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Almudena Grandes: Las Edades De Lulú

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Yo se lo repetía sin cesar, en silencio.

Eres un niño malo, Lester. No deberías haberlo hecho. Eres tan cruel. Has enfadado a papá y esta vez va en serio. ¡Pobre papá! Tan joven aún, tan vigoroso, toda la vida mimando el césped, y tu lo has destrozado entero en un minuto. Este año ya no irás a Eton, y papá te castigará, lo está haciendo ya. Mírale, mírate en el espejo grande del comedor, Lester. Estoy segura de que él no hubiera querido hacerlo, pero es tan honrado, siempre tan riguroso. Te mereces los azotes, tú te los has buscado al perforar el jardín con el colador chino de la cocina para fabricar tu estúpido campo de golf

Lo he oído comentar antes, ése será el castigo supremo. Papá te va a penetrar con el chino, Lester, te va a meter por el culo ese gran embudo de aluminio perforado y lo va a sacar goteando sangre. No te lo imaginas. Pero todo tiene su lado bueno, no creas. El chino abrirá un hueco tal que cuando papá te ataque con la polla para resarcirse siquiera mínimamente de los irreparables daños que has infringido a su pradera, ni siquiera te vas a enterar, y eso es una ventaja, te lo digo yo, que lo sé por experiencia, hermanito, querido Lester…

Los acontecimientos de la pantalla me devolvieron a la realidad. El hombre rubio, rubio otra vez, se acababa de correr. Apenas el primer chorro de semen salió disparado, signo incontrovertible de la ausencia de fraude, penetró nuevamente en el que ahora, después de todo, no dejaba de ser un desconocido.

Pero mi cuerpo ardía.

Un denso hilo de baba transparente me colgaba del labio inferior.

Fue un día extraño, un día raro desde el principio, y no sólo por el calor, este calor seco, africano, tan poco habitual ya a mediados de septiembre.

Mi cuñada me llamó a primera hora. Quería saber si tenía un hueco para ella, y contarme de paso que a Pablo le iba muy bien con su chica nueva, la llamó así, su chica, a esa especie de musa desteñida que había sacado de no sé qué cenáculo intelectual de provincias, jovencísima, muy joven.

La agencia no andaba demasiado bien, yo sabía que Susana me había metido allí por amistad, y no porque realmente hiciera falta gente. Milagros, por lo que me contó, necesitaba mi tiempo más de lo que yo necesitaba su dinero, pero a pesar de todo, le contesté que estaba muy ocupada, que no podía hacerme cargo de otro libro, y aquello me hizo sentir mal durante todo el día.

Detesto comportarme arbitrariamente, pero no puedo evitarlo.

La mañana se complicó. No fui capaz de encontrar una mecanógrafa disponible, la composición no entregó a tiempo los positivos del anuncio de los alemanes y uno de nuestros clientes más constantes anuló un encargo de cierto volumen. Me pasé toda la mañana colgada del teléfono para nada.

El trabajo estaba mal.

A mediodía recibí una llamada del colegio de Inés. La tutora quería verme porque el comportamiento de mi hija le preocupaba, su conducta era excesivamente antisocial, por lo visto, para lo que es habitual en una niña de cuatro años.

Pablo tenía el contestador automático puesto.

Había pensado invitarle a comer con el pretexto de comentar la repentina minusvalía social de nuestra común heredera para comprobar hasta qué punto había perdido mi poder sobre él, pero no me atreví a dejarle ningún mensaje.

Chelo me llamó a primera hora de la tarde.

Estaba peor que yo, con una de esas depresiones húmedas que le disparan las secreciones, lágrimas, mocos, babas, la lengua gorda, sonidos ininteligibles, sórdidos sonidos viscerales que saltan no se sabe cómo a la línea telefónica, la víctima goza, saborea su último llanto sobre la piedra de los sacrificios, el acero sobre su cuello frágil, dispuesto para ejercer la justicia, la injusticia suprema.

Esta vez me contó algo acerca del tribunal de las oposiciones, casi se podrían llamar "sus" oposiciones, después de tantos años.

Le colgué el teléfono.

No la soporto, no soporto sus accesos de histeria.

No soy una persona sensible, al parecer. Me he acostumbrado a vivir bajo esa sombra.

Todavía soy capaz de recordarlo perfectamente.

Cuando volví del colegio, Marcelo estaba en la cama, y Pablo sentado a sus pies.

Tenía veintisiete años y acababa de publicar su primer libro de poemas, después del clamoroso éxito obtenido por la edición crítica del Cántico Espiritual, pero eso todavía no me impresionaba.

Era alto, grande, y ya tenía algunas canas.

Yo le conocía desde que tenía memoria, y le amaba de una manera vaga y cómoda, sin esperanza.

Un cantautor de moda iba a dar en Madrid un recital largamente esperado, todo un acontecimiento para la castigada oposición democrática. Pablo repetía que tenía que ir. Mi hermano insistía en que no se encontraba con fuerzas para moverse, arrastraba

una resaca horrorosa.

Entonces me ofrecí, era ya como un reflejo. Improvisé una expresión ansiosa, cerré los puños, intenté que mis ojos brillaran y repetí como un papagallo que me encantaría, me encantaría, me encantaría, de verdad que me encantaría ir.

Nunca había dado resultado.

Pero esta vez Pablo me miró de arriba abajo y le pidió a mi hermano su opinión. Marcelo, con una cara que, para mi asombro, expresaba más recelo que otra cosa, meditó un momento, le recordó mi edad y luego le dijo que hiciera lo que quisiera.

Pablo volvió a mirarme. Yo estaba tranquila porque sabía que me iba a rechazar.

No lo hizo.

Se levantó, me cogió del brazo y empezó a meterme prisa. Si no salíamos inmediatamente llegaríamos tarde, y no existían demasiadas garantías de que el recital durara más de diez minutos. Si nos perdíamos el principio, apenas llegaríamos a escuchar las sirenas de los coches de policía.

Yo me resistía. No me había dado tiempo a cambiarme, llevaba puesto el uniforme del colegio, y solamente el jersey era nuevo, de mi talla. Ya era la más alta de todas mis hermanas. La falda la había heredado de Isabel y me quedaba muy corta, un palmo por encima de la rodilla. La blusa era de Amelia, otra herencia, los botones amenazaban perpetuamente con estallar. Cuando comenzó el curso, mi madre se había mostrado menos dispuesta que nunca a gastar dinero; total, aquel era mi último año. Las medias estaban desgastadas, el elástico se había aojado y no podía dar dos pasos sin que se me enrollaran en el tobillo. Los zapatos eran espantosos, con una suela de goma de dos dedos de alto. Y todo, excepto la trenka verde, perteneciente en origen a uno de mis hermanos varones, de un espantoso color marrón.

Cuando una nace la séptima de nueve hermanos, sobre todo cuando los dos últimos son mellizos, no suele estrenar ni el uniforme.

Fue inútil. No estaba dispuesto a esperar ni un minuto, aunque teníamos tiempo de sobra.

– Estás muy guapa así.

Cuando salíamos por la puerta, Marcelo me llamó, y me dijo que era mejor que Pablo se fuera primero y que, mientras tanto, yo le contara algo a Amelia, que me iba a estudiar a casa de Chelo, o algún otro cuento por el estilo.

No comprendí el sentido de aquella advertencia, pero Pablo sí pareció entenderlo, se le quedó mirando y le dijo algo todavía más extraño.

– ¡Vamos, Marcelo, pero por quién me tomas!

Mi hermano se rió, y no dijo nada más.

El salió primero. Cuando bajé, me estaba esperando en el portal.

La trenka era ligeramente más larga que la falda, y el borde áspero me rozaba los muslos al andar. Faltaba poco para Navidad. Hacía frío.

Me abroché el primer botón y me levanté la capucha. Me miré de reojo en el pequeño espejo empotrado en la fachada de madera de una vieja mantequería, y decidí que la capucha no me favorecía. Me di cuenta también de que no se me veía una sola punta del uniforme. Podría no haber llevado ropa debajo del chaquetón verde.

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