El anciano finge no oírle. Pero cuando Mingliaotsé insiste en su solicitud, le enseña solamente unas pocas palabras acerca de ser despreocupado y tranquilo, y la idea de la inacción, y al rato sigue su camino. Mingliaotsé le sigue con la mirada mucho rato, hasta que le ve desaparecer del todo. ¿Cómo se explica la existencia de un anciano así en esta honda soledad de la montaña?
Después, siguiendo su ambulante marcha, da de pronto, casualmente, con un viejo amigo. A veces, cuando piensa en estas gentes con quienes había formado amistad sobre la base del amor por la prosa y la poesía, o del respeto mutuo por el carácter de cada uno, o de las relaciones de negocios, o de la intimidad personal y recíproca comprensión del futuro, empieza a sentir deseos de verlos nuevamente. Entonces va directamente a la casa de su amigo, sin ocultar su identidad. El amigo hace una reverencia para saludarle, y al ver que Mingliaotsé viste tan extraño ropaje se sorprende y le hace preguntas.
– Me he retirado ya del mundo, y Chichen de T'ungming es mí maestro -explica Mingliaotsé.
– ¿Se han casado todos tus hijos y tus hijas? -pregunta el amigo.
– No, todavía no. Cuando estén todos casados, estaré libre de cuidados, como cuando se aclara el agua del Río Amarillo. Tsep'ing ( [66]) se marchó y no volvió a su casa, pero yo espero volver todavía a las colinas de mí tierra, a fin de vivir en armonía con mi naturaleza original.
El huésped le sirve entonces comida vegetariana, y comienzan a hablar de los días de veinte o treinta años atrás, y recuerdan el pasado con una carcajada, y sienten que todo ha pasado como un sueño. Inclina luego su cabeza el amigo y suspira, expresando su envidia por la vida despreocupada que vive Mingliaotsé.
– ¡Hombre despreocupado eres, por cierto -dice el amigo-. La riqueza y el poder y las glorias de este mundo son cosas en que se ahoga fácilmente la gente. A veces veo a un anciano lleno de canas que marcha lentamente, encorvado, en un cortejo oficial, aferrado todavía a aquellas cosas, sin deseos de dejarlas ir. Si un día abandona su cargo, mira a su rededor con el ceño fruncido. Cuando pregunta si está pronto su carruaje, retrasa aún la partida, y al cruzar la puerta de la capital mira aún hacia atrás. Cuando vuelve a su finca, desdeña ocuparse de plantar arroz y cáñamo de fríjoles, y de mañana y de noche pide noticias de la capital. O sigue escribiendo cartas a sus amigos de la corte, y estas ideas cruzan incesantemente por su pecho hasta que lanza el último suspiro. A veces, cuando está agonizando, llega una orden imperial que le llama nuevamente a su cargo, y a veces el mensajero oficial llega pocas horas después de que haya cerrado los ojos. ¿No es ridículo? ¿Cómo te has educado que puedes emanciparte de esas cosas a buen tiempo?
– He mirado a la vida en mis ocios -responde Mingliaotsé-. Parece que he llegado a despertar por haber sentido la tragedia de la vida. He mirado a los cielos, y me he extrañado de que el sol y la luna y las estrellas y la Vía Láctea corran hacia Poniente, día y noche, como personas atareadas. Hoy pasa y ya no vuelve, y aunque llegue mañana no es ya hoy. Este año pasa y nunca vuelve, y aunque hay un año próximo, ya no es este año. Y así se alargan y despliegan los días de la Naturaleza, en tanto que los días de mi vida se abrevian diariamente, y fuera de las treinta y seis mil mañanas el tiempo no me pertenece. Los años de la Naturaleza se despliegan siempre, mientras los años de mi vida se abrevian siempre, y más allá de un ciento no me pertenecen. Además, lo que llamamos "un ciento de años" y lo que llamamos "treinta y seis mil mañanas", en la vida no son siempre como deseamos que sean, y entre los días y años casi todos transcurren en mal tiempo y pesares y preocupaciones y tareas. ¿Cuántos momentos hay en que el día es hermoso y la compañía placentera, cuando la luna y el vino son buenos y tenemos el corazón tranquilo y feliz el espíritu, cuando hay música y canciones y vino y podemos gozar y dejar que pasen las horas?
– El sol y la luna -continúa diciendo- siguen su curso, veloces como una bala, y cuando sus ruedas están por caer más allá de los Precipicios de Occidente, los brazos del hombre más fuerte de la tierra no pueden sostenerlas y hacer que giren hacía Levante; ni la elocuencia de Su Ch'in y Chang Yi puede persuadirlas de que rueden hacia Levante; ni el ingenio y la estrategia de Ch'ulitsé y Yen Ying pueden cambiar su parecer y hacerlas correr hacia Levante; ni la sinceridad de Chingwei que se golpeó contra el Arcoiris y se transformó en un pájaro, tratando de llenar de piedrecillas el mar de su pesar, puede conmover sus corazones y hacerlas girar hacia Levante. Los escritores de todas las edades que han discutido este punto lo han tenido siempre como motivo de eterno pesar.
– Y he mirado a la tierra, donde altas márgenes se han aplanado en los valles, y hondos valles se han alzado en montañas, y el agua de los ríos y los lagos fluye eternamente noche y día hacia Levante, al mar. Fang P'ing ( [67]) ha dicho: “Desde que tomé mis funciones, he visto tres veces que el mar se mudaba en campo de moreras, y viceversa."
– He mirado también a las cosas vivas de este mundo: cómo nacen y envejecen y enferman y mueren, molidas en el molino de yin y yang como el aceite en una sartén que, calentado por el fuego, se seca en breve rato; o como un cirio que aletea al viento y pronto se extingue, secas ya sus lágrimas y caído su hollín en la mesa; o como un bote que se deja a la deriva en la mar picada, adelantado por olas sucesivas y flotando no se sabe adonde. Además, los siete deseos del hombre siguen quemándole y le reducen los placeres de la carne; está a veces demasiado decepcionado y a veces demasiado entusiasmado, y por lo común demasiado preocupado. Sin más de un centenar de años a su disposición, proyecta vivir mil años, y mientras está sentado, como aceite al fuego, sus ambiciones se extienden allende el universo. ¿Por qué extrañarse, pues, de que su ser se deteriore rápidamente cuando llegue la ancianidad y se gaste su energía vital y su espíritu se aleje de su albergue?
– He visto príncipes y duques y generales y ministros cuyos techos complicados forman un horizonte como el de las nubes. Cuando suena la campana de la comida, se ve a mil personas que comen juntas, y cuando se abren sus portales de mañana, multitudes de visitantes entran por ellos. Día y noche dan fiestas y sus salones están llenos de mujeres pintadas. Cuando pasa de largo un monje, le gritan con voz de trueno, y ni siquiera se atreve a mirar a la casa. Pero al cabo de veinte o treinta años el monje pasa otra vez, y ve sólo césped silvestre y rotas tejas cubiertas de rocío y de helada, y un sol frío brilla sobre el lugar y pasa el gemido del viento, y ni un solo techo ha quedado en pie. Lo que otrora fue escena de canciones y danzas y placeres es hoy campo de pastoreo para unos pocos animales. ¿Comprendieron acaso aquellos que reían y danzaban, cuando estaban en lo mejor de su prosperidad, que llegaría ese día? Y ¿por qué transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos las grandes glorias de este mundo? ¿Fueron acaso solamente el Jardín de Chinku, la Torre de T'ungt'ai, el Palacio de P'ihsiang, y el Estanque de T'aiyí ( [68]) los que se convirtieron gradualmente en ruinas con el pasaje de centenares o millares de años? En mis días de holganza, he salido de la ciudad y subido las colinas hasta donde veía unos montículos de tumbas. ¿Pertenecen a Yen o a Han o a Chin o a Wei? ¿Eran príncipes y duques, o eran pajes y sirvientes? ¿Eran héroes o eran tontos? ¿Cómo puedo saberlo por un montón de tierra amarilla? Pensé que todos ellos, cuando vivían, se aferraban a la gloria y las riquezas, pujaban unos con otros en sus ambiciones y pugnaban por la fama; pensé cómo proyectaron cosas que jamás pudieron lograr, y adquirieron cosas que jamás pudieron usar. ¿Cuál de ellos no se preocupó y forjó proyectos y luchó? Una mañana se cerraron sus ojos para el sueño eterno, y tras ellos dejaron todas sus preocupaciones.
Читать дальше