Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Pero cuando Lan acudió a ellos llorosa y les dijo que Dong Yi se había enamorado de alguien en Pekín, se escandalizaron. Se sentaron a hablar con su hijo del honor y el respeto.

– Le dijiste que la amabas desde que teníais diecinueve años, ¿cómo has podido cambiar de opinión? Le has dado tu palabra a esa chica y, por lo que más quieras, tienes que cumplirla -dijo su padre-. No puedes ir y arruinar la vida de otras personas porque quieres a otra o porque deseas otra clase de vida. Un hombre sin honor es un hombre sin amigos ni nadie que le respete.

Cuando Dong Yi contrajo matrimonio, le dieron un gran banquete y los ahorros de toda su vida. Querían que Lan tuviese lo mejor que pudieran ofrecerle. Querían que Lan supiera que contaba con su apoyo y su cariño. Dong Yi lo comprendía. Toda su vida había tratado de estar a la altura del ejemplo de su padre. Cada vez que pensaba en los años que se había pasado su padre barriendo calles durante la Revolución Cultural, se preguntaba si él habría sido tan valiente, si hubiera renunciado a tantas cosas por su honor. Respetaba a su padre aún más; el honor era algo que uno no debía tomarse a la ligera. Y las promesas estaban para cumplirlas.

Pero Dong Yi no era feliz. Vivía prácticamente en Pekín y ocupaba su tiempo libre en debates políticos con personas como Liu Gang. Poco a poco, Dong Yi y Lan sintieron que su afinidad, afecto y ternura se iban socavando. Las grietas entre los dos se habían ensanchado. De modo que no es de extrañar que, cuando estuvo en Taiyuan, le resultara difícil tratar el tema del divorcio con Lan. Pero había decidido hacerlo cuando dejó Pekín, me dijo, durante el viaje en tren hacia su casa. Contempló el amanecer desde su ventana: «El sol asomaba por las colinas amarillas del Gran Norte, la luz dorada parecía ascender desde los campos para ir a tocar el cielo en lo alto». Mientras despuntaba el día, Dong Yi previo un nuevo comienzo en su vida. Vio el inicio de su nueva existencia, tan hermoso y glorioso como la mañana en el exterior del tren. Quería gritarles a los campos y las colinas de su niñez. Sintió que la fuerza del renacimiento lo impelía a abrazar la vida.

Pero entonces el tren llegó a Taiyuan y la ciudad se cernió sobre él. A medida que el autobús lo iba acercando cada vez más a su casa, empezó a sentir retortijones y a dolerle el estómago. Parecía que alguien le estuviera dando puñetazos en el abdomen una y otra vez. Se sintió mareado y empezó a perder, poco a poco, la fuerza que lo había empujado hasta allí desde Pekín.

Cuando Lan volvió del trabajo y lo encontró esperando, estuvo tan contenta y emocionada que se arrojó en sus brazos.

– ¿Por qué no me dijiste que venías? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

Entonces se fijó en su rostro, blanco como el papel. Inmediatamente le preparó su sopa de fideos troceados favorita e insistió en que se terminara todo el cuenco. Cuando se acostaron, ella le tomó las manos, le besó el pecho y los labios; estaba muy tierna y sensual aquella noche, como si nunca hubiera habido ninguna distancia entre ellos. Le hizo el amor a su marido por primera vez en muchos meses. Después, Dong Yi yació en la oscuridad, inmóvil. Probó sus propias lágrimas. Había perdido todo el coraje que había traído de Pekín.

Tumbado en la cama al lado de su esposa, Dong Yi se acordó de la última vez que había querido dejar a Lan. Ella fue a ver a los padres de Dong Yi, a los suyos, a sus amigos y a todo el mundo que conocía. Él me contó que había visto a esa frágil y delicada mujer luchar desesperadamente para salvar su relación. Pensó que tal vez fuera mejor rendirse en aquel momento, pues Lan nunca le concedería el divorcio.

– Al día siguiente, cuando Lan se fue a trabajar, yo estuve mirando el álbum de fotos -dijo Dong Yi.

Allí estaba la foto de la boda, hecha en el estudio de un establecimiento fotográfico del centro de la ciudad. Lan estaba preciosa en el retrato, pero él tenía un aspecto hosco y desdichado. Recordó que se habían pasado horas en el estudio, mientras Lan se maquillaba y decidía las poses. Al final tuvieron una gran discusión. Él se sintió tan frustrado que lo único que quería era marcharse de allí.

Dong Yi se preguntaba cómo había podido llegar tan lejos con Lan. Lamentaba no haber dejado las cosas como estaban el verano de hacía dos años. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo lejos que estaban el uno del otro: él cada vez más interesado en la política y el mundo exterior, y ella centrada en la rutina doméstica. Me miró desde el otro extremo de la mesa.

– Wei -dijo-, me di cuenta de que había cometido un error, pero cuando regresé a Pekín ya era demasiado tarde.

Se odiaba a sí mismo por haber esperado tanto tiempo. Se retiró a su antiguo mundo y se casó con Lan tal como ella y, a su parecer, todos los demás querían.

Durante los últimos dos años había soportado la falsa vida que se había creado. Dijo:

– Pero las paredes se me venían encima y quise abandonar el mundo de mi mujer, irme tan lejos como pudiera.

A medida que transcurrían los días, en Taiyuan, Dong Yi recuperó paulatinamente la fortaleza. La inevitable decisión llegó despacio pero con claridad; debía explicarle a Lan cuáles eran sus verdaderas intenciones. Lan estaría mejor si sabía la verdad, se dijo a sí mismo. Divorciarse era lo más indicado si ya no había amor en su matrimonio.

– Era domingo. Lan tenía planeado que fuéramos de compras. Le pedí que nos quedáramos y le comuniqué mi decisión. Quedó conmocionada; no se había dado cuenta de que fuera tan desdichado. Comenzó a llorar. Yo sentía su dolor. Quería detener sus lágrimas. Entonces fue cuando Hu Yaobang murió de repente. Leí con avidez todo lo relativo a las manifestaciones estudiantiles y lo vi todo por televisión. Pensé en ti, en Liu Gang, en la profesora Li Shuxian y los demás. No tuve ninguna duda de que China estaba llegando a una encrucijada. «Algo hermoso y emocionante está ocurriendo allí y yo quiero tomar parte en ello», me dije. De modo que pensé -añadió sinceramente- que éste no era momento de estar pendiente de nuestras vidas privadas, sobre todo cuando se trata de un divorcio que llevará tiempo. Mi tutor ya me ha pedido que haga un doctorado con él -prosiguió-. De manera que no voy a ir a Estados Unidos este año. Tampoco voy a regresar a Taiyuan. Tal vez vaya a Estados Unidos el año que viene. -Me tomó las manos-. No te preocupes. Cómete la sopa de pato. Se está enfriando.

Vi claramente que su corazón estaba dividido entre las dos mujeres que había en su vida. Me pregunté si la muerte de Hu Yaobang simplemente no le habría proporcionado una excusa para eludir un problema al que no estaba preparado para enfrentarse. Entonces me obligué a dejar de pensar esas cosas. Necesitaba confiar en él… ¿Dónde estaría el amor sin confianza?

También pensé en Eimin. «Los dos estamos en apuros -me dije-. ¿Qué voy a hacer?»

No se dieron más clases: las aulas estaban vacías; las tizas, olvidadas sobre los escritorios; las sillas, acumulando polvo. Los estudiantes de la Universidad de Pekín se habían declarado en huelga. Desde el 15 de abril, Eimin había seguido acudiendo diligentemente a sus conferencias, al despacho y al laboratorio. Aunque también se pasaba las tardes en el Triángulo leyendo los carteles y escuchando las alocuciones públicas de los activistas, no se vio envuelto en el revuelo como todos los demás estudiantes.

– Ya estuve bastante involucrado en movimientos políticos en mi época, ahora lo único que quiero es llevar a cabo mi investigación, dar mis clases y vivir mi vida en paz.

No podía decir que entendiera sus motivos, pero lo que sin duda sí comprendía eran sus circunstancias. Al inicio de la Revolución Cultural fue tan activo como cualquier otro muchacho de catorce años en China. Con sus amigos y los Guardias Rojos, quiso «tomar el poder» de la antigua clase dirigente. Pero un día, un grupo de Guardias Rojos fue a su casa y se llevó a su padre. Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un sombrero alto y le colgaron del cuello un enorme cartel en el que decía «miembro de los negros». Luego lo sacaron a rastras de su casa, lo hicieron desfilar por las calles de Nanjing y lo llevaron a una ejecución de palizas públicas en la plaza central. La paliza duró toda la noche. Cuando a la mañana siguiente Eimin y su madre lograron llevarse al profesor a casa, éste estaba cubierto de sangre y apenas podía andar. Tenía la ropa hecha jirones, la cara pintada con tinta negra y le habían afeitado la mitad del cráneo. Muchos de los Guardias Rojos que lo golpearon aquella noche eran antiguos alumnos suyos.

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