finales de junio, fui a la Universidad de Pekín con Eimin. Él se dirigió a su oficina y yo me encaminé a la librería. Era un día seco y soleado y por todas partes flotaba un polvo asfixiante. En las calles, los jóvenes sauces recién plantados, vencidos por el calor, se habían secado. Hasta los normalmente umbrosos castaños abatían sus hojas, rendidos al sol ardiente.
El Triángulo había vuelto a su estado normal con comunicados universitarios y material de propaganda cuidadosamente colgado en el interior de las vitrinas. Uno de los comunicados afirmaba que era falso que el número oficial de muertos de la Universidad de Pekín ascendiera a centenares de personas: sólo habían sido tres. El comunicado denunciaba a la AAE por engañar a los estudiantes de forma deliberada.
Leí sus nombres, edades y los departamentos a los que pertenecían. No conocía a ninguno de ellos. Traté sin éxito de encontrar una declaración sobre dónde y cómo murieron.
Seguí adelante y leí otro comunicado:
«Dadas las circunstancias, la universidad ha concedido su autorización para que el segundo trimestre termine pronto y las vacaciones de verano empiecen inmediatamente. La universidad insta a los estudiantes a que aprovechen el verano para reflexionar y ejercer la autocrítica. Se exige que todos los alumnos se presenten ante los dirigentes del Partido de su departamento a comienzos del primer trimestre con un relato fidedigno de cuáles fueron sus actividades durante la anarquía.»
No seguí leyendo. En las universidades chinas, lo normal es que el segundo trimestre dure hasta primeros de julio. En la Universidad de Pekín no había habido clases desde el mes de abril. Y muchos estudiantes se habían marchado después del 4 de junio, lo cual significaba que, de hecho, las vacaciones de verano habían empezado. Imaginé que la universidad no hacía sino reconocerlo.
Cerca de la librería, un cartel anunciaba la proyección de un vídeo con secuencias de «los actos heroicos de las fuerzas del ejército. Estas secuencias contarán la verdad sobre lo que ocurrió el 4 de junio». Me pregunté cuánta gente iría a verlo.
Tanto mi padre como mi madre habían recibido un comunicado interno del Partido con descripciones más detalladas, a veces gráficas, de la muerte de los «héroes» del ejército, algunos de ellos quemados vivos en el interior de sus vehículos blindados, otros mutilados. El comunicado también cifraba el cálculo oficial por parte de la Municipalidad de Pekín de civiles muertos y heridos durante los días 3 y 4 de junio en doscientos dieciocho y dos mil, respectivamente. Un informe del Departamento de Seguridad Pública de la capital decía que entre los muertos se incluían profesores universitarios, obreros, propietarios de pequeños negocios y alumnos de instituto y de la escuela primaria. El más joven tenía nueve años y el mayor era un obrero jubilado que ya había cumplido los setenta. Nunca se reveló el número de soldados que participaron en la ofensiva ni la magnitud de su arsenal bélico, pero, a juzgar por la cifra de heridos (cinco mil) y de vehículos militares incendiados (quinientos), no era difícil calcular el arrollador poderío de las fuerzas militares que cayó sobre los civiles desarmados de Pekín durante aquellos dos días.
En la librería, el ventilador del techo giraba lentamente. Por lo que yo recordaba, la tienda siempre había estado concurrida, frecuentada por los veinte mil estudiantes de la Universidad de Pekín y sus amigos. La librería, claro está, vendía muchos libros de texto, pero también novelas, poesía y obras de ficción, reflejo de los gustos de los estudiantes, la élite intelectual de la juventud china. Me acordé de que, tres años antes, todos habíamos acudido allí para comprar David Copperjield, de Charles Dickens, la historia del éxito de un joven que alcanzó su posición gracias a su propio esfuerzo, y Las penas del joven Werther, de Goethe, sobre el amor, el desamor y el suicidio en la Alemania del siglo xviii. En aquellos días todo el mundo quería ser Copperfield y deseaba poder triunfar, como el personaje de la novela, gracias al talento, la inteligencia y el trabajo sin tregua. Además, la mayoría de nosotros nos sentíamos próximos al joven Werther, pues China acababa de abrirse y la joven generación estaba aprendiendo a experimentar las maravillas, así como las penas, del amor. Pero allí no podíamos conseguir libros prohibidos, para eso teníamos que ir al mercadillo del distrito Haidian, donde el librero podía sacar un ejemplar de El amante de Lady Chatterley del interior de un saco de arroz que tenía debajo de la mesa.
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