Almudena Grandes - Las Edades De Lulú

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Las Edades De Lulú: краткое содержание, описание и аннотация

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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– ¿Cómo te enteraste? ¡Te lo contó ella…! Y por cierto, ¿de quién era la flauta? ¡De Guillermito! ¡Bien por Lulú! Lenta pero segura…

Sin dejar de tocarme, me cogió por la barbilla y me levantó la cara.

– Mírame -un susurro casi inaudible.

Le miré. Estaba sonriendo, me sonreía. Volví a bajar la vista.

– No me extraña que te la pusiera dura, tío, me estás poniendo burro tú a mi por teléfono… Sí, tiene gracia, es una nueva experiencia, después de tantos años. Y tú ¿qué hiciste? Si yo hubiera estado en tu lugar, te juro que me la hubiera follado sin pensarlo… Ya, siempre he sido peor hermano que tú, o mejor, vete a saber. En fin, tío, pobre Lulú -risitas- no te preocupes, yo la llevo al colegio mañana, ya te llamaré, hasta luego.

– Una flauta dulce… -había colgado el teléfono. Me estaba hablando a mí-. Mírame -y su dedo se detuvo.

No me atrevía a mirarle, ni a hacer nada, aunque le echaba de menos entre las piernas.

Me sujetó por los hombros y me sacudió.

– ¡Me cago en la hostia! Lulú, mírame porque te juro que te visto ahora mismo y te llevo a tu casa.

La misma amenaza, el mismo resultado.

Levanté otra vez la cabeza y le miré. Salía de una bañera llena de agua tibia, templada, y no tenía toalla para secarme…

Le brillaban los ojos. Tenía un aire casi animal.

Me estaba haciendo daño en los brazos.

– Por dónde te la metiste, por la boquilla o por el extremo de abajo?

– Por arriba -las palabras salieron espontánea mente de mi boca.

– Y ¿te gustó?

– Sí, me gustó, aunque era demasiado estrecha, no la notaba mucho, de verdad, sólo la boquilla, lo demás no lo notaba; de todas maneras Amelia me pilló enseguida, casi no me había dado tiempo a enterarme, de verdad, Pablo, te lo juro…

Empecé a verle borroso. Tenía dos lágrimas enormes en la punta de los ojos. Cambió de tono, aflojó los brazos, y me habló, me dijo casi lo mismo que me había dicho Marcelo, aquella noche, cuando fui a contárselo, aterrada, porque su cuarto era el único sitio del mundo adonde podía ir.

– Perdóname, no quería asustarte, en realidad no hay de qué asustarse. Vamos, pero si no pasa nada. Es que tiene gracia, una flauta dulce, la flauta de Guillermito, todavía me acuerdo, cuando nacieron los mellizos, los odiabas, habías dejado de ser la pequeña y los odiabas, ahora te has vengado de él en su flauta, me he reído solamente por eso, en serio. Las demás no tienen tanta imaginación, se conforman con un dedo. Eres una chica mayor, una chica sana, ejerces un derecho y…, y…, no me acuerdo, las feministas tienen una frase para casos como éste, pero ahora no me acuerdo, de todas maneras da igual, está bien, es lógico… Todo el mundo lo hace, aunque las mujeres no lo digan -me secó las lágrimas con la punta de los dedos-. Si dejas de llorar, te portas bien y me lo cuentas todo, te compraré en alguna parte un consolador de verdad, para ti sola.

– Nunca he tenido nada para mí sola.

– Ya lo sé, pero yo te lo regalaré para que pienses en mí cuando lo uses. Ya sé que no es una idea muy original, pero me gusta -la última observación la debió de hacer para sí mismo, porque no la entendí. Por lo demás, casi siempre pensaba en él cuando me masturbaba, aunque, obviamente, no se lo podía decir-. ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza, sin saber exactamente en qué estábamos de acuerdo. Nunca en mi vida había estado tan confusa.

– Ponte de pie.

Me levanté.

Nos besamos un rato muy largo, frotándonos el uno contra el otro.

Me enrolló completamente el borde de la falda en la cintura, dejando mi vientre al descubierto. Los espejos me devolvieron una extraña imagen de mí

misma.

– Siéntate y espérame, ahora vengo.

Se dirigió a la puerta y entonces, a pesar de mi aturdimiento, me di cuenta de que tenía algo importante que decir. Le llamé y se volvió hacia mí, encajando el hombro contra el quicio de la puerta.

– Nunca me he acostado con un tío, antes…

– No vamos a acostarnos en ninguna parte, boba, por lo menos de momento. Vamos a follar, solamente.

– Quiero decir que soy virgen.

Me miró un momento, sonriendo, y desapareció.

Me senté y le esperé. Traté de analizar cómo me sentía. Estaba caliente, cachonda en el sentido clásico del término. Cachonda. Sonreí. Me había llevado cientos de bofetadas sin entender por qué, después de pronunciar esa palabra, uno de los términos más habituales de mi vocabulario. Cachonda, sonaba tan antiguo… La pronuncié muy bajito, estudiando el movimiento de mis labios en el espejo.

– Pablo me ha puesto cachonda -era divertido. Lo dije una y otra vez, mientras me daba cuenta de que estaba guapa, muy guapa, a pesar de las espinillas de la frente.

Pablo me había puesto cachonda.

El estaba ahí, con una bandeja llena de cosas, mirando cómo movía los labios, quizás incluso me había oído, pero no dijo nada, cruzó la habitación y se sentó delante de mí, con las piernas cruzadas como un indio. Pensé que iba a comerme, al fin y al cabo me lo debía, pero no lo hizo.

Me quitó las bragas, me atrajo bruscamente hacia sí, obligándome a apoyar el culo en el borde del sofá, y me abrió todavía más, encajándome las piernas sobre los brazos del sillón.

– Venga, empieza, te estoy esperando.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te pilló Amelia, qué le contaste a tu hermano, todo, vamos.

Tomó una esponja de la bandeja, la sumergió en un tazón lleno de agua tibia y comenzó a frotarla contra una pastilla de jabón, hasta que se volvió blanca.

Yo ya había comenzado a hablar, hablaba como un autómata, mientras le miraba y me preguntaba qué pasaría ahora, qué iba a pasar ahora.

– Bueno… es que no sé qué decirte. A mí me lo dijo Chelo, pero la idea fue de Susana, por lo visto.

Quién es Susana? ¡Una alta, castaña, con el pelo muy largo?

– No, ésa es Chelo.

– Ah, entonces… ¿cómo es Susana? -sumergió la esponja en la taza hasta que se llenó de espuma.

– Es baja, muy menuda, también castaña pero tirando más a rubia, tienes que haberla visto en casa.

– Ya, sigue.

No me podía creer lo que estaba pasando. Había alargado la mano y me estaba enjabonando con la esponja. Me lavaba como a una niña pequeña. Aquello me descolocó por completo.

– Pero… ¿qué haces?

– No es asunto tuyo, sigue.

– Si el coño es mío, lo que hagas con él también será asunto mío -mi voz me sonó ridícula a mí misma, y él no me contestó. Seguí hablando-. Pues, Susana lo hace mucho, por lo visto, quiero decir, meterse cosas, y entonces le contó a Chelo que lo mejor, lo que más le gustaba, era la flauta, entonces decidimos que lo probaríamos, aunque la verdad es que a mí me parecía una guarrada, por un lado, pero lo hice, Chelo al final no, siempre se raja, y bueno, ya está, ya lo sabes, no hay nada más que contar.

Colocó una toalla en el suelo, justo debajo de mí.

Me resultaba imposible no mirarme en el espejo, con el pelo blanco, fantasmagóricamente cana.

– ¿Cómo te pilló Amelia?

– Bueno, como dormimos en el mismo cuarto, ella, yo y Patricia…

– Patricia, ella y yo… -me corrigió.

– Patricia, ella y yo -repetí.

– Muy bien, sigue.

– Creí que estaba sola en casa, sola por una vez en la vida, bueno, Marcelo estaba, y José y Vicente también, pero viendo la televisión, y como estaban poniendo un partido, pues pensé… -se sacó una cuchilla de afeitar del bolsillo de la camisa-. ¿Qué vas a hacer con eso?

Me miró a la cara con su mejor expresión de no pasa nada, aunque me sujetó firmemente los muslos, por lo que pudiera suceder.

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