De camino a casa pensé en lo que había dicho nuestra profesora. Nos contó que el presidente Mao nos había amado y que debíamos estar tristes y llorar su muerte. Me dije a mí misma que tenía que llorar por tan gran hombre, el líder que había rescatado a China de la humillación por parte de las potencias extranjeras. Una música triste resonaba por todos los rincones, y a pesar del amor que nos enseñaron a tenerle al gran presidente Mao, no lloré.
Mis padres y sus colegas estaban de un humor sombrío. Las cuadrillas habían organizado ceremonias masivas para llorar la muerte de Mao. Pero el nivel de emoción no era el que se tiene por la defunción de un ser querido. Con la muerte de Mao, la gente se sintió como si le hubieran quitado un apoyo, habían perdido a una persona de la que habían dependido durante los últimos veintisiete años y, con ella, la seguridad. Durante todas sus vidas, Mao había dictado su suerte y el destino de China. Entonces, con su desaparición, la gente tenía dudas y se preocupaba por el futuro de China y por cómo podrían verse afectados personalmente.
Durante las dos semanas siguientes, todo el país estuvo de luto. Las visitas organizadas para dar el último adiós provocaron interminables colas de gente en la Gran Sala del Pueblo, donde yacía el cuerpo de Mao debajo de una bandera del Partido Comunista. Se celebraron ceremonias funerarias en todas las cuadrillas del país para conmemorar las grandes acciones de un gran hombre y dar gracias por ellas. Los artículos de los periódicos enumeraban una y otra vez los grandes logros de Mao, tales como que China se convirtiera en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y en una potencia nuclear.
Para entonces se me consideraba una alumna modelo en la escuela, de modo que me nombraron locutora para el sistema de megafonía. Así pues, mi trabajo consistía en releer el discurso conmemorativo de las exequias del 18 de septiembre. Antes de salir por antena había practicado con mi madre y un gran número de veces yo sola, para poder leerlo de un modo lo más adecuado y profesional posible. Segura de mí misma y con un talante tranquilo, aquel día empecé mi emisión.
En cierto momento de la transmisión empecé a reírme. Tal vez fuera el contraste entre mi seriedad y la despreocupación de las demás personas que había en la habitación o que la constante práctica me hubiera hartado de mi propia voz, el caso es que no podía parar de reír. El supervisor quedó aterrado y me sacó de la sala de emisiones inmediatamente.
– ¿Qué te pasa? -bramó.
Seguí riéndome, me caían lágrimas de los ojos y apenas podía mantener la espalda erguida.
– ¡Vuelve a clase! -gritó, y de un empujón me echó de la estancia.
Hasta la fecha no he podido explicar por qué hice aquello. Fue una de esas cosas raras. Por fortuna, no me castigaron por tener tendencias contrarrevolucionarias. Sencillamente me echaron.
Apenas un mes después de la muerte de Mao llegaron noticias del arresto de la «Banda de los Cuatro». Se le dijo al país que después de que Mao Zedong muriera, la señora Mao y tres de sus aliados habían estado conspirando para derrocar al Comité Central del Partido y a Hua Guofeng, primer ministro de China y el heredero elegido por Mao. Primero, tres de los aliados de la señora Mao -Wang Hongwen, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan- fueron arrestados en la Gran Sala del Pueblo. Al cabo de una hora, la viuda de Mao fue arrestada en su residencia de Zhongnanhai.
Inmediatamente tuvieron lugar manifestaciones masivas en la plaza de Tiananmen para celebrar las noticias. El resto del país siguió el ejemplo. Mis padres participaron en las celebraciones con alegría. «A partir de ahora todo irá bien. ¡Vienen tiempos mejores!», decían. La Banda de los Cuatro, que había sido la responsable de muchas atrocidades durante la Revolución Cultural, fue juzgada más adelante y condenada a quince años de prisión. En 1995, la señora Mao se suicidó en su celda.
La Revolución Cultural, que había arruinado la vida de millones de chinos durante los últimos diez años, finalmente había terminado.
«Búscalo mil veces, date la vuelta, está de pie,
solo, bajo la luz brumosa.»
Xi Qi Yi, siglo ix
Inmediatamente después de la muerte de Mao tuvieron lugar unos cambios dramáticos. Deng Xiaoping volvió al poder a principios de 1977. Hua Guofeng, el sucesor elegido por Mao, pronto fue relegado a una posición más baja en la jerarquía del Partido. Resurgió la vieja guardia, que había sufrido enormemente durante la Revolución Cultural. Volvieron a establecerse los sistemas educativos tradicionales y se reabrieron las universidades. Millones de jóvenes expulsados, que ahora eran adultos, estaban casados y tenían hijos, con los sueños hechos trizas y la espalda doblada, regresaron a casa buscando desesperadamente un trabajo.
Parte del esfuerzo para restablecer la normalidad en el país incluyó la reapertura, en 1978, de cuatro internados de élite en Pekín. Estas cuatro escuelas alojaban a los 800 mejores alumnos de entre los 300.000 que habían terminado la escuela primaria. Saqué una de las puntuaciones más altas en el examen de ingreso y me convertí en una de las primeras internas de la Escuela Media Número 174 (que más adelante recibió el nombre de Escuela de la Universidad Popular). Aquel mismo año, Estados Unidos y China establecieron relaciones diplomáticas. China se abrió al resto del mundo tras treinta años de aislamiento.
Al igual que al resto del país, se me ofreció una nueva actitud hacia la vida. Mientras que la generación anterior pasó la mayor parte de sus años escolares haciendo la revolución y los mejores años de su edad adulta en las Comunas Populares, a mí en la escuela se me permitió estudiar y aprender lenguas extranjeras y, cuando me gradué en el instituto, ir a la universidad.
Tras el fin de la Revolución Cultural, pasaron diez años rápidamente. Cuando estaba a punto de cumplir los veinte era delgada, de ojos brillantes, con un largo cabello negro y unas cuantas pecas en la cara. Y era mi segundo año en la Universidad de Pekín, donde estudiaba psicología. Corría el año 1986, Top Gun era la película de más éxito en Estados Unidos, el reactor nuclear de Chernobyl se accidentó en Ucrania y conocí a Dong Yi.
Había roto con mi novio de primer año, Yang Tao. Yang Tao era políticamente ambicioso, una persona que iba por el camino rápido y que, antes de pasar un año en el extranjero, había ascendido hasta convertirse en presidente de la Asociación de Estudiantes Universitarios de Pekín, patrocinada por el gobierno. Por aquel entonces su temperamento dominante me acobardaba, y me alegré mucho de que se fuera al extranjero para cursar su último año en la universidad. Puse fin a nuestra relación poco después de que abandonara China.
Estaba libre de preocupaciones, inmersa en mis estudios y sin expectativas de conocer a nadie más en aquella época. Pasaba mucho tiempo libre sola, leyendo y escribiendo en el lago Weiming -el Lago sin nombre- en el centro del campus de la Universidad de Pekín. El nombre del lago está sacado de un poema anónimo:
«Aunque aún no tiene nombre
porque el mañana es eterno
porque ya llegará el día».
El lago estaba rodeado de verdes colinas, edificios con el característico tejado en voladizo, sauces llorones y una tradicional torre china de cuarenta metros de altura: la pagoda. Era particularmente hermoso por la noche, cuando la luz de la luna se mecía en el agua, los enamorados paseaban por los senderos de piedra alrededor del lago y los ruiseñores cantaban en los fragantes bosques. Muchos poetas habían declarado que era uno de los lugares más románticos de la ciudad.
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