Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– Tal vez. o tal vez no. Pero las órdenes se van a cumplir, tribuno -replicó Vespasiano con firmeza-. Si hay alguien aquí que no quiera tomar parte en esto, aceptaré gustoso su renuncia… después del asalto.

Se oyó un murmullo de risas contenidas en la tienda y el tribuno se sonrojó.

– Entonces bien, caballeros. Vamos a los detalles. El clima de relajación desapareció rápidamente y los centuriones y tribunos centraron su atención en Vespasiano.

– La armada tiene que unirse a nosotros esta mañana. El general ha facilitado un trirreme para proporcionar apoyo al desembarco y diez transportes para conducir a la legión al otro lado del Támesis. Tal como habrán calculado ya los más listos de entre vosotros, tendremos que hacer tres viajes para llevar al otro lado lo que queda de la legión. Eso significa que el primer grupo deberá ocupar la zona de desembarco hasta que el resto pueda añadirse al ataque. Si las cosas van mal no habrá ninguna posibilidad de retirada, los transportes habrán ido en busca del siguiente grupo. -Vespasiano hizo una pausa para dejar que el asunto les entrara en la cabeza-. Como ustedes comprenderán, caballeros, la primera oleada bien podría resultar una misión suicida. Bien, no quiero ordenar a nadie que cruce en los primeros transportes, así que voy a pedir voluntarios. -Levantó la vista y echó un rápido vistazo›por la estancia. Algunos de los oficiales evitaron su mirada mientras que otros se revolvieron nerviosos en sus asientos. Los ojos de Vespasiano se posaron en un brazo alzado en la parte de atrás de la tienda que se mantenía recto apuntando al cielo. Dentro de la tienda la luz todavía era débil y los cansados ojos del legado no distinguían la identidad del oficial.

– ¡Levántate! El oficial se puso en pie entre los murmullos de asombro de los demás.

– Te estás ofreciendo voluntario para ir en el primer grupo? -preguntó Vespasiano, que apenas pudo ocultar la sorpresa en su voz.

– Sí, señor. En la primera embarcación del primer grupo. -¿Y crees que tus hombres se sentirán con ánimos?

– Sí, señor. Están listos y quieren venganza. -Entonces la tendrán, centurión interino. ¿Pero crees que eres la persona adecuada para dirigirlos en este asalto?

Cato se sonrojó, enojado. -Lo soy, señor. Vespasiano esbozó una forzada sonrisa ante la determinación del joven por vengar a su centurión. No había duda de su coraje, pero era necesario que los líderes estuvieran por encima de las motivaciones personales en plena batalla. ¿Se podría confiar en que ese chico antepusiera el deber al desquite? ¿o se limitaría a lanzarse sobre el enemigo y luchar como una furia hasta que lo mataran, sin acordarse de la responsabilidad que tenía hacia los hombres que estaban a sus órdenes? Vespasiano sopesó la situación y tomó una decisión rápida. El primer grupo tendría poco tiempo para coordinar una defensa del punto de desembarco, por lo que bien podría aprovechar cualquier frenesí bélico disponible.

– Muy bien, centurión interino. Y buena suerte. ¿Alguien más está dispuesto a unírsele?

La respuesta instantánea de Cato había avergonzado a los veteranos y todos sin excepción levantaron los brazos.

– Bien -dijo el legado-. Os llegarán las últimas órdenes cuando la legión haya comido. Ahora será mejor que despertéis a vuestros soldados y les hagáis saber lo que Roma quiere hoy a cambio de su dinero.

Mientras los oficiales salían en fila de la tienda, Vespasiano cruzó la mirada con Cato y levantó un dedo para indicarle por señas que se acercara.

– ¿Señor? -¿Estás seguro de lo que haces?

Cuando Cato asintió con un movimiento de la cabeza, Vespasiano se inclinó hacia él para que los hombres que salían de la tienda no pudieran oír lo que decía.

– No es necesario que encabeces el ataque. Tú y tus hombres debéis de estar agotados y tú estás herido.

– Sobreviviré -dijo Cato entre dientes-. Estamos cansados, señor, y no quedamos muchos en nuestra centuria. Pero eso no nos hace distintos de cualquier otra centuria, señor. La diferencia estriba en que nosotros tenemos más motivos para luchar que la mayoría. Creo que en este sentido puedo hablar en nombre de los hombres de Macro.

– Ahora son tus hombres, hijo. -Sí, señor. -Cato se puso tenso y alzó la barbilla. -¡Buen chico! -exclamó Vespasiano con aprobación-. Y asegúrate de tener cuidado, joven Cato. Prometes llegar lejos. Si sobrevives a esto podrás sobrevivir a cualquier cosa.

– Sí, señor. -Y ahora vete. Te veré luego, al otro lado del río. Cato saludó y siguió a los demás oficiales fuera de la tienda.

Mientras veía irse al joven, Vespasiano sintió una punzada de culpabilidad. Era cierto que el muchacho prometía y la retórica rastrera que había utilizado había funcionado, como él ya sabía. El optio (el centurión interino, se corrigió Vespasiano) se sentiría enardecido por la confianza que su superior le había expresado. Pero era probable que eso hiciera que lo mataran mucho antes., Era una pena. El muchacho era agradable y lo había hecho muy bien durante el poco tiempo que había servido con las águilas. Pero ésa era la naturaleza del mando. Fueran cuales fueran los sentimientos que uno albergara, la batalla tenía que ganarse, el enemigo debía ser vencido y ambas cosas tenían su precio… calculado con la sangre de los soldados de su legión.

CAPÍTULO XXVI

El sol caía de lleno sobre los soldados apiñados en el barco de transporte de baos anchos. Las túnicas de lana bajo la pesada armadura hacían sudar a los hombres y la tela húmeda se les pegaba a la piel de forma muy molesta. El olor resultante, combinado con los residuos del pantano, hacía que la atmósfera a bordo del transporte fuera fétida hasta la náusea. El calor, el miedo y el agotamiento nervioso habían conseguido hacer que uno o dos hombres devolvieran, lo que sumó por tanto el hedor de su vómito a los demás olores.

A un lado, el Támesis seguía su curso cristalino, perturbado únicamente por el monótono chapoteo y el borboteo agitado del movimiento del agua contra la proa y la popa del transporte cuando la tripulación se esforzaba para mantener la embarcación alineada con el barco de guerra que iba justo delante. Perfectamente sincronizados, los enormes remos del trirreme se elevaban sobre la superficie del río derramando brillantes cascadas de agua y se deslizaban hacia delante antes de volver a sumergirse en el río para hacer avanzar la roda puntiaguda hacia la otra orilla.

Desde la pequeña cubierta de proa Cato recorrió con la mirada las concentradas filas del enemigo que lo esperaba para recibirles. Durante toda la mañana los britanos se habían ido agrupando para repeler el asalto que todos podían ver que se preparaba en la orilla romana del Támesís. La reunión de los transportes y el barco de guerra y la densa aglomeración de legionarios dispuestos a embarcar hacían que los últimos planes de Plautio fueran evidentes para todo aquel que los viera.

Por consiguiente, el puñado de exploradores de la caballería britana se había marchado a toda prisa para transmitir la noticia del inminente asalto por el río. Las dispersas tropas del ejército de Carataco volvieron a formar rápidamente y se dirigieron hacia la ribera frente a los barcos romanos.

El ataque ya se había visto retrasado por la necesidad de descargar los suministros que llevaban los transportes y a los legionarios les irritó profundamente tener que trasladar a pulso la carga pesada y difícil de manejar sobre el burdo embarcadero y quitarla luego de en medio. Mientras ellos trabajaban, más y más britanos iban llegando para reforzar la otra orilla. Para los que constituían la primera oleada de ataque, la perspectiva de enfrentarse a un contingente aún mayor les inquietaba y maldecían a los compañeros que se ocupaban de descargar los barcos de transporte, exhortándolos a que terminaran el trabajo más deprisa.

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