Cogí mi bolsa y me marché. No me importó en lo más mínimo.
Aquella tarde me había enamorado.
Durante toda mi vida había llevado una existencia solitaria, rechazada por la sociedad, por la gente de mi edad y, pensaba yo, por mi padre. Sabía que no era justo culpar a mi padre por no haber estado allí cuando crecía, y no obstante me molestaba tener que valerme por mí misma cuando él no estaba allí para protegerme de los matones de la escuela y los oscuros años de la Revolución Cultural. Durante aquellos años, las hermanas entregaban a los hermanos, las esposas denunciaban a sus maridos, y amantes y amigos se traicionaban entre ellos. La gente lo hacía para escapar de la muerte y el encarcelamiento, o para proteger a sus hijos, que de otra manera hubieran sido castigados por asociación. Vivir tiempos semejantes y tratar de encontrarles un sentido era difícil para cualquier niño, sobre todo si no tenía padre. Aprendí a protegerme y a guardar mis sentimientos; y no confiaba en nadie.
Ahora que había conocido a Dong Yi, me sentí súbitamente conectada con el mundo. Me sentía parte de una familia que sale de excursión un día cálido y soleado, en un rincón de una verde extensión de césped donde los niños juegan y ríen tontamente. Aquel día sentí que podía ir con él hasta la eternidad y volver, y repetir el viaje una y otra vez hasta morir. En Dong Yi había encontrado el verdadero significado del amor: confiarse a otra persona, creer en la humanidad y, por tanto, tener fe en ella. Supe entonces, igual que sé ahora, que siempre podría contar con él, sin importar que nos separara el tiempo o el espacio. Entonces no sabía, como descubrí más tarde, lo que aquella fe significaría para ambos en los años venideros.
Al día siguiente Ning vino a pedirme disculpas.
– Lo siento, Wei. Ayer me comporté como un tonto, lo sé. Espero que me perdones. No tengo derecho a estar celoso, pero me sentí herido. Por supuesto no fue culpa tuya, pero cuando se trata de ti soy egoísta. Perdona, ya sabes lo que quiero decir. No puedo competir con Dong Yi. A todo el mundo le gusta Dong Yi. Es bien parecido, agradable y maduro. Por favor, no estés enfadada conmigo. Podría haber fingido ser una persona noble y haber dicho que estaba preocupado por si te había pasado algo. Al fin y al cabo, tiene novia.
– No te preocupes. No estoy enamorada de él.
Hice caso omiso de los comentarios de Ning con toda la tranquilidad de la que fui capaz mientras sus palabras me aplastaban. ¿Por qué habíamos tenido que conocernos y había tenido que enamorarme de él? ¿Por qué, en un mundo tan extenso, no podía haber conocido a otra persona, a alguien que fuera libre de corresponder a mi amor?
Pero no podía dejar de pensar en Dong Yi, ni dejar de ir a verle. Él era para mí como la luz a una palomilla, demasiado hermosa para resistirse a ella. Quería estar a su alcance, estar cerca de él, oír su voz, confiarle mi vida. De algún modo estaba convencida -o quizá más bien tenía la esperanza- de que llegaría un día en que él aceptaría mi confianza y apreciaría mi corazón, tal como parecían asegurarme sus ojos cada vez que lo veía.
Mi vigésimo cumpleaños fue a finales de junio, dos semanas antes de las vacaciones estivales. Ning y Dong Yi tenían que venir a las ocho de la tarde para celebrarlo conmigo. Todas mis compañeras de habitación se habían ido a estudiar. Me senté en la cama y me quedé mirando fijamente la caja del pastel. Ya eran más de las ocho y media. ¿Dónde se habían metido?
La tarde era tranquila, Al otro lado de la ventana, por encima de los álamos temblones, centelleaban las silenciosas estrellas. Oía los latidos de mi corazón, mi respiración, la expectación cada vez menor y la muy conocida soledad al ser aislada del mundo. Me sentía triste. Lo veía todo en blanco y negro. Tal vez aquella iba a ser la verdad sobre mi vida; tal vez iba a quedar separada del resto mientras la película en tecnicolor se proyectaba en algún lugar apartado de mí, fuera de mí.
Y entonces, de pronto, se abrió la puerta y entraron Ning y Dong Yi sujetando un paquete envuelto en papel marrón.
– Lo siento, lo siento, llegamos tarde -gritaba Dong Yi.
Sonreí, la felicidad se elevó en mi interior como las burbujas en el champán.
– Todo es culpa suya. -Ning se dejó caer en la cama al otro lado de la mesa mientras recuperaba el aliento-. Dong Yi se empeñó en comprarte un pollo asado. Buscamos por todas partes, pero sólo lo hemos encontrado en el distrito Amarillo.
El distrito Amarillo estaba a media hora de distancia.
– No teníais que haberlo hecho, de verdad. Es mucha molestia.
– Yo ya se lo he dicho. Pero él decía que tenía que ser especial -dijo Ning mientras señalaba a Dong Yi al tiempo que agitaba la mano como para quitarle importancia a lo que acababa de decir.
Miré a Dong Yi, que sujetaba el paquete de pollo sonriendo. Su rostro estaba iluminado por la dicha de haber ido al fin del mundo para traer la felicidad, sólo para mí. En aquel momento creí que me quería.
– Vayamos al lago. Han salido las estrellas -dijo Dong Yi a la vez que alargaba la otra mano para llevarse la caja del pastel.
Una hora más tarde nos habíamos terminado el pollo asado, el pastel y el Chi Sui -«agua gaseosa»- que compramos en la tienda de la universidad. La noche era cada vez más oscura, las estrellas más brillantes. Estábamos tumbados en la hierba de la orilla. La osa mayor se sostenía elegantemente en el cielo, donde unas delgadas nubes flotaban las unas hacia las otras. Seguí su curso hasta la estrella polar, radiante en el firmamento. Era la estrella que podía conducir a los viajeros perdidos a un lugar seguro pero, ¿dónde estaba mi estrella polar? ¿Quién iba a guiarme? ¿Qué debía hacer? ¿Debía decirle que lo amaba?
– Desde esta perspectiva, el mundo parece tan grande y nosotros tan pequeños e indefensos… -dijo Dong Yi.
Me volví para mirarle; su rostro estaba sereno bajo la luz de las estrellas. Si le explicaba cómo me sentía, ¿cuál sería su respuesta? Tenía muchas ganas de saber cuáles eran sus sentimientos hacia mí. No osaba preguntar, pues tenía miedo de que el más leve susurro lo hiciera desaparecer de mi mundo.
– A mí me gusta ser pequeña. ¿Sabes a lo que me refiero? Cuando te conviertes en algo tan pequeño como un puntito, todos tus problemas también desaparecen -le dije.
Estábamos tan sólo a un brazo de distancia, pero parecía que todo lo que podíamos compartir era el vasto firmamento en lo alto y el recuerdo de aquella noche. Quería gritar, pero me había quedado sin voz.
Me quedé para el curso de verano mientras que Dong Yi y Ning se fueron a casa. Hice un curso de historia del Islam, otro sobre el arte de hacer películas (la única vía de acceso al cine occidental). El fin de semana volvía al apartamento de mis padres y a veces salía de compras con mi hermana.
En las calles de Pekín, los que «se hicieron ricos primero» empezaron a destacar de la multitud y se exhibían a bordo de motocicletas Yamaha. En 1978, Den Xiaoping había establecido políticas y zonas económicas especiales para «permitir que algunas personas se hicieran ricas primero». Pero, para la mayoría de chinos, la vida pasaba deslizándose lentamente en bicicleta, con pocas diferencias de un día a otro. Padres y madres se iban a casa con los comestibles metidos en los cestos que colgaban de sus manillares, hombres y mujeres jóvenes regresaban a los apartamentos de sus padres y abuelos. Tenían un aspecto cansado y poco entusiasta, pedaleando pausadamente entre millares de bicicletas, sin mucha convicción de llegar a ninguna parte.
Aun así, era verano y a mí me gustaba el verano. Daba la impresión de que todo era más fácil. No tenía que preocuparme por hacerlo bien en los exámenes porque los cursos de verano no formaban parte de mi licenciatura. No tenía que luchar demasiado con mis sentimientos hacia Dong Yi, puesto que sabía que no iba a verlo durante dos meses. En verano los días eran más perezosos y más verdes y tenía más tiempo para leer. Iba mucho al lago, me sentaba bajo los sauces llorones y leía a Dickens, a las hermanas Brontë, a Hugo y a Dostoievski.
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