«¡Policías, abrid paso! ¡Policías, abrid paso!», gritaban los ciudadanos que había junto a la calzada. Un gran grupo comenzó a avanzar hacia la policía. Al mismo tiempo, nuestra columna se puso en movimiento. Los estudiantes que iban en cabeza enlazaron los brazos. El cordón policial retrocedió, pero no se rompió. Cao Gu Ran y sus compañeros trataban desesperadamente de evitar que los ciudadanos que se abalanzaban hacia la policía irrumpieran en la manifestación. La policía empujó. La gente gritaba, pero yo ya no oía nada. Lo único que oía eran los latidos de mi corazón y el sonido de nuestros pasos sobre el asfalto. Chen Li me rodeó el brazo izquierdo con su derecho.
Otra oleada de estudiantes se acercó por detrás. Noté la presión y el sabor del ácido que me subía del estómago. Pero mis pies siguieron andando. Mi cuerpo se echó hacia delante. Agarrados de los brazos, volvimos a cargar contra la policía. Me acerqué tanto al cordón policial que pude mirar directamente a los ojos a uno de sus miembros. Nos miramos fijamente y fuimos dando empujones de un lado a otro mientras me obligaban a retroceder.
Para sorpresa de todos los que estaban allí aquel día -y también por fortuna-, la policía no llevaba armas. Al final, los agentes no pudieron resistir la presión de la masa de gente que se abalanzaba contra ellos, se abrió una brecha y atravesamos el bloqueo policial.
Los miles de espectadores prorrumpieron en aclamaciones. «¡Larga vida a los estudiantes!», gritaban. La gente se asomaba a los balcones y lanzaba comida, dinero, papeles de colores y tiras de tela como muestra de su apoyo. Todos los integrantes del frente de la marcha, incluidos Chen Li y yo, dimos saltos de alegría. La policía en seguida se retiró a sus furgonetas. Mientras se retiraban, algunos de ellos cambiaron unas sonrisas, manifestando por gestos que no podían hacer nada. La aparentemente interminable columna de manifestantes pasó a toda prisa.
Cuando empezamos a avanzar de nuevo, con los brazos entrelazados, cantamos La Internacional en alta voz. Dos personas del equipo médico se acercaron a toda prisa con un botiquín de primeros auxilios. Las cruces rojas de las cintas que llevaban en la cabeza relucían intensamente bajo el sol de primavera. A un chico que estaba tres filas por delante de nosotros se lo llevaron a un lado de la calle para tratarlo. En el siguiente cruce se unieron a nosotros más millares de estudiantes de otras universidades. Banderas y pancartas convergieron. El sonido de los gritos y los cánticos resonaba por los edificios y las calles de Pekín.
– ¡Habrá un nuevo mañana! -gritábamos.
Capítulo 9: Huelga de hambre
«Que la promesa que escribimos con nuestras vidas despeje los cielos en nuestra República.»
Declaración de un manifestante en huelga de hambre, 13 de mayo de 1989
A final, más de cien mil estudiantes participaron en la marcha del 27 de abril, en tanto que un millón de ciudadanos observaba a lo largo de la ruta de marcha, mientras otros se unían a la manifestación. Chen Li y yo regresamos a la Universidad de Pekín con nuestra columna a primera hora del 28 de abril, después de una caminata de más de cuarenta y ocho kilómetros por la segunda carretera de circunvalación que rodeaba el centro urbano. Al aproximarnos a la puerta sur nos recibieron unos profesores y administradores universitarios de cabello cano, puestos en fila para dar la bienvenida a sus estudiantes. Estaban muy contentos de que hubiéramos regresado sanos y salvos. El sonido de tambores y gongs inundaba la atmósfera y los petardos estallaban en el cielo nocturno.
Pasé la mayor parte de los días que siguieron en casa con mis padres, preparando la solicitud del pasaporte. Había surgido entre nosotros un desacuerdo, con el apoyo de mi madre hacia los estudiantes y mi propia participación, por un lado, y con el convencimiento de mi padre de que la confrontación no era el medio para lograr una solución, sino el preludio del desastre, por el otro. Discutimos durante la cena. Pero, a pesar de nuestras opiniones, vimos las noticias de la televisión como una familia (más adelante, el gobierno censuró dichos informativos). El impacto de la manifestación del 27 de abril en Pekín no tardó en llegar a otras partes del país. Mi hermana escribió a casa para decir que había participado en protestas estudiantiles similares en Qing Tao, donde asistía a la universidad, y que los alumnos de su facultad estaban animados ante la perspectiva de un diálogo público entre estudiantes y gobierno.
A primeros de mayo, el gobierno, representado por el portavoz del Consejo de Estado y el viceministro de la Comisión de Educación del Estado, mantuvo varias reuniones con los representantes estudiantiles. No obstante, la postura gubernamental fue la de acceder a hablar sólo con el organismo estudiantil oficial, la Asociación de Estudiantes de Pekín, cuyos miembros no eran elegidos por el pueblo, sino nombrados por la Liga de Juventudes y el Comité del Partido de cada una de las universidades. Pensé en Yang Tao, quien me contó que dicho organismo había espiado los grupos extraoficiales de estudiantes, y supe, acongojada, que era improbable que aquello significara que habíamos hecho algún progreso, sino que en realidad sólo era la imagen que querían dar: los intereses de aquella gente no estaban con el movimiento estudiantil, sino más bien con sus propias ambiciones políticas. La mayoría de las reuniones se televisaron. Cada día los estudiantes de la universidad de mi madre se apiñaban en las dos salas de televisión del campus: estaban tan llenas que algunos tenían que venir a casa para ver las reuniones. A todos nos frustró lo que vimos: en lugar de entablar una discusión acerca de las demandas de los estudiantes, los funcionarios del gobierno se sirvieron de las conversaciones para pronunciar conferencias e incluso dirigir advertencias a los estudiantes.
Aun así, muchos líderes estudiantiles creyeron que se había conseguido una victoria y declararon el fin de la huelga el 5 de mayo de 1989. Todo el mundo volvió a las aulas. Continuaron las protestas en pequeña escala, pero circunscritas a los límites del campus. De vez en cuando seguía yendo a la Universidad de Pekín para leer los carteles de la pared. Los estudiantes de este centro habían votado en contra de la recomendación de la Asociación Autónoma de Estudiantes y prosiguieron la huelga, aunque incluso allí los ánimos habían cambiado y estaban más tranquilos. El entusiasmo de los últimos días, cuando decenas de miles de nosotros habíamos desfilado fuera del campus, parecía haberse esfumado.
También fui a ver a Dong Yi uno de aquellos días. Iba sin afeitar y tenía aspecto de estar cansado. Me pregunté en qué habría estado atareado; al fin y al cabo, en la Universidad de Pekín seguía habiendo huelga. Le hablé de la marcha del 27 de abril y de la discusión que tuvimos Eimin y yo la víspera, pero nuestra conversación quedó interrumpida.
– Hay una reunión en la Asociación de Escritores en el centro. Tengo que salir para allá ahora mismo. ¿Cuándo volverás por el campus? Quedemos para entonces.
Juntos nos dirigimos al piso inferior.
– No te imaginas la de veces que he querido ir a buscarte para hablar contigo; han pasado muchas cosas -dijo Dong Yi, cuyos cansados ojos brillaban de emoción-. Pero querías un poco de tiempo para ti, de manera que pensé que debía esperar a que fueras tú quien viniera a mí.
En la puerta de la residencia le quitó el candado a la bicicleta.
– Ahora estás aquí, pero tengo que irme. Lo siento, Wei. Te lo contaré todo la próxima vez que nos veamos. Deja que te llame a casa de tus padres.
– ¿Cuándo? -le pregunté mientras montaba en la bicicleta.
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