Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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En casa siempre se estaba caliente. Cada día, al volver de la escuela, encendía la cocina, ponía la olla de las gachas y luego me sentaba en el escritorio a hacer los deberes. Pasarían otras dos horas antes de que mi madre volviese a casa. Al otro lado de la ventana veía jugar a los niños en el patio. Pero nunca me unía a ellos. El mundo era muy frío allí afuera.

Odiaba a mis profesores, puesto que, por mucho que me compadecieran, no me ayudaban. Odiaba a mi madre, que parecía demasiado débil para protegerme; y a quien más odiaba era a mi padre. De no ser por las fotografías del álbum, me habría olvidado de su aspecto. Cada año aparecía durante unos días y luego me dejaba sola contra el mundo entero. Cuando lo necesitaba para que me acompañara al salir de la escuela, para que me ayudase a plantarles cara a los malvados a los que me enfrentaba, para tranquilizarme, darme esperanzas y fe de que en algún lugar, algún día, el sol me alumbraría, él no estaba allí. Yo sentía que me enfrentaba al mundo sola y, hasta cierto punto, esa sensación siempre ha permanecido conmigo.

Cuando en 1976 a mi padre finalmente le concedieron permiso para trasladarse a Pekín, se pintaron las paredes, se lavaron las cortinas y se cambió la disposición de los muebles. Cuando salíamos, tanto vecinos como amigos y conocidos le preguntaban a mi madre sobre las noticias que le habían llegado.

– ¿Lao Liang va a venir pronto?

– Sí, en julio -respondía mi madre, radiante.

– Estupendo. Podrás contar con alguien -decían, como si mi madre no se las hubiera arreglado sola para criar a dos hijas y tener una profesión durante casi diez años. Hacía doce años, justo después de graduarse en la universidad, peinada con dos coletas, la llamaban Xiao Kang, Pequeña Kang. Ahora, en su madurez, con dos hijas y bolsas bajo los ojos, la gente la saludaba respetuosamente como Lao Kang, la Vieja Kang.

Pero a mi madre no le importaba. Sencillamente era feliz y esperaba ansiosa la reunión de su familia. Yo me alegraba por ella y también por mí, porque entonces creía que había alguien que podría poner fin al acoso.

La noche en que llegó mi padre fue mágica, pero quedó ensombrecida por lo que ocurrió a la mañana siguiente. Me desperté y lo vi gritando encima de mi cabeza: «¡Despierta! ¡Despierta!». En cuanto abrí los ojos, mi padre me sacó de la cama y me sacó de la habitación a toda prisa.

Por encima de nosotros el techo temblaba, la pintura y el enlucido se caían, las bombillas se resquebrajaban, había cristales rotos por todas partes. En el pasillo resonó un fuerte estrépito de cazos y ollas que se caían y a los que la gente daba patadas al salir, dirigiéndose a todo correr hacia las escaleras. Por todas partes la gente gritaba aterrorizada: «¡Un terremoto! ¡Un terremoto!».

Fuera, a unos quince metros de distancia, se hallaban la mayoría de nuestros vecinos y mi madre con mi hermana en los brazos. «¡Wei!» Mamá agitó la mano como una loca cuando nos vio salir del edificio. Corrí hacia ella inmediatamente. Dejó a mi hermana en el suelo y me abrazó con fuerza, como si no fuera a soltarme nunca más.

El cielo siguió dando vueltas y el suelo temblando. Unos fuertes crujidos provenientes del centro de la tierra provocaron el miedo en todas y cada una de las personas que se encontraban en el patio. El patio estaba rodeado por todos lados por edificios de tres pisos que podían derrumbarse en cualquier momento. Algunas ventanas estaban hechas añicos. De vez en cuando, unas luces brillantes destellaban en el cielo, la gente se apretujó más y se preguntaba dónde ardía el fuego.

Cuando disminuyó el ritmo de las réplicas, la gente volvió a entrar y sacó sillas y mantas. El 18 de julio de 1976, la reunión de mi familia empezó mientras estábamos sentados en nuestras sillas y acurrucados bajo las mantas. Juntos, dimos la bienvenida al amanecer del nuevo día.

El terremoto, que alcanzó los 7,8 grados en la escala de Richter, tuvo lugar a las 3.42 de la madrugada. Sacudió Pekín y sumió en el caos a la capital, pero se centró en Tangshan, una ciudad situada a 200 kilómetros al este de Pekín, famosa por su porcelana y su carbón. Arrasó por entero Tangshan y en cuestión de minutos dejó enterrados bajo los escombros a un cuarto de millón de sus residentes.

En cuanto despuntó el día, el cielo se cubrió de nubes y empezó a llover. La lluvia cayó torrencial e interminablemente. El miedo a las réplicas hizo que todo el mundo se quedara fuera. Al igual que los demás, mis padres ataron un gran trozo de plástico encima de cuatro cañas de bambú e hicieron un tejado. También armaron nuestra cama plegable de viaje bajo el plástico para que mi hermana y yo pudiéramos dormir un poco. Pero, a medida que la lluvia caía con más fuerza, nuestra pequeña tienda se fue haciendo bastante inestable. El agua no tardó en empezar a entrar por las grietas de los bordes, el suelo se embarró más y las sábanas se fueron empapando.

Vivimos fuera durante un mes. En ese tiempo mis padres sacaron dinero de sus ahorros para comprar un plástico más grande y duro, y nuestra tienda creció de tamaño. En cuanto cesó la lluvia, el sol salió y no dejó de brillar en dos semanas. Durante el día, la temperatura en el interior de nuestra tienda de plástico podía llegar a los cuarenta grados centígrados. Luego, por la noche, los mosquitos entraban a centenares hasta por el agujero más pequeño.

En medio de toda aquella locura y caos, me enteré de que una buena amiga, Dong Nian, había perdido a sus progenitores en el terremoto. Sus padres eran colegas de mi madre, que había estado trabajando en Tangshan el año anterior. Iban a marcharse a casa y ya estaban alojados en un hotel cuando ocurrió el terremoto. Días después del sismo, a Dong Nian, de once años, y a su hermana, de quince, les dijeron que el hotel donde se alojaban sus padres había quedado arrasado y no había ninguna posibilidad de que hubieran sobrevivido. Dong Nian y su hermana se quedaron huérfanas de la noche a la mañana. Nunca se recuperaron los cuerpos de sus padres. Durante años, cada vez que la veía no podía evitar pensar en el día en que me enteré de la noticia, y a menudo pensaba en cómo debió de cambiar su vida en aquel momento. Pero nunca me atreví a mencionarle a sus padres. Veinte años después la vi jugando al sol con su hijo. Parecía feliz y contenta y aun así, en su sonrisa, creí notar la misma sombra que había estado allí durante los últimos veinte años.

Se reanudaron las clases, pero nada volvió a ser normal. Como la estructura de la vieja escuela había sufrido daños durante el terremoto, estuvimos más de dos semanas dando clase fuera. Al final, en septiembre, llegó el momento de volver al reforzado edificio de la escuela y al acontecimiento que cambió China, y nuestras vidas, para siempre.

La mañana del 9 de septiembre de 1976, las tres emisoras de radio (Central Uno, Central Dos y Pekín) no dejaron de difundir que habría un comunicado importante a las 4 de la tarde. Todo el mundo se preguntaba qué podría ser. Nos reunieron en el aula para escuchar la transmisión.

Primero, una música fúnebre sonó una y otra vez en las tres emisoras de radio. Después, a la hora en punto, las noticias anunciaron: «El presidente del Comité Central del Partido Comunista Chino, fundador y líder de la República Popular de China, Mao Zedong, falleció a las doce y diez de la madrugada del 9 de septiembre de 1976».

Hacía algún tiempo que Mao no estaba bien y aquel año ya había sufrido un par de ataques al corazón. Al final, el 2 de septiembre, otro infarto masivo resultó insuperable para aquel hombre de ochenta y tres años. El gobernante de una cuarta parte de la población mundial y de un país más vasto que Europa entera murió al cabo de siete días.

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