En aquella época, psicología requería una de las notas de acceso más altas de la Universidad de Pekín; por consiguiente, el sentimiento hacia los trasladados era particularmente hostil en dicho departamento. Nadie quería compartir habitación con ellos.
Yo había sido la rara desde que entré en la universidad. Había nueve chicas en mi clase, una más de las que podía albergar una habitación y, en consecuencia, siempre había una que tenía que compartir dormitorio con las chicas de otro curso. Como había estado sola desde los doce años, en el internado, no me importó ser la elegida. Así pues, pasé el primer año compartiendo habitación con las estudiantes de último curso, y el año siguiente con las de primero. Las chicas de mi clase se alojaban unas cuantas puertas más allá del pasillo, pero rara vez las veía fuera de las aulas.
Naturalmente, cuando llegaron las trasladadas me pidieron que compartiera el dormitorio con ellas. El departamento consideraba que, puesto que hasta el momento no había tenido un grupo estable con el que compartir habitación, era poco probable que me importase que volvieran a cambiarme, esta vez con las estudiantes que se habían trasladado. No me importó en absoluto: estaba acostumbrada a ser una intrusa.
Las estudiantes trasladadas sabían que estaban de más y que no eran bienvenidas, de manera que anduvieron con pies de plomo al entrar en su nuevo hogar. Eran extremadamente amables y encantadoras, y observaban con cautela las reacciones de los demás antes de hablar. Era como si todas nosotras estuviéramos en alguna prolongación de las clases de psicología, con las nuevas estudiantes temerosas de dar un paso en falso. Bueno, casi todas.
Chai Ling era pequeña, con la cara redonda y unos ojos penetrantes, pero amables. Siempre llevaba el pelo corto, rozándole las mejillas. Era independiente, rebelde y, en ocasiones, desagradable. Nunca parecía sentir temor de decir lo que pensaba, y lo hacía con una voz curiosamente suave y aguda.
Como tenía que ponerse al día en muchas cosas de su nueva licenciatura, Chai Ling asistía a algunas clases con nosotras, además de seguir las de su propio curso. A veces pasábamos la mayor parte del día juntas, intercambiando apuntes y ayudándonos con las tareas. A pesar de su tardío comienzo en psicología, Chai Ling progresó con rapidez y al cabo de un año, en el examen del curso de posgrado, obtuvo suficiente puntuación para que le concedieran una plaza.
Por desgracia, los profesores no estaban contentos con ella, probablemente a causa de su personalidad díscola. En el departamento había muchos que la consideraban una persona con la que era difícil trabajar y, por tanto, no querían aceptarla. Al final, tras persistentes súplicas por parte de Chai Ling, el departamento accedió a dejar que lo decidiera el profesor con quien ella quería estudiar.
Para entonces, Chai Ling se había mudado a una pequeña habitación que había en un rincón del pasillo y yo estaba por fin con mis compañeras de clase después de otra redistribución de dormitorios. Un día vino a verme.
– Wei, tú eres la mejor de tu clase, todos los profesores te quieren. Por favor, ¿podrías hablarle de mí a la profesora Wang? La verdad es que me encantaría estudiar emociones humanas con ella.
Fui a ver a la profesora Wang y hablé en defensa de Chai Ling, pero se mostró inflexible: no pensaba trabajar con aquella alumna. Me sentí fatal cuando le conté a Chai Ling el resultado de mi conversación con la profesora Wang. Así pues, era inevitable que, cuando el departamento accedió por fin a admitir a Chai Ling en el programa de posgrado bajo la supervisión de otro profesor, ella rechazase la oferta y dijera que prefería estudiar en otro sitio que con un profesor que no hubiese elegido ella.
Unos meses más tarde se matriculó en el curso de posgrado de la Universidad Normal de Pekín.
Mucha gente del departamento -incluyéndome a mí- quedó sorprendida por su decisión y creía que estaba siendo obstinada e inflexible y que, como resultado de ello, sufría innecesariamente.
Unos meses después de licenciarse, Chai Ling se presentó en la habitación de mi residencia. Me la había encontrado un par de veces en el campus cuando acudía a visitar a su novio, Feng Congde.
Me alegré de verla. Hablamos de su nueva vida como estudiante de posgrado y de qué le parecía la Universidad Normal de Pekín. Entonces dejó caer la bomba: Feng Congde y ella se habían casado. En aquella época, en China, la gente tenía que esperar a terminar su carrera universitaria y a cumplir veintitrés años para contraer matrimonio. Chai Ling acababa de cumplir los veintitrés.
– No tenía ni idea de que os hubierais casado -me disculpé, porque me había referido a Feng como a su novio, y en seguida me apresuré a felicitarla.
– Hemos alquilado una vivienda fuera del campus -dijo-. Tienes que visitarnos.
Era poco común por aquel entonces que la gente corriente alquilara habitaciones a particulares. Nadie tenía propiedades, y alquilar un inmueble propiedad del Estado era ilegal. Había oído hablar de gente que lo hacía, pero se arriesgaba a acabar en la cárcel. La mayoría de estas personas eran granjeros que habían ido a la ciudad a trabajar, que no tenían otra alternativa y estaban demasiado desesperados como para que les importara el castigo. Pero Chai Ling no pertenecía a aquel grupo de desesperados. Los estudiantes de posgrado que estaban casados vivían en sus propias residencias, lo cual se consideraba una generosidad, pues casi todo el mundo tenía que esperar, a veces durante años, a que su cuadrilla le asignara una vivienda. Muchos jóvenes tenían que seguir viviendo con sus padres y sus abuelos.
Por tanto, el comportamiento poco convencional de Chai Ling me impresionó y me intrigó al mismo tiempo; aquella era una nueva forma de vivir con la que nunca me había encontrado, de modo que acepté gustosamente ir a hacerle una visita.
La habitación que había alquilado formaba parte de una de las casas tradicionales con patio interior, situada dentro del distrito de Haidian, al otro lado de la calle del campus de la Universidad de Pekín. Chai Ling me condujo a través de patios estrechos y largos callejones. Allí, las familias residían en unas casas pequeñas con patio cuya existencia ignoraba, rodeadas por un laberinto de paredes. Se acercaba la hora de cenar y había humo por todas partes, pues muchas familias preparaban la comida en los patios en cocinas de carbón. Por encima de nuestras cabezas, el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes densas. Los vientos de otoño habían empezado a refrescar las tardes.
Aquél era un mundo distinto al de la Universidad de Pekín, con distintas generaciones de una misma familia viviendo juntas, niños que corrían alborozados por el patio, la colada tendida en las cuerdas y el agua de desecho vertida en las calles. Mientras caminábamos me pregunté cómo Chai Ling y Feng Congde habían encontrado aquel lugar. ¿Y por qué preferían vivir allí en vez de hacerlo en un hermoso campus en el que la universidad organizaba minuciosamente todos los aspectos de la existencia?
Al cabo de unos diez minutos ya estaba del todo perdida. Seguimos caminando otros diez minutos y al fin llegamos a la casa. Había una anciana agachada en la baja entrada, cocinando. O las nubes que había en lo alto se habían hecho más densas, o la casa era muy oscura, pero lo cierto es que apenas veía más allá de dos metros ante mí. Aflojé el paso por miedo a tropezar. Chai Ling me presentó a su casera, cuya amplia sonrisa dejó ver que le faltaban algunas piezas dentarias. Charlaron alegremente sobre cómo les había ido el día. Me sorprendí al ver a Chai Ling tan a gusto con la anciana; me sentí muy fuera de lugar, sin saber qué decir. Desde los doce años había vivido entre las paredes de internados y universidades de élite, y sabía muy poco de la vida al otro lado de aquellas paredes.
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