Entramos en la habitación de Chai Ling, tan oscura que tuvo que encender la luz, una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una cama de matrimonio, dos baúles, un escritorio y dos sillas constituían el único mobiliario. Al cabo de unos instantes, en cuanto reunimos lo necesario para cocinar, salimos de nuevo al patio, donde Chai Ling empezó a encender su pequeña cocina de carbón. Cuando prendieron las llamas, se inclinó para soplar el carbón del interior. El humo se elevó y dificultó aún más la visión.
Le pregunté cómo había encontrado el lugar y me dijo que había sido a través de unos amigos. La casera había perdido a su marido hacía poco y necesitaba dinero.
– ¿No te preocupa que te descubran?
– No -contestó, y me explicó que cada vez había más gente que tenía que hacerlo. El gobierno no podía pillarlos a todos-. Pero, naturalmente, te agradecería que no se lo contaras a nadie.
Le pregunté qué le gustaba de vivir allí. Respondió que la vida era más real fuera de la torre de marfil que dentro de ella. Se sentía a gusto estando con personas como su casera y recibiendo una lección de humildad de la vida real y de los problemas reales.
Cocinó un par de platos sencillos y un poco de arroz. Feng Congde no podía comer con nosotras porque aquella tarde tenía una clase. Charlamos de los viejos tiempos y del futuro. A las diez tuve que despedirme porque no tardarían en cerrar la puerta de mi residencia, así que le di las gracias por la invitación y por la cena y me apresuré a regresar.
Permanecí despierta durante horas después de que hubieran apagado las luces en la residencia. Hacía mucho rato que mis compañeras de habitación se habían acostado, y Wei Hua, como siempre, hablaba en sueños. Pero seguía recordando mi visita a Chai Ling y la cabeza se me llenaba de imágenes, conversaciones y mis propios pensamientos. Conocí a Chai Ling hacía más de un año, y desde entonces no había cambiado. En realidad, se había afirmado en su resolución de no permitir que nadie le dijera cómo debía vivir su vida.
Tal vez fueran aquella decisión y aquellas ansias de libertad las que iban a proporcionarle el coraje para alzarse y luchar por la causa estudiantil.
No vi a Chai Ling hasta el día siguiente. Para mi sorpresa, mi antigua compañera de habitación tenía un aspecto más joven y radiante, el entusiasmo daba vida a su mirada. Ardía con la determinación de luchar por la democracia en China.
La mayor de las batallas entre el pueblo y el Partido Comunista estaba tomando forma rápidamente.
«Con la suficiente voluntad, podemos mover montañas con las manos.»
Cuento popular, año 200 d. C.
El editorial del Diario del Pueblo del 26 de abril señaló un momento decisivo para los estudiantes, cuando la palabra «anarquía» inflamó fuertes sentimientos en los campus de todo Pekín. De la noche a la mañana, la llama de la ira comenzó a arder entre cientos de miles de estudiantes y profesores. Naturalmente, este sentimiento era más intenso en la Universidad de Pekín.
A primera hora de la mañana del 26 de abril me despertaron unos gritos y un fuerte ruido. Miré a Eimin, que aún dormía, salté de la cama, me vestí y me dirigí a toda prisa hacia la ventana que daba al Triángulo. Vi que ya se había congregado allí una gran multitud. El cielo azul se había abierto paso entre las delgadas nubes con la promesa de un día cálido y soleado por delante.
De pronto se oyeron unos golpes nerviosos en la puerta y la voz de Li que gritaba: «¡Eimin! ¡Eimin!».
Eimin abrió la puerta en seguida. Li había venido para llevarlo a una reunión urgente en el departamento de psicología.
– Anoche, la Asociación Autónoma de Estudiantes decidió organizar una protesta masiva como respuesta al editorial -explicó Li mientras trataba de recuperar el aliento-. El presidente de la universidad ha pedido a todos los departamentos que discutan la situación y planteen una postura oficial por parte de la institución y el profesorado.
Eimin se marchó a toda prisa con Li. En cuanto se fueron, cerré la puerta con llave y bajé al Triángulo.
El Triángulo era un caos, nunca había visto un desbarajuste semejante. Durante la noche, los carteles recién colocados habían cubierto la pared en toda su longitud y aún se estaban poniendo más mientras yo miraba. A lo largo del muro, una multitud -que en algunos sitios formaba una hilera de cuatro en fondo- leía y discutía los carteles. De pie detrás del gentío, sólo veía los carteles adheridos en lo más alto de la pared; de vez en cuando tenía que ponerme de puntillas para continuar leyendo lo que ponía en su parte inferior. En una o dos ocasiones me tambaleé hacia delante por haber estado demasiado tiempo de puntillas. Las personas que tenía ante mí se volvieron, claramente irritadas, de modo que me disculpé y me fui a otro lugar.
Al cabo de un rato de dar vueltas por el Triángulo me sentí frustrada porque no podía leer la mayoría de carteles. Llegó más gente; algunos se abrieron camino a empujones por entre la multitud. Además, la muchedumbre se volvía cada vez más bulliciosa, la gente llamaba a los amigos, hablaban sobre los acontecimientos y discutían sobre los pros y los contras de los carteles de la pared.
«¡Esto es ridículo! -exclamé para mis adentros. Me sentía excluida de las opiniones de mis compañeros-. Tengo que meterme ahí.» Empecé a avanzar hacia la pared a empellones, haciendo frente a algunas miradas de enojo.
Pronto llegó más gente con nuevos carteles y se encontró con que ya no había espacio en la pared. «¡Allí!», gritó un joven que llevaba un cubo con gachas de trigo, la tradicional cola casera para pegar carteles. Los estudiantes que sujetaban las esquinas del cartel empezaron a correr. La multitud los siguió con rapidez. El joven que iba delante embadurnó generosamente con las gachas una de las paredes laterales del edificio del profesorado y se colocó el cartel.
Aquella vez me encontraba en una posición desde la que veía bastante bien. Lo leí:
«¿Qué hemos hecho mal? Dijimos la verdad en nombre del pueblo. Queremos erradicar la corrupción y los privilegios. Queremos el imperio de la ley, no del hombre. Queremos democracia, no una dictadura. Nos manifestamos pacíficamente. ¿En qué nos hemos equivocado? Padres, no estamos equivocados.»
– Wei -oí una voz que me llamaba en voz baja y me sobresalté. Me di la vuelta y vi a Chen Li de pie a mi espalda.
– Hola. -Me alegré mucho de verlo-. ¿Cuánto hace que estás ahí?
– Desde que tú te has puesto aquí -respondió Chen Li con una sonrisa-. Pero pensé que te dejaría terminar de leerlo.
Ver allí a Chen Li, entre miles de desconocidos en una atmósfera política tan tensa, me pareció como encontrarme con un viejo amigo en un país extranjero. Aquella mañana me dio la impresión de que su dulce sonrisa era aún más reconfortante. No lo había visto desde nuestra excursión a la plaza de Tiananmen casi diez días antes. Quería contarle lo de mi beca para ir a Estados Unidos, pero decidí que no eran ni el momento ni el lugar adecuados.
– ¿Has tomado parte en las manifestaciones?
– Sí. De hecho estuve en la plaza de Tiananmen cuando el funeral de Hu Yaobang -dijo Chen Li mientras nos alejábamos del gentío que había junto a la pared.
– ¿Ah, sí? -en cuanto lo dije lo envidié por haber estado involucrado en las manifestaciones de una manera tan personal. Las imágenes que había visto en la televisión unos días antes aún seguían vivas en mi mente-. Cuéntamelo, por favor -le pedí con impaciencia, pues quería conocer en aquel mismo momento los detalles de aquel día en la plaza de Tiananmen. Por mediación de Chen Li, tuve la sensación de que yo también estaba relacionada personalmente con los tres valientes pero anónimos jóvenes que se arrodillaron en las escaleras de la Gran Sala del Pueblo.
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