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Almudena Grandes: Las Edades De Lulú

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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– ¿El qué? -no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.

– A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.

Posiblemente tenía razón, no era un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.

– No sé, no te entiendo.

– Da igual -daba igual. Estaba contento. Sonreía. Me besó en los labios suavemente-. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.

Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello; cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.

– Marcelo? Hola, soy yo -al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí-. Nada, muy bien…

Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, completamente bloqueada.

– No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa contenta -adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional-, en suma, te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados… -podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono, Pablo también se reía, ni siquiera yo soy capaz de mentir mejor.

Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo inevitable años setenta, color carne, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me susurró al oído:

– ¿Esta es la pérfida estrategia de tu madre para que lleguéis todas vírgenes al matrimonio, o qué?

Me quitó la blusa y el sujetador, cambiándose el teléfono constantemente de sitio.

– ¡Ah! Lulú…, Lulú ha sido mi buena acción del día… -me miraba y sonreía, estaba guapísimo, más guapo que nunca, encantado con su papel de concienzudo pervertidor de menores satisfecho de sí mismo-. Una roja más, tío, he hecho una roja más, sin cursillo, ni Gorki, ni nada. Se lo ha pasado de puta madre, en serio -hablaba despacio, mirándome, y recalcando las palabras, hablaba para Marcelo y para mí al mismo tiempo, y me pasaba el vaso por los pezones, dejando una estela húmeda, gratuita, porque tenía los pechos de punta desde que empezó, aunque el hielo provocaba una sensación contradictoria y agradable-, no te lo imaginas, ha levantado el puño, ha chillado como una histérica, ha venido cantando la Internacional en el coche todo el tiempo, en fin, el repertorio completo, ya sabes -me miró-, y nunca he visto a nadie mover la boca con tanto entusiasmo, estaba encantada de la vida… -son reía, y yo le devolvía la sonrisa, ya no tenía miedo, y sí ganas de reírme, aunque no podía hacerlo.

Traté de acelerar las cosas y me desabroché la hebilla del primer cierre de la falda, pero Pablo movió negativamente la cabeza y me dio a entender que me la abrochara otra vez.

– Lo que pasa es que nos hemos encontrado con mucha gente, hemos estado bebiendo por ahí, y ahora está con un pedo que no se sostiene -me metió la mano libre debajo la falda y comenzó a acariciarme la cara interior de los muslos con la punta de los dedos-. ¡No me jodas, Marcelo! Y yo que sé… -me coló el dedo índice debajo del elástico y comenzó a moverlo de arriba abajo, muy despacio, recorriendo con el nudillo la línea de la ingle-. ¿Pero qué dices? Yo no la he llevado a beber, hemos ido a tomar una copa, solamente, y se ha emborrachado ella solita, ya es mayor, ¿no?, pero, ¿tú qué te has creído? No iba a estar toda la noche pendiente de la cría, por muy hermana tuya que sea. Se ha escabullido un par de veces, ha bebido de mi copa y de las de los demás, yo qué sé…, estaba muy excitada, le entraba bien, y al llegar aquí se ha quedado frita, no se tenía en pie. Ahora está dormida, la hemos acostado y he pensado que se podía quedar aquí, si no te importa, no me apetece nada llevarla a casa, ahora -la punta de su dedo seguía barriendo lentamente la grieta de mi sexo, y con la otra mano, sin soltar el teléfono me empujó hacia él, tuve que apoyar las manos en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio-. ¿Qué? No, estamos en Moreto…, y no me jodas, Marcelo, ¿qué más te da? No tiene por qué enterarse nadie. ¿No ha dicho ella ya que se iba a estudiar a casa de una amiga? Pues se queda a dormir con la amiga y ya está. Total, la boda era en Huesca ¿no? No creo que tu madre tenga las antenas tan largas… No, no sé dónde está su colegio, pero ella me lo dirá, creo recordar que tiene lengua… Que no, Marcelo, te lo juro, que no le he hecho nada, nada, ni se lo pienso hacer.

Se movió hasta que mis pechos le quedaron justo encima de la cara.

Suponía que quería chuparlos o morderme, como antes, en el coche, pero no hizo nada de eso. Metió la cara en el surco y la restregó sobre mi piel, notaba su mejilla, su boca, cerrada, y su nariz, enorme, moviéndose sobre mí, apretándose contra mi carne, escondiéndose en ella como si estuviera ciego y manco, como un recién nacido que solamente dispone del tacto, el engañoso tacto del rostro, para reconocer el pecho de su madre, y cuando volvió a hablar distinguí por fin una leve sombra de alteración en su voz.

– No, no podía ir a casa, Merceditas está estudiando. Tiene un examen mañana y no quería molestarla. Además… -me regaló una mirada cómplice-, además, estoy con una tía… Sí; sí la conoces, pero me está haciendo gestos con la cabeza… no quiere que sepas quién es… -en su rostro se dibujó una expresión de cansancio-. ¿Tu hermana? Pero tío, ¿tú no sabes pensar más que en tu hermana? Tu hermana está durmiendo la mona dos cuartos más allá. La estoy oyendo roncar. No se entera de nada -Marcelo debió decir algo gracioso, porque él se rió-. Pero tío, en serio, no te pases de sensible. ¿Qué coño le importa a Lulú que yo le ponga los cuernos a mi novia? ¿Por qué se iba a sentir herida? Aunque ella crea que está enamorada de mí, no es más que una niña. Los tíos no se acuestan con niñas pequeñas, sólo en las novelas, y ella se dará cuenta, supongo, no es tonta -me puse todavía un poco más colorada, la cara me quemaba-. Además… ¿cuántos años tiene? Si nos ve, mejor para ella, ya tiene edad para matar se a pajas -de momento, no reaccioné-. ¿Sí?, no me

digas…

Abrió la boca y se agarró firmemente a uno de mis pezones, estirando de tanto en tanto la carne entre los dientes. Luego, de repente, se separó de mí, se echó para atrás y se quedó mirándome, con los ojos como platos y la boca entreabierta, pasándose la lengua por el borde de los dientes. Su dedo cambió de posición. Salió del elástico y se posó en el centro de mi sexo. Su movimiento se hizo inequívoco.

Ya no me rozaba, ni me acariciaba. Me estaba mas turbando por encima de las bragas.

– Pero… ¿qué cojones es una pauta dulce?

Sentí que me moría de vergüenza. Nunca hubiera creído que Marcelo fuera capaz de hacer una cosa así, pero lo hizo. Se lo contó. Se lo contó todo. Pablo me miraba con expresión incrédula. Yo me sentía mal. Tenía los ojos fijos en mi falda.

– ¡Qué pena de país, tío, qué vergüenza! -aquello era como una jaculatoria, Marcelo y él lo repetían a cada paso, por cualquier cosa-. Una flauta dulce… ¡Pobre Lulú, qué bestia!

Me sentía dividida entre dos sensaciones muy distintas. Muerta de vergüenza por un lado, incapaz de mirar a Pablo a los ojos, y a punto de correrme, de correrme con las manos quietas, al mismo tiempo, porque me lo estaba haciendo muy bien, a pesar de la tela, o quizás precisamente gracias a la tela, su dedo presionaba con la intensidad justa, no me hacía daño, ni me irritaba la piel, como el contacto zafo, exasperante pero no agradable, de todos los demás.

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