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Almudena Grandes: Las Edades De Lulú

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Pablo suspiraba. Los pelos me hacían cosquillas en la barbilla.

La segunda vez me atreví con la punta.

Sabía dulce. Todas las pollas que he probado en mi vida sabían dulce, lo que no quiere decir exactamente que supieran bien. Estaba dura y caliente, pringosa desde luego, pero en conjunto y sorprendentemente resultaba menos repugnante de lo que había imaginado al principio, y yo me sentía progresivamente mejor, más segura, la idea de que él estaba vendido, de que me bastaría cerrar los dientes y apretarlos un instante para acabar con él, resultaba reconfortante.

Recorría su hendidura con la punta de la lengua, bajaba por lo que parecía una especie de invisible costura al grueso reborde de carne y me instalaba justo debajo de él, para seguir su contorno. Lo hacía todo muy despacio -en coyunturas como ésta nunca ha sido necesario decirme las cosas dos veces-, y estaba empezando a pensar que muy bien.

Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad, si acaso el contacto con una carne nueva, que mi lengua percibía mucho más nítidamente de lo que habían percibido jamás mis manos.

Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad y sin embargo estaba cada vez más excitada. En algún lugar de mi cabeza, lo suficientemente lejos como para no molestar, lo suficientemente cerca como para hacerse notar, palpitaban mi minoría de edad, seis años todavía para los veintiuno (la mayoría de edad estaba entonces en los veintiuno, a mí me daba igual, total no votaba nadie), el drama del pantano, cuando me desmayé dentro del agua y Pablo me salvó la vida, recuerdos de los veranos de mi infancia, él y mi hermano metiéndole mano a dos tías en el columpio del jardín mientras yo les espiaba, y las palabras de mi madre, hablando con sus amigas, Pablo es de la familia, casi como uno de mis hijos…

Marcelo, en casa, debía pensar que estábamos todavía haciendo el gilipollas con un mechero. Yo procuraba no olvidar que estaba dentro de un coche, en plena calle, chupando la polla de un amigo de la familia y sentía oleadas de un placer intenso. Me reconocía a mí misma, deshonrada, era delicioso, recordaba las acostumbradas amonestaciones -los chicos sólo se divierten con esa clase de chicas, no se casan con ellas-, y era consciente también de la peculiar relación que se había entablado entre nosotros. Tras los besos y demostraciones estrictamente necesarios para ganarme, él observaba una pasividad casi total. Sentado, erguido y vestido, se dejaba hacer. Yo, tirada encima del asiento, medio desnuda, encogida e incómoda, aceptaba sin dificultad aquel estado de cosas.

Mi madre solía repetir que me hubiera dejado ir con él al fin del mundo, y yo estaba empezando a verlo ya.

Cuando comenzaba a preguntarme si estaría lo suficientemente familiarizada con ella como para metérmela en la boca, él decidió nuevamente por mí. La mano que reposaba encima de mi cabeza se dirigió bruscamente hacia abajo. Me pilló desprevenida y me tragué un buen trozo. Retiré los labios instintivamente pero su mano seguía ahí, inalterable, presionando hacia abajo. Repetimos el juego cinco o seis veces.

Era divertido, intentar resistirse.

Tenía la boca llena. Notaba los pequeños bultos de las venas, los imperceptibles accidentes de la piel rugosa, que subía y bajaba obedeciendo los impulsos de mi mano, sabía dulce y sabía a sudor, la punta me golpeaba el paladar, intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca y tuve que contener un par de arcadas.

Pablo me quitó la goma, deslizó la mano debajo del pelo y, un poco más arriba de la nuca, la cerró, atrapando un puñado de cabellos muy cerca de las raíces. Los estrujaba y tiraba de ellos hacia sí, guiándome nuevamente. Sus nudillos se me clavaron en la cabeza. Me dolía, pero no hice nada por evitarlo. Me gustaba.

Ahora él también se movía, levemente, entraba y salía de mi boca.

– Siempre he sabido que eras una niña sucia, Lulú -hablaba despacio, masticando las palabras, como si estuviera borracho-, he pensado mucho en ti, últimamente, pero nunca creí que sería tan fácil…

– mi sexo acusó inmediatamente el golpe, acabaría estallando en pedazos si seguía engordando a ese ritmo.

Mantenía los ojos cerrados y estaba completamente concentrada en lo que estaba haciendo, me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente tumbada de costado encima del asiento, con las piernas encogidas, la manivela de la ventanilla contra el muslo, intentando que mi mano siguiera acompasadamente el movimiento de mi boca, desafiando abiertamente mi natural torpeza, tan intensamente que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio de la situación.

Nos estábamos moviendo.

Al principio supuse que era solamente una sensación subjetiva, aquella noche habían pasado muchas cosas, estaban pasando muchas cosas, pero, de repente, el coche se llenó de luz, abrí los ojos y miré hacia arriba, allí estaban, todas las farolas de la Castellana, devolviéndome la mirada.

Estupor, primero. ¿Cómo podía mover la palanca de cambios sin que yo me diera cuenta`? Pero es que debajo de mí no había ninguna palanca de cambios, me llevó algún tiempo recordar que en aquel coche la palanca estaba sujeta al volante.

Terror, después. Pánico.

Salté como impulsada por un resorte invisible. Cuando por fin pude acomodarme en el asiento de la derecha, me di cuenta de que estaba medio desnuda. Me tapé como pude, con el jersey y con las manos, para componer una estampa seguramente patética.

Pablo pisó el freno bruscamente. Nos detuvimos en el carril central, entre los estridentes pitidos de un autobús que nos esquivó por la derecha. Cuando pasaba a nuestro lado, pude distinguir al conductor, gesticulando con un dedo sobre la sien.

Mi opinión no era muy diferente de la suya.

– Pero ¿que haces? -estaba muy asustada-. Nos hemos podido matar.

– Lo mismo que tú.

– No te puedes parar así, en medio de la calle…

– Tú tampoco podías, y te has parado.

De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado y era conmovedor contemplarle ahora, con la bragueta abierta y el gesto serio, mirando con expresión ofendida un punto fijo, en la lejanía. Por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor. Era una sensación agradable, pero no podía detenerme en ella. Pablo estaba furioso.

Traté de recuperar la calma para evaluar correctamente la situación. Me volví hacia la ventanilla y comprobé que los conductores que desfilaban a mi lado eran solamente torsos, cuerpos cortados poco más allá del sobaco.

Dudaba.

– Te voy a llevar a casa. Perdóname,- estoy borracho.

De repente sentí unas terribles ganas de llorar.

El espejismo se había disipado. Su voz era grave y serena, la voz de un adulto que pide perdón sin sentirlo, perdón, estoy borracho, una fórmula de cortesía para una niña que, después de todo, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella, me miró un momento, sonriéndome, y la suya era una sonrisa formal, amable, desprovista de cualquier complicidad, una sonrisa de adulto condescendiente, un amigo de la familia, de toda la vida, sinceramente apenado por haber sacado los pies del plato.

Empequeñecí de golpe, me hacía cada vez más pequeña, más pequeña, y lloraba, no podía contener las lágrimas. Ahora íbamos bastante deprisa, mi casa no estaba tan lejos, después de todo, mi casa no está lejos, estaba bloqueada, no podía pensar pero tenía que hacerlo, tenía que pensar deprisa, el tiempo se me escapaba, se me escurría entre los dedos, y aquello era importante, era importante.

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