No obstante, aunque me gustaba mucho el verano, estaba lista para volver a la facultad en cuanto el primer viento otoñal desdibujó los perfectos reflejos del lago. La separación durante el verano parecía habernos unido más a Ning, a Dong Yi y a mí; en cuanto empezó el nuevo trimestre, los tres nos hicimos inseparables. Empezamos a ir a comer juntos a los comedores estudiantiles, salíamos para ir a restaurantes, por las tardes nos íbamos a correr juntos y, por supuesto, asistíamos juntos a los salones democráticos que surgían en el campus.
En 1986, China atravesó un período relativamente liberal. A los estudiantes se les permitía manifestarse en las calles a favor de la libertad de expresión y la democracia. Dentro de las universidades, los salones democráticos se convirtieron en la nueva moda, donde la gente sorbía café instantáneo (otra nueva moda en China: los chinos tradicionalmente no beben café) y debatía las ventajas de varias soluciones políticas. No se consideraba peligroso. Al fin y al cabo, el propio Mao había asistido a ellos en la década de 1920. La mayoría de salones democráticos ocupaban habitaciones oscuras sin calefacción y carentes de decoración. Los pupitres y las sillas estaban agrupados en círculos. Los temas cambiaban cada semana y eran asimismo distintos en cada salón. A pesar de la tolerancia política hacia ellos, los debates siempre tenían un tono peligroso, que me daba la sensación de que estaba matizado de elitismo y nostalgia. A medida que transcurrían las tardes, la habitación se llenaba con el aroma del café, el denso humo del tabaco y los estudiantes de ojos enrojecidos.
La primera vez que asistimos los tres a un salón democrático, Dong Yi permaneció en silencio la mayor parte del tiempo. Yo estaba bastante decepcionada y no hablé mucho una vez hubimos salido del salón. Por otro lado, Ning seguía excitado por el debate y continuaba con sus ideas.
– Estoy totalmente a favor del modelo asiático: económicamente libre, políticamente controlado desde un gobierno central. ¿Por qué no? Fijaos en Singapur y Taiwan, dos de los Pequeños Dragones: ahí tenéis la prueba tanto de estabilidad como de prosperidad económica.
– Yo iría con cuidado con el llamado modelo asiático -dijo Dong Yi-. El problema es que tú das por sentado que la prosperidad económica puede alcanzarse sin democracia ni responsabilidad.
– Sí, así es. Porque China es un país demasiado grande para ponerlo a funcionar libremente, sería como un tren descontrolado -replicó Ning.
– ¿Qué me dices de la corrupción? ¿Qué haces cuando el jefe del gobierno no es el «hombre sabio y desinteresado»? ¿Qué haces entonces? -preguntó Dong Yi.
– Idearemos un sistema para imputar la responsabilidad a los funcionarios del gobierno -contestó Ning.
– ¿Cómo puedes hacer que el gobierno sea más responsable si no hay democracia? Esos funcionarios del gobierno no responderán ante nadie. El modelo asiático depende demasiado del «carácter y la naturaleza» de los líderes. Es peligroso. Una vez China confió en un carismático líder llamado Mao Zedong, y mírala ahora.
A mi parecer, a la réplica de Dong Yi no le faltaba seguridad.
En aquel momento me sentí sumamente atraída por Dong Yi. Aunque no era agresivo en sus argumentos, vi claramente su convicción en lo que él creía que era cierto. Vi la inteligencia y la sabiduría bajo sus modales tranquilos y aquello me dejó boquiabierta. Durante los meses siguientes, a medida que asistíamos a más salones democráticos y más debates sobre el futuro de China, mi respeto por Dong Yi fue en aumento. Me sentí más atraída por él y, poco a poco, mis propias opiniones se vieron afectadas por las suyas.
Pero, en todo aquel tiempo, nunca olvidé lo de la novia que Ning había mencionado. Yo no pregunté y Dong Yi tampoco habló de ella por propia iniciativa. Sólo las palabras de Ning sobre ella se introducían en los lapsos entre clases y estudios y, las noches en que no podía dormir, tenía prolongados e inquietantes pensamientos sobre ella, sobre quién era, sobre cómo era y cuánto la quería Dong Yi.
No acudía a los salones democráticos únicamente con Ning y Dong Yi. A veces iba sola para escuchar los debates o a veces acompañada de otros amigos, entre ellos un estudiante de primer año de posgrado en económicas llamado Chen Li. Había conocido a Chen Li en una de las manifestaciones estudiantiles.
El año 1986 fue emocionante para China. Hu Yaobang todavía era el secretario general del Partido y la atmósfera política era más tolerante de lo que nunca había sido. Los grupos de estudiantes de élite y los intelectuales miraban hacia Occidente en busca de ideologías y sistemas políticos alternativos; los estudiosos como el profesor Fang Lizhi escribieron sobre los abusos de los derechos humanos y la falta de democracia en China. En la Universidad de Pekín, los estudiantes debatían en el Triángulo, el punto de reunión en el centro del campus, y colgaban carteles en las paredes exigiendo más libertad y democracia en China.
Desde que el primer emperador de la dinastía Qin unificó Zhong Gou, el Reino Medio (el nombre chino de su país), en el año 221 a.C, China había caído bajo un estricto dominio controlado por un poder central. A lo largo de los dos mil años siguientes, los carteles se convirtieron en un medio importante -y con frecuencia el único- para que los chinos comunes y corrientes expresaran sus opiniones. Los carteles continuaban siendo la opción preferida de los estudiantes que se manifestaban en la China comunista porque casi todas las demás vías de comunicación eran controladas por el Partido y, por tanto, no estaban a disposición de los ciudadanos de a pie.
Las reformas económicas que habían tenido lugar desde 1978 ocasionaron cambios enormes en China. Los experimentos con la economía de libre mercado en las zonas económicas especiales establecidas por Deng Xiaoping habían resultado grandes éxitos. El nivel de vida medio de los chinos había aumentado enormemente. Sin embargo, en 1986, la reforma parecía haber llegado a un punto muerto. La inflación aumentaba más y más, la corrupción era endémica. Los funcionarios del gobierno y los dirigentes del Partido abusaron de su poder y «se hicieron ricos» primero. Muchos intelectuales, por lo tanto, habían cuestionado si el comunismo podía coexistir con la economía de libre mercado -la política fundamental de Deng Xiaoping- y exigieron también reformas políticas. Los estudiantes universitarios se echaron a la calle en varias manifestaciones reivindicando libertad de expresión, elecciones libres y democracia.
En una de aquellas noches, en medio de un tradicional espectáculo de celebración y apoyo -desde las ventanas de la residencia caían papeles y tiras de tela encendidos, como chispas que llovieran del cielo-, conocí a Chen Li. Vivía en la residencia de estudiantes de posgrado que había al otro lado de la calle y, al igual que yo, se encontraba en el exterior del edificio aclamando a los manifestantes que pasaban por allí. Al cabo de unos veinte minutos marchamos junto a nuestros amigos hacia el Triángulo y luego hacia las calles.
Chen Li me llevó a muchos debates en los salones democráticos e iba perfeccionando sus argumentos en cada uno al que asistíamos. Él siempre decía que ser un economista político significaba que prefería considerar la política desde el punto de vista económico: ninguna política era buena si no conducía a avances económicos, y viceversa.
– Éste precisamente sería el caso concreto de China, porque China se cuenta entre los países más pobres del mundo y la mayor parte de sus habitantes no ha recibido suficiente educación -explicó Chen Li.
Había mucha gente en los salones que no estaba de acuerdo con él. Los estudiantes de historia china entendían que la política no tenía nada que ver con la economía. En China, las «luchas de pensamiento», tal como había expresado Mao, siempre habían tenido prioridad sobre el bienestar de la población, desde las antiguas dinastías hasta el Estado comunista. Era la mente y no el cuerpo lo que preocupaba a los gobernantes.
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