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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Me volví y, sin mediar palabra, empecé a alejarme caminando más deprisa.

– ¿Te crees mejor que nosotros, no es cierto? -gritó el chico mayor-. ¡Bah! Mírate, con esa camisa y esas manos blancas… ¡Carita blanca capitalista!

Seguí andando. De pronto, una cosa dura me dio en la espalda y me hizo avanzar dando traspiés. Cuando me di la vuelta para ver lo que había ocurrido, me arrojaron otra piedra que me dio en el brazo izquierdo. Noté una sensación punzante y vi que me salía sangre del codo.

Eché a correr. Las piedras siguieron viniéndoseme encima, seguidas por fuertes risas.

A mi madre casi se le saltaron las lágrimas al limpiarme las heridas. Yo me senté en mi pequeño taburete mientras mi madre se arrodillaba junto a mí con una toalla húmeda y caliente. En el suelo, la camisa blanca, entonces manchada de sangre, flotaba en un cubo de agua y la sangre empezaba a disolverse lentamente.

– ¿Cómo ha ocurrido? ¿Quiénes eran esos chicos malos? -preguntó mamá.

– No lo sé. Al mayor lo he visto por el pueblo, pero no sé quién es. No es un alumno de la escuela.

Mamá me puso un poco de yodo en la herida y dijo:

– Esto te va a doler, pero te irá bien. La herida empezará a curarse en seguida. Y mañana iré a hablar con el director y averiguaré quiénes eran esos chicos malos.

Mientras mi madre y la escuela intentaban identificar a los implicados, los ataques continuaron. No importaba lo tarde que me fuera de la escuela, la pandilla parecía estar siempre esperándome en el múrete de barro. La situación de los cortes y moretones iba cambiando en función del lugar donde me daban las piedras. A veces, justo cuando se me había hecho costra en una vieja herida, otra piedra la volvía a abrir. A medida que el tiempo se hacía más caluroso y moscas y mosquitos se multiplicaban, se me empezaron a infectar las heridas. El pus espeso y amarillo salía por debajo de la nueva costra y formaba otra. De modo que a veces tenía un codo tan grueso que no podía doblar ni tapar con la camisa.

Mi hermana regresó de casa de mis abuelos para vivir con nosotros y, al mes de enero siguiente, con cinco años, tuvo edad para entrar en la misma escuela primaria que yo. Pronto resultó obvio que era mi hermana y empezaron a acosarla a ella también. Podría haber soportado más abusos por parte de mis compañeros de colegio, pero no podía ver cómo empujaban a mi hermana al arroyo cuando volvía a casa o le llamaban de todo simplemente por ser de mi familia. A veces hasta venían a casa para meterse con ella.

Un día estaba en mi habitación haciendo los deberes cuando oí gritar a mi hermana pidiendo ayuda. Me asomé por la ventana y vi que un grupo de matones de la escuela la estaba intimidando en el patio. Los matones le sacaban una cabeza a mi hermanita y hacían dos como ella. La empujaban de uno a otro y luego le gritaban: «¿Tratas de pegarme?». Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, volvían a empujarla. Caía al suelo y con cada caída lloraba más fuerte. Se me subió la sangre a la cabeza. Cogí un cuchillo grande de cortar sandía y empecé a bajar las escaleras corriendo. Apenas sabía lo que hacía. Lo único que sabía era que no soportaba lo que le estaba pasando a mi hermana y quería ponerle fin. Un vecino me oyó gritar y salió. Me detuvo en las escaleras cuando vio el cuchillo y me preguntó qué iba a hacer con él. Cuando al final salí, gritando, chillando y llorando, acompañada por el vecino, los matones ya se habían ido. Mi magullada hermanita se quedó de pie junto a su cuerda de saltar, sollozando.

Finalmente mi madre dio con el jefe de la pandilla, un alumno de enseñanza media que había abandonado los estudios y vivía con su abuelo en las afueras del pueblo. Como no era alumno de la escuela primaria, los profesores no podían hacer nada. El comité del Partido de la Comuna Popular a la que pertenecía su abuelo no quiso involucrarse. Como el chico tenía un largo historial de violencia, le dijeron a mi madre que fuera a la policía en vez de tratar el asunto con ellos.

– Lo hemos intentado, créame, camarada Kang -le dijeron a mamá-. Es un tigre que ha crecido demasiado para esta montaña.

La policía se rió de mi madre cuando ella fue a verles.

– ¿Qué quiere que hagamos? ¿Ha muerto alguien? Tenemos un montón de trabajo cada día deteniendo a contrarrevolucionarios, ¿y usted nos pide que investiguemos las intimidaciones que se dan en el colegio?

Puede que el acoso en la escuela sea un pequeño delito para la policía, pero es un gran cuchillo clavado en el corazón de una madre. Desesperada, mi madre me llevó a ver al abuelo del chico con la esperanza de que una charla entre adultos pudiera evitar que nos hiciera daño a mi hermana y a mí.

Una nublada tarde, mi madre y yo recorrimos el sendero enlodado hacia el extremo del pueblo. Allí las cabañas bajas de los campesinos parecían estar en peligro de derrumbarse en cualquier momento. Unos niños pequeños con el trasero al aire jugaban juntos con la tierra. Unas ancianas, en cuclillas frente a las cabañas, se llevaban a la boca semillas de girasol tostadas, las partían ruidosamente y luego escupían las cascaras haciendo girar la lengua.

Había una cabaña inclinada hacia el campo de al lado que olía a estiércol y excrementos humanos. Mi madre llamó a una puerta que apenas se tenía en pie. Contestó una voz de anciano. Mi madre empujó la puerta lentamente y, cuando ésta se abrió, la luz de media tarde inundó la oscura estancia.

De la mano de mi madre, vi ante mí al hombre más viejo que había visto nunca. Estaba sentado en el rincón oscuro; debajo de él, los troncos de maíz secos que le hacían de cama. El interior de la cabaña olía exactamente igual que la inmundicia del exterior. El anciano entrecerró los párpados para intentar distinguir quién había entrado en su casa.

Mi madre se acercó al anciano y, al ver que no había más mobiliario, se quedó de pie frente a él y le explicó el propósito de su visita.

– Ese bastardo inútil. Nos ha buscado la vergüenza a toda la familia. Debe de ser el maleficio de nuestros antepasados. Estamos pagando los pecados de nuestros antecesores. A su difunta y pobre madre la llevó a la tumba. ¿Sabe que él la llevó a la tumba? -El anciano asentía con la cabeza como para demostrar que estaba convencido de ello-. Nunca fue un buen estudiante, tuvo que repetir dos años en la escuela primaria. Luego lo expulsaron de la escuela media por pelearse. Catorce años, no tiene adónde ir y nadie lo quiere. ¿Qué hicieron nuestros antepasados? Su difunta y pobre madre…

El viejo suspiró.

– Abuelo, por favor, ¿puede decirle que deje de atacar a mi hija? Ella no le ha hecho daño a nadie -le suplicó mi madre.

– Estoy medio ciego y no soy de mucha utilidad en la Comuna Popular ni en ningún otro sitio. Al menos mi nieto me trae agua a casa y me echa una mano cuando está por aquí. Ya no me escucha, si es que lo hizo alguna vez. Su difunta y pobre madre se rompió la lengua tratando de enmendar al chico. ¿Qué puedo hacer yo, compañera? Los pecados de nuestros antepasados… Su difunta y pobre madre… -no dejaba de repetir el anciano.

Mi madre me tomó de la mano y nos fuimos. Las nubes se habían hecho más densas y parecía que iba a llover.

Durante años detesté la escuela. Aborrecía todos los santos días que tenía que pasar allí y, lo que es más, odiaba volver a casa. Antes de terminar el día recogía todos mis libros en silencio. Era como un soldado a la espera de una orden o como un velocista que aguarda el pistoletazo de salida. En cuanto sonaba el timbre, me levantaba de la silla de un salto y salía corriendo del aula. Corría de la misma manera en que vuela un pájaro. Luchaba por ser libre. Corría lo más rápido que podía bajo la lluvia torrencial, el viento huracanado o la nieve espesa. Era la única manera de poder escapar a los ataques: salir de Dayouzhuang antes de que los matones hubieran tenido tiempo de prepararse para mí. Más adelante, en el instituto y la universidad, mis entrenadores quedaron sumamente impresionados por mi capacidad para las carreras de larga distancia. El entrenador del instituto, al verme correr por primera vez en competición, dijo: «Tienes mucho talento. Eres una medallista de oro nata». Desgraciadamente no fue mi talento, sino mi deseo de escapar lo que me convirtió en una buena atleta. En mi escuela había otras dos hijas de intelectuales que sufrían abusos similares, aunque no tan terribles, por parte de la pandilla. Creo que tal vez me eligieron a mí porque en mi casa no había ni un padre ni un hermano que me protegiera.

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